El camino de fuego (5 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

—¡Os habéis peleado!

—Ha sido él —murmuró el herido—, está enfermo… ¡Me ha golpeado sin razón alguna!

—¡No ha sido sin razón! —gritó el otro—. ¡Me has robado, basura!

—No quiero oír nada más —decidió el comandante—. Ambos compareceréis ante el tribunal militar y aclararemos los hechos.

Un arquero que, normalmente, debería haberse encontrado sentado a la mesa, observaba con mirada distraída la llanura cananea.

A la luz de la luna, lo que vio lo dejó estupefacto.

—¡Comandante, allí, un hombre corriendo!

—Disparad —ordenó el oficial—, disparad todos y no falléis

Iker estaba aún cerca del fortín cuando la primera flecha silbó junto a su oreja izquierda. Otra le rozó el hombro. Educado en la ruda escuela de la provincia del Oryx, se felicitó por haberse convertido en un excelente corredor de fondo, de inagotable aliento. Concentrado en la lejanía y moviéndose en zigzag, apretó el paso.

Los siniestros silbidos se espaciaron y su intensidad se atenuó; luego ya sólo se oyó el ruido regular de sus pies, que golpeaban el suelo.

¡Iker había cruzado la frontera sano y salvo!

Sin embargo, mantuvo el mismo ritmo por temor a que enviaran una patrulla en su persecución. Pero había caído la noche, y el comandante no desguarnecería su efectivo, pues temería otros intentos de forzar el paso.

El hijo real ya sólo debía tomar la dirección de Siquem.

Una hormiga de tamaño considerable se paseó por su rostro y le salvó la vida al despertarlo.

Dos hombres mal afeitados se acercaban al matorral a cuyo abrigo había dormido Iker durante algunas horas. Incapaces de callar, se creían discretos.

Te digo que hay algo allí.

Probablemente, un montón de trapos.

¿Y si hubiera un tipo en esos trapos? ¡Mira mejor!

—Parece alguien con su material de viaje.

—¡Desde aquí te hueles un buen negocio!

—Tal vez no quiera dárnoslo.

—¿Acaso tú darías el material?

—¿Has perdido la cabeza?

—Mejor será no pedirle nada, nos lo cargamos y le robamos. Si lo golpeamos lo suficientemente fuerte, no recordará nada.

Cuando los mal afeitados se disponían a atacar, Iker se incorporó, blandiendo el cuchillo del genio guardián.

—No os mováis —ordenó—. De lo contrario, os rajo las corvas.

El menos valeroso cayó de rodillas, el otro retrocedió un paso.

—¡No parece una broma! ¿Eres policía o soldado?

—Ni lo uno ni lo otro, pero sé manejar las armas. ¿Pensabais desvalijarme?

—¡Oh, no! —exclamó el que estaba arrodillado—. Sólo queríamos socorrerte.

—¿Ignoráis que los ladrones son condenados a trabajos forzados y los asesinos a la pena de muerte?

—¡Nosotros sólo somos unos pobres campesinos que buscan algo que comer! Por aquí no solemos tener distracciones.

—¿Acaso el general Nesmontu no ha traído la prosperidad?

Los dos bribones se miraron, inquietos.

—¿Eres… egipcio?

—Correcto.

—¿Y… trabajas para el general?

—Incorrecto.

—¿Qué haces por aquí, entonces?

—Intento escapar de él.

—¿Desertor?

—Algo así.

—¿Adonde quieres ir?

—A reunirme con quienes luchan contra el general y por la liberación de Canaán.

¡Eso es muy peligroso!

—¿No seréis partidarios del Anunciador?

El que estaba de rodillas se levantó y se pegó a su compadre.

—Nosotros no nos mezclamos en esas historias.

—Un poco sí, ¿verdad?

—Muy poco. Muy, muy poco. Menos incluso.

—Ese «menos incluso» podría suponeros una buena propina.

—¿Y si hablaras más claro, amigo?

—Un lingote de cobre.

A los mal afeitados se les hizo la boca agua. ¡Una verdadera fortuna! Podrían beber hasta hartarse y acostarse con las mozas de las casas de cerveza.

—Es tu día de suerte, amigo.

—Llevadme al campamento del Anunciador —exigió Iker sin acabar de creérselo.

—¿Estás soñando o qué? ¡Nadie sabe dónde se oculta!

—Por fuerza tenéis que conocer a alguno de sus partidarios.

—Es posible… Pero ¿cómo podemos estar seguros de que eres un tío honesto?

—Por el lingote de cobre.

—¡Obviamente, tus argumentos son de peso!

—Os sigo, pues.

—El lingote primero.

—¿Acaso me tomáis por imbécil? Me guiaréis hasta los partidarios del Anunciador, y luego os pagaré. De lo contrario, adiós. Me las arreglaré solo.

—Debemos discutirlo primero.

—De acuerdo, pero rápido.

Los dos comparsas iniciaron una conversación bastante agitada. El uno se decantaba por la prudencia, el otro por la ganancia. Finalmente, eligieron un compromiso.

—La mejor opción es Siquem —declaró el más reservado—. En el campo nos arriesgamos a encontrarnos con sorpresas desagradables. En la ciudad tenemos nuestros contactos.

—¿No peinan la ciudad la policía y el ejército?

—Claro que sí, pero no vigilan todas las casas. Allí conocemos a gente que te llevará, sin duda, hasta el Anunciador.

—Pues vamos, caminad delante.

—¡Mantente a distancia, amigo! Sabemos arreglárnoslas con los egipcios. Si te detienen, nosotros no te conocemos.

—Dado vuestro salario, evitemos las barreras.

—Pero ¿qué te has creído? ¡Si te echan mano, habremos trabajado gratis!

Ese grito salido del corazón tranquilizó a Iker.

Dieron algunos rodeos, hicieron numerosos altos y, ya a la vista de la ciudad, se apartaron del camino antes de llegar a un barrio popular cuyas casas rivalizaban en indigencia.

Saludaron a unos viejos que estaban sentados en el umbral de su pobre morada y los ancianos les devolvieron la cortesía. Evidentemente, los dos merodeadores no eran unos desconocidos. De pronto, varios chiquillos rodearon a Iker.

—¡Tú no eres de por aquí!

—Apartaos.

—¡Responde o te apedrearemos!

Iker no deseaba pelearse con unos niños, pero aquéllos no parecían bromear.

Uno de los mal afeitados dispersó a puntapiés la jauría.

—Id a montar guardia más lejos —les ordenó—. Este viene con nosotros.

Los chiquillos obedecieron, gorjeando.

Iker siguió a sus guías hasta una casa de sucias paredes. En el exterior había un montón de estiércol sobre el que estaba agachada una anciana cubierta de harapos y la mirada vacía. A pleno sol, un asno atado a una estaca con una cuerda tan corta que apenas podía moverse.

—Al menos deberían darle de beber —estimó Iker.

—Solo es un animal. Entra.

—¿Quién vive aquí?

—La gente que buscas.

—Me gustaría estar seguro.

—Somos gente honesta. Ahora, debes pagar.

La situación se ponía tensa.

Iker sacó de su bolsa un lingote de cobre, y una mano ávida se apoderó en seguida de él.

—Vamos, entra.

La estancia, con el suelo de tierra batida, olía tan mal que Iker vaciló. Y en el momento en que el hijo real cruzaba el umbral tapándose la nariz, lo empujaron con violencia. Tras él, sonó un portazo.

En la penumbra, una decena de cananeos armados con horcas y picos. Un barbudo de piojosa melena interpeló al recién llegado:

—¿Cómo te llamas?

—Iker.

—¿De donde vienes?

—De Menfis.

—¿Egipcio?

—Sí, pero opuesto a la dictadura de Sesostris. Tras haber ayudado a mis amigos asiáticos, en Kahun, intenté suprimir al tirano. Desde mi fracaso me he ocultado con la esperanza de volver a encontrarlos. Para escapar de la policía, sólo me quedaba una solución: cruzar los Muros del Rey y refugiarme en Canaán. Quiero reanudar el combate contra el opresor. Si el Anunciador me acepta entre sus fieles, no lo decepcionaré.

—¿Quién te ha hablado de él?

—Mis aliados asiáticos. Su reputación no deja de crecer por todas partes. El faraón y sus íntimos comienzan a temblar. Otros egipcios se unirán muy pronto a la causa del Anunciador.

—¿Cómo cruzaste los Muros del Rey?

—Elegí un fortín aislado y pasé durante la noche. Los arqueros dispararon, me hirieron en el hombro izquierdo.

Iker mostró la herida.

—Debe de habérsela hecho él mismo —acusó un cananeo—. No me gusta la jeta de ese egipcio. ¡Sin duda es un espía!

—En ese caso, ¿habría sido tan estúpido de meterme en la boca del lobo? —objetó Iker—. He arriesgado ya varias veces la vida defendiendo vuestro país, y no renunciaré a ello mientras siga oprimido.

Uno de los chiquillos agresivos reapareció y murmuró unas palabras al oído del jefe. Luego se marchó corriendo.

—Has venido solo, nadie te ha seguido —advirtió el barbudo.

—¡Eso no demuestra nada! —replicó uno de sus compañeros—. Seamos prudentes y acabemos con él.

La atmósfera se hizo más pesada aún.

—No cometáis un error —advirtió Iker—. Como escriba bien informado de lo que ocurre en Menfis y de las costumbres de palacio, puedo proporcionaros una valiosa ayuda.

El argumento sembró la turbación entre los cananeos. Varios de ellos lo consideraron serio y se declararon dispuestos a acoger al joven, pero dos excitados continuaron exigiendo su ejecución.

—Necesitamos pensar —declaró el barbudo—. Mientras lo decidimos, serás nuestro prisionero. Si intentas huir, te mataremos.

6

Isis entró en la capilla del templo de Sesostris, donde se había depositado la barca de oro de Osiris. El edificio, permanentemente vigilado, ofrecía un abrigo seguro. Sólo la pareja real, los sacerdotes permanentes y la joven sacerdotisa accedían al santuario para cumplir con los ritos. En ausencia del faraón y de la gran esposa real, Isis reanimaba aquella barca que, debido a la enfermedad de la acacia, carecía de la energía indispensable para la celebración de los misterios. Sólo apelando a la voz de sus distintos elementos se mantenía con vida.

Recogida, la joven quitó el velo que recubría la inestimable reliquia.

—Tu proa es el busto del señor del Occidente, Osiris resucitado; tu popa, el del dios Min, el fuego regenerador. Tus ojos son los del espíritu capaz de ver al Grande. Tu gobernalle se compone de la pareja divina de la ciudad de Dios. Tu doble mástil es la estrella única que surca las nubes. Tus cabos de proa son la gran claridad; tus cabos de popa, la trenza de la pantera Mafdet, guardiana de la Casa de Vida; tus cabos de estribor, el brazo derecho del Creador, Atum; tus cabos de babor, su brazo izquierdo; tu cabina, la diosa Cielo provista de sus poderes; tus remos, los brazos de Horus cuando viaja
(3)
.

Durante unos instantes, el oro pareció animado por una intensa luz. La capilla entera quedó iluminada, el techo transformó en cielo estrellado y la barca navegó de nuevo por el cosmos.

Luego regresó de nuevo la oscuridad, el oro se apagó y el movimiento se interrumpió.

Mientras la acacia no hubiera reverdecido y Abydos estuviese privado del oro de los dioses, Isis no podía obtener nada más. Las fórmulas de conocimiento preservaban, por lo menos, la coherencia de la barca y le impedían dislocarse.

Concluida la tarea, la muchacha se aseguró de que
Viento del Norte
fuera alimentado adecuadamente. Todos los días paseaba largo rato con él por el lindero de los cultivos. Siempre dispuesto a transportar una carga, el asno acababa seduciendo a los más reticentes. El, el animal de Set, se afirmaba ahora como un genio bueno, protector del lugar. Y todos reconocían que Isis había tenido razón al intentar la experiencia.

—Sin duda Iker ha cruzado los Muros del Rey —dijo ella

Viento del Norte
levantó la oreja derecha.

—Se encuentra en Canaán, pues,

El cuadrúpedo lo confirmó.

—Vive, ¿no es cierto?

La oreja derecha se levantó con vigor.

—¡Tú no mentirás nunca! Vivo, pero en peligro.

La respuesta siguió siendo afirmativa.

—No debería pensar en él —murmuró—. En todo caso, no tanto… Y me pidió una respuesta. ¿Es razonable amar a una sacerdotisa de Abydos? ¿Tengo, yo misma, derecho a amar a un hijo real? Mi existencia está aquí y en ninguna otra parte; debo cumplir con mis funciones sin desfallecer. ¿Me comprendes, Viento del Norte?

En los grandes ojos marrones del asno se reflejaba una inmensa ternura.

Bega contempló la palma de su mano diestra, en la que se había grabado para siempre una minúscula cabeza de Set, con grandes orejas y el hocico característico. Aquel emblema unía a los confederados del dios de la destrucción y de la violencia, Medes, secretario de la Casa del Rey, su testaferro Gergu, y él mismo, Bega, sacerdote permanente de Abydos.

Él, que se había comprometido a servir a Osiris durante toda su vida, lo traicionaba.

¿Acaso el propio faraón no lo había humillado al negarse a nombrarlo superior de Abydos y confiarle la clave de los grandes misterios? Y, sin embargo, la merecía: una existencia ejemplar, una competencia apreciada por todos, una austeridad y un rigor dignos de elogio… nadie, ni siquiera el Calvo lo igualaba.

No reconocer semejantes cualidades era una injuria insoportable que Sesostris pagaría muy cara. Pisoteando su juramento, detestando lo que veneraba, Bega deseaba ahora la muerte del tirano y también la de Egipto, vinculada en la aniquilación de Abydos, centro vital del país.

Gélido como un viento invernal, alto, con el desagradable rostro devorado por una prominente nariz, Bega saboreaba su venganza destruyendo la espiritualidad osiriaca, zócalo sobre el que el faraón construía su pueblo y su país.

En el colmo de la amargura, Bega había conocido al Anunciador.

El mal se había apoderado entonces de su conciencia con la fuerza brutal de una tormenta. En lo más profundo de su acritud, ni siquiera imaginaba la magnitud del poder de Set.

Bega despreciaba a sus nuevos aliados, Gergu y Medes, aunque este último no careciera de dinamismo ni de voluntad, por muy perversa que fuese. Sin embargo, ante el Anunciador se comportaba como un muchachuelo aterrorizado, subyugado y obligado a obedecer. El mismo,

a pesar de su edad y de su experiencia, no oponía resistencia alguna.

Desde su juramento de fidelidad a las tinieblas, el sacerdote permanente se sentía mucho más tranquilo. Lanzando un maleficio a la acacia de Osiris, el Anunciador había demostrado su capacidad. Sólo él acabaría con el faraón y vaciaría Abydos de su sustancia. Como interlocutor privilegiado, puesto que detentaba parte de los secretos de Osiris, Bega desempeñaba un papel decisivo en la conspiración del mal.

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