Si Sobek el Protector había enviado a Iker a la muerte, lo pagaría caro.
Medes apreciaba su tarea de secretario de la Casa del Rey, y siempre era el primero en llegar a su despacho y el último en abandonarlo. Trabajar mucho no le disgustaba, al contrario. Muy organizado, asimilaba rápidamente los complejos expedientes, y su excelente memoria retenía lo más importante de ellos. Capaz de acumular las citas sin sentir fatiga, Medes exigía de sus empleados un ritmo de trabajo tan agotador que algunos no lo soportaban. Así, se veía obligado a contratar todos los meses a cuatro o cinco nuevos escribas, a los que ponía a dura prueba. Muy pocos lo aguantaban, y de ese modo formaba equipos disciplinados y eficaces.
Ni el rey ni el visir podían hacerle el menor reproche.
Medes disponía ahora de una organización paralela, que le era devota. Estaba compuesta por escribas, carteros y marineros, y le proporcionaba informaciones y transmitía sus directrices a todo el territorio. Durante el levantamiento que el Anunciador preparaba, sería un arma decisiva.
Cada nuevo miembro de la organización recibía un destino concreto y sólo le rendía cuentas a él. Medes seguía exigiendo impermeabilidad, y nadie, evidentemente, sospechaba cuál era el verdadero objetivo que perseguía.
El secretario de la Casa del Rey se preparaba para hacer unas ofertas de servicios a un escriba concienzudo, empleado desde hacía varios meses, cuando Gergu solicitó verlo.
—¿Algún problema?
—El libanés quiere hablar con vos inmediatamente.
—¿En pleno día? ¡Ni hablar!
—Está paseando por el mercado. Es urgente y grave.
El procedimiento era tan insólito como inquietante.
Finalmente, Medes logró ocultar su nerviosismo y se reunió con el libanés. Entre la multitud de ociosos pasaban desapercibidos. Uno junto al otro, ante el puesto de un vendedor de puerros, hablaron en voz baja, evitando mirarse.
—¿Habéis contratado a un escriba originario de Imau, de unos treinta años, soltero, más bien alto, lampiño, con una cicatriz en el antebrazo izquierdo?
—Sí, pero…
—Es un policía —reveló el libanés—. Mi mejor agente acaba de verlo saliendo de la casa de Sobek. Sin duda ha recibido órdenes de espiaros.
Medes se estremeció. Sin la vigilancia de su aliado, habría cometido un error fatal.
—Gergu me librará de él.
—¡De ningún modo! Ya que hemos identificado al espía, utilizadlo para tranquilizar a Sobek el Protector por lo que a vos se refiere. Que esta desventura os haga más desconfiado aún.
Diez de los hombres más expertos seguían a Amu. Todos tenían un aspecto sombrío, como si su jefe los llevara al desastre.
—¿Adonde vamos? —preguntó Iker.
—A casa del Anunciador.
—¡Vuestros guerreros no parecen alegrarse de ello!
—Es nuestro peor enemigo y ha jurado destruirnos.
—Y entonces ¿por qué os metéis de este modo en la boca del lobo?
—Debo desafiarlo en singular combate. El vencedor se apoderará de la tribu del vencido. Así evitaremos muchas muertes.
—¿Os creéis capaz de lograrlo?
—¡Será difícil, muy difícil! —reconoció Amu—. El Anunciador nunca ha sido vencido. Sólo hay un arma eficaz: la astucia. Y es preciso que le dé al adversario tiempo para utilizarla.
—¿Acaso el Anunciador es un coloso?
—Muy pronto lo verás.
Contrariamente a lo que acostumbraba, Amu marchó
al descubierto y encendió hogueras visibles desde muy lejos. Advirtiendo así de su presencia, le comunicaba al enemigo que no pensaba atacar, sino sólo hablar.
Al amanecer del cuarto día,
Sanguíneo
comenzó a gruñir. Pocos minutos más tarde, unos sesenta cananeos armados con hachas y picas rodearon al pequeño grupo. El perrazo se colocó ante Iker.
Un hombrecillo de cuadrados hombros se adelantó.
—Eres mi prisionero, Amu.
—Todavía no.
—¿Crees poder defenderte con tu pandilla de miedosos?
—Tu dueño nos teme. De lo contrario, ¿por qué no nos ha exterminado aún? Es sólo una larva, una chiquilla, una cabeza loca, sus brazos son blandos y carecen de vigor. Que venga a prosternarse ante mí, aquí, mañana mismo. Le escupiré a la cara y él llorará implorando mi gracia.
El lugarteniente del Anunciador hervía de rabia. De buena gana le habría cortado la lengua a Amu, pero debía respetar las reglas del desafío que lanzaba el sirio. A su dueño le encantaría hacerlo picadillo.
Furibundo, el hombrecillo corrió a avisarlo.
—Ya sólo nos queda prepararnos —dijo Amu.
A medianoche, violentos dolores retorcieron el vientre del jefe de tribu. Fulminado por unos espasmos, se vio obligado a permanecer tendido de lado, en posición fetal. Uno de sus guerreros le hizo beber una poción que despedía un espantoso olor, aunque sin resultado.
Evidentemente, Amu sería incapaz de combatir.
—Estamos perdidos —estimó el improvisado médico—. No es posible renunciar a un duelo bajo ningún pretexto. Huyamos inmediatamente.
—Esos salvajes nos alcanzarán y acabarán con mi clan —objetó Amu—. Habrá que probar suerte, por escasa que ésta sea.
—¡Si no te sostienes en pie!
—Alguien puede sustituirme. Uno de vosotros combatirá por mí.
—¿A quién eliges?
—A Iker.
Los sirios se quedaron aterrados.
—¡No resistirá ni diez segundos!
—¿Acaso no es el más rápido de todos vosotros?
—No se trata sólo de correr y esquivar, sino de matar a un gigante.
El escriba, impávido, escuchaba sin pronunciar palabra.
De modo que se acercaba la hora de la verdad. Pronto conocería al Anunciador, con una sola alternativa: vencer o morir.
—Renuncia —le aconsejó uno de sus compañeros de camino— Nadie aceptaría sustituir a Amu. Sólo hay una solución: la huida.
—Yo acepto.
—¡Estás loco!
—La jornada será dura, voy a descansar a la espera del combate.
Aunque tuviera las manos libres, Iker se sintió de nuevo atado al mástil de
El Rápido
. Esta vez no habría ola salvadora que lo arrancara a su suerte. ¡Al menos, combatiría!
Consciente de que no tenía posibilidades de vencer, el hijo real no debía morir inútilmente. Así, en la cara interna de un pedazo de corteza de alcornoque, grabó estas palabras en escritura codificada que sólo el general Nesmontu sabría descifrar:
Amu no es el Anunciador. Éste, una especie de monstruo, se oculta a menos de un día de marcha de esta región, hacia el norte, sin duda. Voy a batirme en duelo con él. Larga vida al faraón.
Iker enterró el pedazo de corteza y cubrió el emplazamiento con piedras secas. Luego colocó una en vertical, tras haber dibujado una lechuza con la ayuda de un sílex. Aquel jeroglífico significaba «dentro, en el interior». Si una patrulla egipcia pasaba por allí, forzosamente se sentiría intrigada.
El escriba se apoyó en el tronco del árbol, y el perro se tendió a sus pies. En caso de peligro, lo avisaría en seguida.
Incapaz de dormir, Iker pensó en todos los placeres inaccesibles: ver de nuevo a Isis, declararle otra vez su amor, intentar que ella lo amara, construir juntos una vida, servir al faraón, descubrir los misterios de Abydos, transmitir Maat escribiendo, percibir más aún la potencia luminosa de los jeroglíficos… Pero aquellos sueños se quebraban contra una implacable realidad: el Anunciador.
La mañana era brumosa.
Tras haber vomitado varias veces, Amu dormitaba.
—Aún hay tiempo para renunciar —le dijo un sirio a Iker.
—De ningún modo —objetó otro—. El monstruo no tardará ya en aparecer. Si no le oponemos un adversario, nos cortará la cabeza.
—¿Y si me vence? —preguntó el hijo real.
—Seremos esclavos. Aquí está tu arco, tu carcaj lleno de flechas y tu espada.
—¿Y mi bastón arrojadizo?
—Con eso sólo le harías unos arañazos.
—¡Ahí vienen! —aulló el centinela.
El Anunciador caminaba a la cabeza de su tribu, mujeres y niños incluidos, pues nadie quería perderse el espectáculo.
Durante unos instantes, Iker se quedó atónito.
Nunca había visto semejante montaña de carne y músculo. A pesar de su talla, el propio Sesostris habría parecido pequeño junto a aquel increíble gigante.
Con la frente baja, el pelo enmarañado y el mentón muy pronunciado, el Anunciador era tuerto. Una cinta grisácea cubría su ojo malo.
Armado con un hacha y un enorme escudo, se detuvo a buena distancia del campamento enemigo. Y, acto seguido, se oyó una voz demasiado aguda, ridícula para un cuerpo tan grande, pero que no hizo reír a nadie.
—¡Sal de tu tienda, mujerzuela! Ven a enfrentarte conmigo, Amu el cobarde, de quien el adversario sólo ve las posaderas. ¡Ven a probar mi hacha!
Iker se adelantó.
—Amu está enfermo.
El gigante puso un rictus desdeñoso.
—¡Apuesto a que el miedo vacía sus entrañas! De todos modos, lo haré pedazos.
—Antes tendrás que combatir.
—¡Vaya, Amu ha designado a un campeón! Mejor así, nos divertiremos. ¡Que ese héroe se deje ver!
—Soy yo.
Incrédulo, el gigante inspeccionó con la mirada el campamento sirio, luego soltó una carcajada y fue imitado por todos los miembros de su tribu.
—¡Te estás burlando de mí, pequeño!
—¿Cuáles son las reglas del duelo?
—Sólo hay una: matar antes de que te maten.
Con una rapidez que dejó pasmada a la concurrencia, Iker disparó tres flechas, una tras otra.
El enorme escudo las detuvo.
El gigante no carecía de reflejos.
—¡Buen intento, pequeño! Ahora me toca a mí.
El hacha cayó con tanta violencia que una ráfaga derribó a Iker, salvándole la vida. El hijo real se levantó y echó a correr en zigzag, impidiendo que el monstruo asestara el golpe decisivo. A cada uno de sus pasos, el suelo temblaba. Ágil a pesar de su corpulencia, el gigante hacía girar su arma y varios molinetes estuvieron a punto de decapitar a Iker.
Pero el joven era un excelente corredor de fondo, y consiguió agotar a su adversario.
Jadeante, el monstruo arrojó su escudo a lo lejos.
—¡Voy a aplastarte, aborto!
Iker se aproximó al campamento de los sirios, asombrados al verlo sobrevivir tanto tiempo.
—¡Mi bastón arrojadizo, pronto!
Atontado pero de pie, Amu le entregó el arma. Cuando el Anunciador se abalanzaba sobre Iker,
Sanguíneo
brincó y le clavó los colmillos en la pantorrilla derecha.
Aullando de dolor, el gigante levantó su hacha decidido a cortar al perro en dos, pero cuando el arma caía, el extremo puntiagudo del bastón lanzado por Iker se clavó en su ojo.
El Anunciador soltó el arma y se llevó las manos a la horrible herida. El sufrimiento era tan insoportable que cayó de rodillas. Vacilante aún, Amu tomó el hacha y, con todas sus fuerzas, cortó el cuello de su enemigo jurado.
Sanguíneo
abrió finalmente las fauces y recibió una caricia de Iker, que estaba empapado en sudor. Los sirios cantaban victoria, los cananeos lloraban.
Amu ordenó matar a los viejos, los niños enfermos, una mujer histérica y dos adultos cuya cara le disgustó. Los demás miembros de la tribu del Anunciador lo obedecerían ahora sin rechistar.
—¡Benditos sean mis intestinos! —le dijo a Iker—. Si no hubiera estado enfermo, habría sido vencido. Sólo tú, gracias a tu inagotable aliento, podías fatigar a ese animal y obligarlo a cometer un error fatal.
—No olvidemos a
Sanguíneo
. Su intervención ha sido decisiva.
El perro levantó hacia Iker unos ojos llenos de afecto.
—Para serte franco, muchacho, ni por un momento he creído en tu victoria. ¡Un hombrecillo que derriba a un gigante, qué milagro! Aunque transcurran centenares de años, se seguirá hablando de ti. Ahora todos te consideran un héroe, y no has agotado todavía tus sorpresas. ¡Vamos a conquistar el territorio del monstruo!
Iker se sentía profundamente insatisfecho. Sí, seguía vivo. Sí, había participado en la eliminación del Anunciador. Pero el objetivo de su misión consistía en saber cómo hechizaba el árbol de vida y de qué manera se podía romper el maleficio, por lo que ya no había respuesta posible para esas preguntas esenciales.
¿Bastaría la desaparición de aquel ser maléfico para curar la acacia de Osiris?
Postrera esperanza: en su madriguera, tal vez el hijo real encontrara elementos decisivos. Siguió pues a Amu, esperando descubrir un campamento fortificado.
Iker se equivocaba.
En el paraje sobre el que reinaba el Anunciador había numerosas viñas, higueras y olivos. Rebaños de vacas y corderos prosperaban allí, y una coqueta aldea ocupaba el centro. Se ofreció vino al nuevo dueño del clan, carne de buey, aves asadas al espetón y pasteles cocidos con leche.
—¡Gracias a ti, ahora poseemos un pequeño paraíso! —reconoció Amu—. Es justo que seas recompensado. Tengo algunos hijos aquí y allá, pero son unos perezosos y unos incapaces. Tú eres distinto. ¿Quién podría sucederme sino un gran héroe? Elige una mujer, te daré una granja y servidores. Tendrás varios hijos y administraremos juntos este vasto dominio, que nos procurará hermosos beneficios. Dada tu reputación, nadie se atreverá a importunarnos y, de vez en cuando, nos permitiremos hacer una pequeña expedición para distraernos. ¡Tu porvenir se anuncia radiante! —Amu se rascó la oreja—. Después de tu hazaña te debo la verdad. Hace mucho tiempo que soñaba con acabar con ese grupo. Amenazaba a mi tribu, por lo que decidí pasar a la acción a pesar de los riesgos. Y tú me has traído suerte.
—¿Significa eso… que ese gigante no era el Anunciador?
—Ignoro si ese fantasma existe realmente. En cualquier caso, no merodea por la región. Olvídalo y goza de tu buena fortuna. Aquí conocerás la felicidad.
Desalentado, Iker había arriesgado su vida por un espejismo y le había enviado al general Nesmontu una información falsa.
¿Su futuro? Una nueva forma de cautiverio.
Por lo general, la pequeña patrulla de policías del desierto no se aventuraba por aquel rincón perdido de Canaán. Pero su jefe, cazador inveterado, se empeñaba en perseguir un cerdo salvaje. Tras haber atravesado un bosque de tamariscos y cruzado un uadi, el animal acababa de despistar a sus perseguidores.
—Tendríamos que desandar lo andado —sugirió uno de los policías—. El lugar no es seguro.