El camino de fuego (16 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

Lleno de magia, ¿no disiparía el maleficio que se había apoderado del alma de las cornejas?

Un pico se clavó en su hombro izquierdo e hizo brotar la sangre. Otro rozó sus cabellos. Luego, las aves depredadoras trazaron amplios círculos antes de alejarse.

El bastón arrojadizo cayó a los pies de Iker, que, temiendo un nuevo asalto, abandonó aquel lugar maldito.

Un desierto interminable.

Una tierra roja, agrietada. Plantas secas, muertas de sed. Ni el menor pozo.

¿Dónde estaba Egipto?

Lejos, demasiado lejos.

Ya no había puntos cardinales, no había horizonte, no había esperanza. Sólo el calor y la sed. Iker iba a morir solo, sin ritual, sin sepultura. La tragedia de
El Rápido
recomenzaba. Esta vez, ninguna ola se lo llevaría hasta una isla del
ka
, y nadie acudiría en su ayuda.

Indiferente a las quemaduras de un sol implacable, Iker se sentó con las piernas cruzadas.

La muerte estaba ahora ante él como la curación tras una enfermedad, el aroma de un perfume embriagador, el regreso a la patria tras el exilio, la dulzura de una velada bajo un saledizo al final de una jornada de canícula.

Iker renunciaba.

De pronto, de la luz apareció un pájaro con rostro humano.

Su propio rostro.

—Deja ya de lamentarte —le dijo—. Suicidarte así sería una cobardía. Debes llevar al faraón un mensaje esencial para la supervivencia de Egipto, no te abandones a la nada.

Y, con un poderoso aleteo, el pájaro regresó al sol.

Pero ¿qué dirección debía tomar? Por todas partes había desolación y vagabundeo.

Entonces la vio.

Era una columna de cuatro caras, en cada una de las cuales había el rostro de Isis, serena y sonriente.

La de mediodía brillaba más.

—Te amo, Isis. ¡Oriéntame, te lo suplico!

Y, apretando las mandíbulas, el hijo real se dirigió hacia el sur.

19

Ni uno solo de los habitantes de Menfis ignoraba el triunfo de Nesmontu. Los servicios del secretario de la Casa del Rey habían hecho llegar a todas las provincias los textos redactados por Medes, que anunciaban el final de la revuelta de los cananeos y alababan las hazañas del valeroso general.

Sin embargo, fue un huraño vencedor el que se presentó ante el faraón.

—Siquem sigue bajo nuestro control, majestad, y varias tribus de excitados han sido parcialmente aniquiladas. No obstante, no debemos alegrarnos.

—¿Por qué ese escepticismo?

—Porque no se trataba de un verdadero ejército, sino de un montón de histéricos. Corrieron directamente al desastre sin darse cuenta de ello.

—¿Quién los mandaba?

—Nadie. Formaban una jauría incapaz de realizar una ofensiva inteligente y de batirse en retirada. No podemos hablar de una batalla, fue sólo una ejecución.

—¿No eran ésas tus previsiones, Nesmontu?

—Entre los cananeos, la mentira y la traición son regla, y había tomado mis precauciones. Sin embargo, no esperaba tantas facilidades.

—¿Qué piensas en el fondo?

—Esos imbéciles fueron deliberadamente enviados a la muerte. Han querido convencernos de que los cananeos formaban un ejército de liberación que representaba un peligro real.

—Sin embargo, ¿no hiciste todo lo necesario para hacerlos salir de su cubil y atraerlos a Siquem?

—En efecto, majestad, y debería felicitarme por ello. Sin embargo, tengo la impresión de haber sido engañado también.

—¿No has acabado con la revuelta?

—A corto plazo, sin duda. Pero, en realidad, nos toman el pelo.

—¿Reunirán los cananeos otro ejército?

—Si se alían con los sirios, tal vez. Pero no creo en ese tipo de bodas.

—¿Debemos mantener, sin embargo, un máximo de tropas en Canaán?

—¡Esa es la pregunta clave! O ese ataque ridículo estaba destinado a probar la nulidad de las revueltas, y bajamos la guardia exponiéndonos a un verdadero ataque a nuestras bases, o seguimos desconfiando y preservamos la región. Aunque quizá entonces asesten un golpe fatal en otro lugar.

—¿Has recibido otro mensaje de Iker?

—No, majestad. Contrariamente a Sobek, estoy seguro de que el texto nos proporcionaba una indicación válida. Lamentablemente, su imprecisión me impide arriesgar la vida de soldados, aunque sean expertos, en una región tan peligrosa. Si el hijo real no nos procura más detalles sobre la madriguera del Anunciador, no nos moveremos.

En cambio, para Sobek el Protector, la batalla había sido un rotundo éxito.

—Como yo suponía, majestad, el mensaje de Iker tenía sólo un objetivo: ¡engañarnos! Quería provocar la dispersión de nuestras tropas mientras las tribus cananeas atacaban Siquem, privada de defensa. Por fortuna, el general Nesmontu no mordió el anzuelo.

—Mi análisis difiere —objetó Sekari—. Utilizaron a Iker para transmitirnos falsas informaciones. En cuanto advirtió la manipulación, el hijo real se evadió, esperando reunirse con nosotros y contarnos la verdad.

—Iker está muerto o nos traiciona —insistió Sobek—. Los sentimientos amistosos de Sekari lo privan de lucidez.

—He vivido muchas situaciones peligrosas y nunca me he dejado engañar por ningún sentimiento. Conozco bien a Iker. Sólo hay algo cierto: algunos traidores, pertenecientes a la corte de Menfis, lo vendieron al enemigo. Sin embargo, regresará.

—En ese caso, yo mismo lo meteré en la cárcel —prometió Sobek.

—¿Por qué tanto odio? —preguntó Sekari.

—No se trata de odio, sino de clarividencia. El traidor es el propio Iker. Aunque deteste a la mayoría de los dignatarios, ninguna investigación ha tenido éxito. ¡Son halagadores y cobardes incapaces de asumir riesgos! Iker, en cambio, quería asesinar al faraón.

—¿No demostró su inocencia?

—Al contrario, se reunió con sus aliados y, ahora, nos combate desde el exterior. Si regresa a Menfis, intentará suprimir al rey de nuevo. Pero ese reptil fracasará, pues le aplastaré la cabeza.

—El tiempo demostrará que estás equivocado, Sobek.

—Tú eres el que se engaña, Sekari.

El faraón guardaba silencio.

Los dos adversarios consideraron ese mutismo como una aprobación.

¡Por fin una reacción! Sekari ya estaba a punto de perder las esperanzas de abrir una brecha entre los policías próximos a Sobek. ¿Acaso formaban un bloque inquebrantable?

Uno de ellos, un cincuentón canoso, aceptó sin embargo una entrevista, con gran secreto.

—¿Investigáis a Sobek?

—Yo no lo llamaría así —rectificó Sekari—. Nadie pone en duda su honestidad.

—¿Qué le reprocháis, entonces?

—Su hostilidad hacia ciertos notables. A veces manifiesta un carácter en exceso de una pieza, perjudicial para la búsqueda de la verdad.

—¡Ya podéis decirlo! —exclamó el canoso—. Sobek se empecina en algo y nada lo hace cambiar de opinión. Sin embargo, no siempre tiene razón.

—¿Con respecto al hijo real Iker, por ejemplo?

—Por ejemplo.

—¿Utiliza medios ilícitos para perjudicarlo?

—Eso me temo.

—Sé más preciso.

El canoso vaciló.

—Es difícil. Sobek es mi jefe y…

—¡Se trata de un asunto de Estado, no de un trueque entre mercaderes! Si aceptas hablar, prestarás un gran servicio al faraón.

—¿Y obtendré por fin el ascenso que Sobek me niega?

—Ignoraba ese detalle. ¿Cuáles son sus motivos?

El policía bajó los ojos.

—Naderías.

—¿A saber?

—No soy un hombre de acción, ¡eso es todo! La violencia, los arrestos, los riesgos…

—Vete.

—¿No queréis escuchar mis revelaciones?

—Sólo piensas en vomitar sobre tu superior y no tienes nada serio que decirme. Limítate a tu puesto y olvida tus injustificadas amarguras.

El canoso, avergonzado, no protestó.

Las investigaciones de Sekari no daban resultado alguno.

El doctor Gua soltó un suspiro de exasperación mientras dejaba en el suelo su pesada bolsa de cuero llena de medicinas. Ninguno de sus ilustres enfermos era fácil de tratar, pero la esposa del secretario de la Casa del Rey habría agotado a un batallón de médicos.

Flaco, dotado de una constitución débil, el facultativo parecía frágil ante aquella mujer colérica, de abundantes carnes, que creía sufrir todos los males posibles e imaginables.

—¡Por fin habéis llegado, querido doctor! Mi cuerpo es sólo dolor, mi existencia un suplicio. ¡Necesito remedios, muchos remedios!

—Dejad de gesticular y sentaos. Si seguís así, me voy.

La esposa de Medes obedeció adoptando una actitud infantil.

—Ahora, responded con franqueza a mis preguntas. ¿Cuántas comidas diarias hacéis?

—Cuatro… cinco tal vez.

—¡He dicho con franqueza!

—Cinco.

—¿Y pasteles siempre?

—Casi… sí, siempre.

—¿Grasas?

—Sin ellas, la cocina no tendría sabor —reconoció la paciente.

—En esas condiciones, cualquier medicación está condenada al fracaso —afirmó el facultativo—. O modificáis de una vez por todos vuestros hábitos alimenticios u os pondré en manos de un colega.

—¡La angustia me corroe, doctor! Privada de ese consuelo, no sobreviviría mucho tiempo. Comiendo, consigo calmar mi ansiedad y dormir.

Gua frunció el ceño.

—Tenéis un marido, una mansión soberbia, sois rica… ¿A qué viene tanta ansiedad?

—Lo… lo ignoro.

—¿Lo ignoráis u os negáis a decírmelo?

La esposa de Medes estalló en sollozos.

—Bueno… Os prescribo unas píldoras tranquilizantes, a base de adormidera. De todos modos, tendríais que comer mejor y menos, y buscar luego la fuente de esos tormentos.

—¡Me salváis, doctor, me salváis!

Temiendo unas efusiones que lo horrorizaban, Gua abrió su bolsa y sacó un envoltorio.

—Una píldora por la mañana, dos antes de acostaros.

—¿Cuándo volveremos a vernos, doctor?

—Son necesarias varias semanas de tratamiento. Respetad estrictamente mis prescripciones.

Intrigado, Gua salió de la mansión de Medes. Si aquella mujer no estaba loca, sufría a causa de un secreto demasiado difícil de soportar. Si conseguía librarla de él, tal vez lograra curarla.

El secretario de la Casa del Rey miró a su mujer con asombro.

—¡Muy alegre me pareces hoy!

—Agradéceselo al doctor Gua. ¡Ese médico es un verdadero genio!

La mirada de Medes se endureció.

—Espero que no hayas hablado demasiado…

—¡Oh, no, puedes estar tranquilo! Gua sólo se ocupa de los tratamientos y no aprecia en absoluto la conversación.

—Mejor así, querida, mejor así. No le hables nunca de mí ni de tus dones como imitadora de caligrafía. ¿He sido lo bastante claro?

Ella se acurrucó contra su marido.

—Soy tu mejor apoyo, amor mío.

Medes comenzaba a tranquilizarse. Ni el jefe de la policía ni el gran tesorero podían hacer presa en él. Nada más normal que hubieran sospechado, puesto que todo el mundo podía hacerlo en una corte donde corrían mil rumores. El veneno que el Anunciador destilaba iba extendiéndose poco a poco, erosionaba la confianza y socavaba los fundamentos del Estado faraónico, incapaz de encontrar remedio.

Todos los días, Medes se felicitaba por su alianza con el Anunciador. Lejos de limitarse a la violencia, utilizaba apartados senderos para llegar a sus fines.

Avisado por un mensaje en código, el secretario de la Casa del Rey acudió a casa del libanés adoptando las acostumbradas precauciones. Tras asegurarse de que no lo seguían, presentó al portero el pedazo de cedro con el jeroglífico del árbol.

En las mesas bajas del salón, ni la menor golosina.

El libanés había perdido su aire jovial.

—Las mercancías llegarán dentro de unos días.

—¿Te refieres a…?

—Las cantidades previstas se verán superadas incluso. Así pues, estamos dispuestos a actuar.

Medes se aclaró la garganta.

—¿Realmente lo ha ordenado el Anunciador?

—¿Acaso os asustan las consecuencias?

—¿No serán espantosas?

—Ese es el objetivo de la operación, Medes. Si tembláis, renunciad.

—El Anunciador no me lo perdonaría.

—Afortunadamente, lo habéis comprendido. Pero esa lucidez no basta: encargaos de facilitar el conjunto de gestiones administrativas para que comience la más vasta operación terrorista que nunca se ha concebido.

20

Como todas las noches, el encargado de las lámparas del templo de Hator de Menfis fue a buscar aceite al almacén situado en el exterior del edificio. Precisamente, acababan de entregar una buena cantidad.

El encargado hacía siempre los mismos gestos, de forma meticulosa y siguiendo el mismo recorrido. Le gustaba contemplar el resultado de su trabajo, cuando una suave luz bañaba la mansión de la diosa. Con pasos lentos y solemnes, acercó la llama a la sala de la barca, la primera que iluminaba.

Imbuido de la importancia de su gesto, encendió la mecha.

Pero, en un instante, el aceite se inflamó.

Una llama enorme le devoró las manos, el torso y la cara. Mientras retrocedía aullando de dolor, la barca sagrada fue alcanzada y el incendio se propagó.

Como de costumbre, el superior de los escribas encargado de administrar el abastecimiento de la capital de frutas y verduras parecía desconfiado.

—¿Me garantizas la calidad de tu aceite de ricino? Todos mis despachos deben tener una iluminación perfecta.

—El productor lo garantiza.

—Prefiero volver a contar el número de jarras.

—Ya lo he hecho tres veces.

—Es posible, pero yo no.

Efectuada la comprobación, el funcionario aceptó por fin poner el sello que permitiera al proveedor ser pagado por el despacho del visir.

Las siguientes jornadas se anunciaban difíciles, pues el superior necesitaría muchas horas suplementarias para compensar el retraso de su administración. Conociendo el rigor del visir Khnum-Hotep, la situación no podía durar, por lo que exigía a sus empleados que renunciaran a su próximo período de vacaciones para demostrar que estaban a la altura de su misión.

De un humor de mil demonios, aceptaron sus exigencias. Temiendo que una reprimenda comprometiese su ascenso, aquellos especialistas llevarían a cabo la tarea.

El día declinaba.

—Encended las lámparas —ordenó el superior.

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