El camino de fuego (6 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

Estaba concluyendo su servicio ritual cuando vio a Isis, que se dirigía a la biblioteca de la Casa de Vida.

—¿Progresan vuestras investigaciones?

—Con excesiva lentitud para mi gusto, pero no pierdo la esperanza. Los textos antiguos me han proporcionado ya valiosas indicaciones que serán la miel del faraón.

—Afortunadamente, la acacia ya no se marchita. Alabamos vuestra eficacia.

—Es muy mediocre, Bega, y sólo el espejo de la diosa Hator merece nuestra admiración. Su brillo asegura la circulación de la savia.

Vuestra reputación no deja de crecer, y me felicito por ello.

—Me preocupa sobremanera la supervivencia de Abydos.

—Vos sois una pieza esencial en esta implacable guerra que nos opone a las fuerzas de las tinieblas.

—Sólo soy la ejecutora de las voluntades del faraón y de nuestro superior. Si fallo, otra sacerdotisa de Hator me sustituirá.

—El estado de la barca de Osiris nos preocupa a todos. Si permanece inmóvil, ¿cómo va a difundirse la energía de la resurrección?

—Evitar su dislocación es lo más urgente.

—¡Magro resultado, confesémoslo!

—Por lo menos, el alma de la barca sigue presente entre nosotros. ¿Qué más podemos esperar a estas horas?

—¡Es difícil no ceder al pesimismo! Gracias a vos, Isis, los permanentes desean creer todavía que no todo se ha perdido.

—Gozamos de la inquebrantable determinación de un monarca excepcional. Mientras él reine, la victoria estará a nuestro alcance.

—¡Que Osiris nos proteja!

Bega contempló cómo Isis entraba en la biblioteca. Trabajaría allí el resto de la jornada y también parte de la noche, dejándole el campo libre para preparar su futura transacción.

Pues hoy llegaba Gergu, el testaferro de Medes.

Para sobrellevar el tedio del viaje, Gergu se había emborrachado con cerveza fuerte. Antes de la partida, una prostituta siria le había arrebatado parte de su nerviosismo, a pesar de sus protestas por los bofetones que le administraba. Pegar a las mujeres le proporcionaba un gran placer. Sin la intervención de Medes, las denuncias de las tres esposas sucesivas de Gergu lo habrían mandado a la cárcel. Puesto que su patrón le prohibía formalmente volver a casarse, se limitaba a las profesionales poco exigentes y de baja estofa.

Recaudador, primero, de impuestos y tasas, Gergu había sido nombrado inspector principal de los graneros, también gracias a Medes, de quien era fiel y devoto servidor. El cargo le permitía esquilmar a honestos administradores, amenazándolos con sanciones, y montar una organización de crápulas destinada a producirle una pequeña fortuna, al malversar las reservas de grano. Buen comedor y bebedor, Gergu se habría limitado a esa fácil existencia si su patrón no hubiera tenido mayores ambiciones.

Desde su encuentro con el Anunciador, Medes no solo quería derribar a Sesostris, sino también apoderarse de las riquezas del país y promover la omnipotencia de un nuevo díos que tenía la ventaja de reducir a las mujeres a su verdadero rango, el de criaturas inferiores.

Aquel arriesgado programa aterrorizaba a Gergu. Sin embargo, no era cuestión de desobedecer a Medes ni, menos aún, al Anunciador, que ejecutaba salvajemente a los renegados. Así pues, debía seguir el movimiento tomando todas las precauciones posibles para no exponerse demasiado.

Gergu acudía regularmente a Abydos, donde había obtenido el estatuto de temporal, lo que facilitaba el extraordinario tráfico puesto a punto con su cómplice, el sacerdote permanente Bega. El inspector principal de los graneros nunca habría supuesto que un iniciado en los misterios de Osiris cediese también ante la corrupción. Puesto que se trataba del asunto más suculento de su carrera, no iba a andarse con remilgos.

En el embarcadero, Gergu saludó a los policías, e intercambiaron algunas frases amistosas, felicitándose por la tranquilidad del lugar. Dada la magnitud del sistema de seguridad impuesto por el rey, realmente Abydos no tenía nada que temer.

Como de costumbre, Gergu entregaba alimentos de primera clase, las piezas de tejido, los ungüentos, las sandalias y otros productos que Bega le encargaba de modo oficial, para asegurar el bienestar de los residentes. Los dos hombres se entrevistaban durante largo rato, verificaban la lista de las mercancías y preparaban el próximo cargamento.

Pero, en realidad, se encargaban de un negocio secreto mucho más lucrativo.

Una vez resueltos los problemas administrativos en un plazo razonable, Bega llevó a Gergu hasta la terraza del Gran Dios. Tomaron la vía procesional, desierta salvo en período de fiestas, que no se organizarían ya durante mucho tiempo, suponiendo que alguna vez se celebraran de nuevo.

A un lado y a otro de la avenida que llevaba a la escalera de Osiris había numerosas capillas, que contenían estatuas y estelas, encargadas de asociar el alma de sus propietarios a la eternidad del Resucitado. Sólo algunos elegidos, tras haber sido iniciados, eran autorizados a sobrevivir así, formando parte de la corte de Osiris, tanto aquí como en el más allá.

Un apacible silencio rodeaba aquellos monumentos que arraigaban en lo invisible. Ningún profano ni tampoco ningún miembro de las fuerzas del orden turbaba la quietud del lugar. Así, Bega había tenido una idea diabólica: hacer salir de Abydos pequeñas estelas consagradas, de valor inestimable, pues, y venderlas a precio de oro al mejor postor, que se sentiría inmensamente feliz al adquirir su parte de inmortalidad. Y el sacerdote permanente no se detenía ahí: dando un sello a sus cómplices y revelándoles la fórmula que debía grabarse en las estelas, les permitía fabricar falsificaciones que vendían sin dificultad.

Bega no se andaba con remilgos. Por una parte, finalmente se enriquecía, después de tantos años de austeridad al servicio de Osiris; por otra, debilitaba la magia de Abydos arrebatándole algunas piedras sagradas, por muy modestas que fueran.

—Este cementerio me incomoda —reconoció Gergu— Tengo la impresión de que los muertos me miran.

—Aunque así sea, nada pueden contra ti. Si se los teme, no se hace nada. Yo he acabado con ese tabú. Créeme, Gergu, esos seres inertes, reducidos a un estado mineral, no disponen de influencia alguna. Nosotros, en cambio, estamos vivos.

A pesar de ese aliento, el inspector principal de los graneros estaba impaciente por alejarse de la terraza del Gran Dios. Osiris velaba por sus protegidos, por lo que no se irritaría contra los ladrones?

—¿Cómo lo hacemos?

—Como de costumbre —respondió Bega—. He elegido una soberbia y pequeña estela, metida en un lote de veinte y olvidada al fondo de una capilla. Ven conmigo y saquémosla.

Aunque los monumentos precedidos de jardincillos un contuviesen momia alguna, Gergu tenía la sensación de estar profanando una sepultura. Envolvió en un tejido blanco la piedra cubierta de jeroglíficos y la llevó hasta el desierto. Gotas de sudor corrían por su frente, no a causa del esfuerzo, sino porque temía la eventual agresión de aquella obra llena de magia. Precipitadamente, la enterró en la arena.

—No habrá problemas para lo demás, ¿no?

—No, no —prometió Gergu— He sobornado al policía que está de guardia esta noche. Desenterrará la estela y la entregará al capitán de un barco que zarpa hacia Menfis.

—Cuento contigo, Gergu. Sobre todo no cometas el menor error.

—¡También yo estoy en primera línea!

—No te dejes cegar por los beneficios. El objetivo fijado por el Anunciador es mucho más alto, recuérdalo.

—Si apuntamos demasiado arriba, ¿no correremos el riesgo de fallar el blanco?

De pronto, a Gergu comenzó a dolerle la palma de la mano derecha. Al mirarla, advirtió que la minúscula cabeza de Set se estaba tornando roja.

—No pienses en traicionar —le recomendó Bega—. De lo contrario, el Anunciador te matará.

7

Comenzaba el tercer interrogatorio, conducido por el cananeo más hostil a Iker. Los dos primeros no habían permitido a los carceleros tomar una decisión final.

El joven escriba no se acostumbraba al hedor y a la suciedad del lugar, su aventura empezaba mal y corría el riesgo de terminar prematuramente.

—Confiesa que eres un espía a sueldo del faraón —exigió el cananeo.

—Tu opinión sobre mí no va a cambiar, así que ¿por qué debería protestar?

—¿Y tu misión real?

—Sólo me la atribuirá el Anunciador.

—¿Sabes dónde se encuentra y de cuántos hombres dispone?

—Si lo supiera, estaría a su lado.

—¿Cuáles son los planes de batalla del general Nesmontu?

—Me gustaría conocerlos para desmantelarlos.

—Háblanos del palacio de Menfis.

—Esa información está destinada al Anunciador, y a nadie más. Cuando sepa cómo me habéis tratado, pasarás un mal rato. Reteniéndome aquí de este modo haces que nuestra causa pierda tiempo.

El cananeo escupió sobre el egipcio, le arrancó luego el amuleto que llevaba al cuello y lo pisoteó con rabia.

—¡Ya no tienes protección alguna, sucio traidor! Torturémoslo ahora. Que me traigan el cuchillo que ocultaba. ¡Ya veréis como habla!

Iker dio un respingo. Morir era horrible de por sí, pero sufrir de ese modo… Sin embargo, callaría. Dijera lo que dijese, su verdugo se encarnizaría con él. Era mejor dejarlo que creyera que se equivocaba y ganarse, tal vez, la simpatía de sus comparsas.

El cananeo blandió el arma blanca y puso la hoja ante las narices del joven.

—Tienes miedo, ¿eh?

—¡Claro que tengo miedo! Y no comprendo por qué se me inflige semejante prueba.

—Primero te cortaré el pecho. Luego, la nariz, y finalmente, los testículos. Cuando haya terminado, ya no serás un hombre. Bueno, ¿confiesas?

—Solicito ser llevado ante el Anunciador.

—¡Vas a contármelo todo, perro espía!

La primera estría sanguinolenta arrancó un grito de dolor al hijo real.

Atado de pies y manos, no podía defenderse.

La hoja hería de nuevo su carne cuando la puerta del reducto se abrió bruscamente.

—¡Los soldados! ¡Huyamos, pronto!

Herido por una flecha que se le clavó entre los omóplatos, el vigía se derrumbó. Una veintena de infantes entraron en el hediondo local y acabaron con los cananeos.

—¿Qué hacemos con éste, jefe? —preguntó un soldado, señalando a Iker.

—Desátalo. Al general Nesmontu le gustará interrogar a un terrorista.

Oficialmente, Iker estaba detenido en el cuartel principal, donde Nesmontu, encantado de haber detenido por fin a un partidario del Anunciador, lo sometía a un interrogatorio tan violento que nadie asistía a él.

Militar de carrera, tosco, cuadrado, indiferente a los honores, al general le gustaba vivir entre sus hombres y nunca refunfuñaba ante el esfuerzo. A pesar de su edad, agotaba a los jóvenes.

—Es una herida superficial —observó, aplicando un ungüento en las carnes magulladas—. Con este producto, pronto estarás curado.

—Si no hubierais intervenido…

—Conozco las prácticas de esos bárbaros y el tiempo comenzaba a parecerme largo. Evidentemente, no conseguías convencerlos. Has tenido suerte, mis soldados podrían haber llegado demasiado tarde.

Los nervios del joven cedieron.

—Llora de una vez, eso te aliviará. Incluso los héroes sienten pánico ante la tortura. Bebe este vino añejo de mis viñas del Delta. Ninguna enfermedad se le resiste. Si tomas dos copas al día, no conoces la fatiga.

Y, ciertamente, el gran caldo devolvió el vigor al escriba. Poco a poco, sus temblores remitieron.

—No te faltan narices, hijo real, pero te enfrentas a temibles adversarios, peores que bestias feroces, y no pareces hecho para una misión de ese tipo. Todos los voluntarios que han intentado infiltrarse entre los terroristas han muerto de forma abominable, y tú has estado a punto de sufrir la misma suerte. Si quieres mi consejo, regresa a Menfis.

—¡No he obtenido resultado alguno!

—Has sobrevivido, no está tan mal.

—Puedo beneficiarme de ese incidente, general.

Nesmontu se sintió intrigado.

—¿De qué modo?

—Soy un terrorista, me habéis detenido, interrogado y condenado. Hacedlo saber, que nadie ponga en duda mi compromiso con la causa cananea. ¿No me sacarán mis aliados de la celda antes de mi ejecución?

—¡Me pides demasiado! Mi prisión es segura, su reputación no debe mancillarse. Existe una solución mucho más sencilla: la jaula.

—¿De qué se trata?

—Serás condenado a trabajos forzados y llevado a las afueras de Siquem, hasta el lugar donde purgarás tu pena. Antes te habremos encerrado en una jaula que cruzará la ciudad para que todos sean conscientes de lo que les aguarda si atacan a las autoridades egipcias. Dejarán el convoy sin vigilancia durante un alto. Si los terroristas desean liberarte, ésa será la ocasión ideal.

—Perfecto, general.

—Escucha, muchacho, podría ser tu abuelo. Por muy hijo real que seas, no te prodigaré la reverencia y las inútiles cortesías. En primer lugar, el plan parece condenado al fracaso; pero, aunque funcionara, caerías en un auténtico horno. ¿No te basta tu reciente experiencia? Abandona y regresa a Egipto.

—Imposible, general.

—¿Por qué, Iker?

—Porque debo borrar mis errores pasados, obedecer al faraón y salvar el árbol de vida. En estos momentos, nuestra única estrategia consiste en intentar descubrir al Anunciador.

—¡Mis mejores sabuesos han fracasado!

—Pues conviene cambiar de método, y ésa es la razón de mi presencia aquí. Mis comienzos fueron difíciles, lo admito, pero ¿podía ser de otro modo? Pensándolo bien, los resultados no son tan malos. Al seguirme y asumir mi protección habéis eliminado una de las células terroristas de Siquem. La idea de la jaula me parece excelente. Todos sabrán que soy un mártir de la causa cananea, y me liberarán.

—Pero ¿te llevarán por ello hasta el Anunciador?

—¡Cada cosa a su tiempo, general! Franqueemos ya esa etapa.

—¡Es una completa insensatez, Iker!

—Mi padre me ha confiado la misión. La cumpliré.

La gravedad del tono impresionó al viejo militar.

—No debería confesártelo, muchacho, pero en tu lugar yo no actuaría de otro modo.

—¿Habéis encontrado el cuchillo con el que me torturaba el cananeo?

—¡Diríase que es el arma de un genio guardián! Ha quemado la mano del soldado que lo recuperó.

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