El camino de fuego (9 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

Sobek conocía el sueño de sus adversarios: mancillar su honor y desacreditarlo ante Sesostris. Su última maniobra, debida probablemente a una pandilla de cortesanos a los que detestaba tanto como ellos lo odiaban a él, había fracasado. Mantenido e, incluso, reafirmado en su puesto, a Sobek le encolerizaba no poder desmantelar la organización de terroristas cananeos que estaba convencido de que seguía operando en Menfis y, tal vez, en otros lugares. Un buen número de aquellos criminales había regresado a su país de origen, pero otros permanecían ocultos entre la población sin cometer la menor imprudencia. ¿Durante cuánto tiempo se limitarían a seguir agazapados en sus madrigueras? ¿Qué fechorías preparaban?

Había un dignatario que irritaba especialmente al Protector: el hijo real Iker, culpable de haber intentado acabar con Sesostris y cuyo arrepentimiento le parecía dudoso. A pesar de la atribución de tan prestigioso título,

Sobek desconfiaba de aquel escriba, al que seguía considerando cómplice de los cananeos.

Hoy, esa amenaza desaparecía, puesto que el cadáver mutilado de Iker acababa de ser inhumado en la necrópolis menfita.

Sobek el Protector contempló la seguridad del paraje. Ningún temporal penetraría en él mientras los permanentes oficiaban en el templo de millones de años de Sesostris. Además, la policía recorría las calles de «Paciente de lugares».

Así, el rey podía reunir con total tranquilidad el «Círculo de oro» en una de las salas del templo de Osiris.

Cuatro mesas de ofrendas estaban colocadas en los cuatro puntos cardinales. A oriente se sentaban el faraón y la reina; a occidente, el Calvo, Djehuty, el alcalde de Dachur, donde se levantaba la pirámide real, y el vacío sitial del general Sepi; a mediodía, el visir Khnum-Hotep, el gran tesorero Senankh y Sekari; a septentrión, el Portador del sello real Sehotep y el general Nesmontu.

El monarca dio la palabra al Calvo.

—Ningún nuevo maleficio ha alcanzado el árbol de vida —indicó—. Sin embargo, no sana. El conjunto de las protecciones mágicas resulta eficaz, pero ¿y si el enemigo acaba destruyéndolo?

—¿Ha sido útil la intervención de Isis? —preguntó la reina.

—Sí, majestad. Con el espejo de Hator, consigue devolver cierto vigor a la acacia. El conjunto de nuestros cuidados sólo obtiene mediocres resultados, y temo una súbita degradación.

Pesimista por naturaleza, el Calvo no solía disfrazar la verdad. Sin embargo, sus declaraciones no atenuaron el radical optimismo del elegante y apuesto Sehotep, cuyo fino rostro y cuyos ojos brillantes seducían a las más hermosas mujeres del país. Rápido y nervioso, preservaba los secretos de los templos y la prosperidad del ganado, feliz al asociar las preocupaciones espirituales con las materiales, como en su otra función de superior de todas las obras del faraón. Y precisamente por serlo, quería reconfortar a la concurrencia.

—Gracias al empecinado trabajo de Djehuty —precisó—, el conjunto de Dachur pronto estará terminado. De la pirámide procede el
ka
que asegura la estabilidad del reino y alimenta el árbol de vida. Tras haber recibido golpes muy duros, alguno de los cuales podría haber resultado mortal, hemos pasado a la ofensiva. Al construir, debilitamos al adversario.

Djehuty asintió. Friolero, padeciendo reumatismo, arrebujado siempre en un gran manto, el anciano retrasaba la muerte poniéndose al servicio del rey, tras haber dirigido la rica provincia de la Liebre. Todas las noches creía que ya no podría levantarse. Pero por la mañana, el deseo de proseguir la obra le procuraba nuevas fuerzas, y acudía a la obra con el mismo entusiasmo. La iniciación al «Círculo de oro» fortalecía su corazón, y él, superior de los misterios de Tot y sacerdote de Maat, se maravillaba al descubrir la magnitud del secreto osiriaco. Al concederle aquel inmenso privilegio, Sesostris iluminaba el crepúsculo de una larga existencia.

—Mi misión toca a su fin, majestad. Dachur ha visto la luz de acuerdo con el plan trazado por vuestra propia mano, y próximamente consagraréis su nacimiento.

—La seguridad del paraje me parece garantizada —añadió el visir Khnum-Hotep— He consultado con el general Nesmontu para elegir al oficial que mande la guarnición, y os garantizo que una ofensiva terrorista está condenada al fracaso.

Conociendo la aversión de Khnum-Hotep por la fanfarronería, el «Círculo de oro» se quedó tranquilizado.

—¿Ha progresado la investigación sobre la muerte de Sepi?

—Desgraciadamente, no —lamentó Senankh— Nuestros equipos de prospectores esperan recoger algunas informaciones y descubrir la pista del oro curativo, pero no han tenido éxito hasta ahora.

Le llegó el turno de intervenir a Nesmontu; nuevas arrugas cruzaban su rostro marcado.

—La estrategia puesta a punto con el hijo real Iker ha fracasado. Éramos conscientes de los peligros de su misión, e intenté desalentarlo. Pero él se mostró inflexible, y decidimos, pues, intentar la aventura haciéndolo pasar por un aliado de los terroristas.

—¿De qué modo? —preguntó Sekari, muy abatido.

—La humillación de una jaula paseando por todo Siquem. Reservamos ese tratamiento a los más rabiosos. Para los cananeos, no cabía duda alguna: Iker era forzosamente uno de los suyos.

—¿Qué ocurrió luego?

—Como cualquier sedicioso condenado a trabajos forzados, Iker debía ser transferido a un penal donde purgaría su pena. Los guardias habían recibido la orden de permitir que los cananeos liberaran al prisionero. El plan funcionó, pero el resto fue un desastre.

—¿Y cómo te lo explicas?

—Ignoro los detalles. Una patrulla descubrió los cadáveres de Iker y de mi único agente infiltrado entre los cananeos. Debo añadir, lamentablemente, que el hijo real fue torturado con inaudita crueldad.

—¿Acaso quieren hacernos creer que se mataron entre si? —preguntó Sehotep.

—Probablemente. Supongo que ambos cayeron en una emboscada. Identificado, mi agente recibió sin duda la orden de acabar con Iker. Después de su ejecución, los cananeos abandonaron los despojos a la vista de todo el mundo, demostrando así que ningún egipcio conseguirá engañarlos. Naturalmente, tras tan terrible fracaso presento mi dimisión a su majestad.

—La rechazo. Tu agente e Iker conocían los riesgos, no eres en absoluto responsable de esta tragedia. Expulsarte de tu cargo desmoralizaría a nuestro ejército.

Todos los integrantes del «Círculo de oro» asintieron.

—No cabe duda —intervino Senankh—: los dos héroes fueron traicionados.

—Imposible —objetó Nesmontu—. Sólo yo estaba al corriente de las misiones.

—Ciertamente —remachó el gran tesorero—. O tu agente cometió imprudencias, o un cananeo lo identificó. Por lo que a Iker se refiere, sin duda numerosos dignatarios advirtieron su ausencia. Un hijo real, sobre todo si ha sido nombrado recientemente, no abandona el patio sin motivos serios.

—De ahí a concluir que había sido enviado a Canaán hay un enorme paso —consideró Sehotep.

—No tanto si hay en Menfis una organización terrorista. Debe de estar al acecho de la menor de nuestras iniciativas, y ésta no se le escapó. En su lugar, yo hubiera puesto a mis aliados en estado de alerta.

—Si lo hemos comprendido correctamente, la misión de Iker había fracasado antes de comenzar, incluso —añadió el visir—. Además, habría que suponer que el enemigo dispone de informadores en la corte. ¿Actúan conscientemente o por idiotez?

—Prefiero la segunda opción —declaró Sehotep—, pero no podemos excluir la primera.

—En resumen —exclamó Sekari—, es indispensable descubrir a los traidores.

—Eso es trabajo de Sobek —señaló el rey—. Os recuerdo a todos vosotros la necesidad del secreto al margen del cual no se llevará a cabo ninguna obra de envergadura.

—Imposible convencer a la corte —deploró Senankh—, le gusta tanto charlar… Y nada va a cambiar sus malas costumbres.

—Sea quien sea el miserable que ha provocado la muerte de Iker, lo castigaré con mis propias manos —prometió Sekari.

—Deja eso en manos de la justicia —recomendó el visir—. ¿No debe ser condenado y calumniado según la ley de Maat?

—¿Cómo ves la situación en la región sirio-palestina? preguntó el faraón a Nesmontu.

El anciano militar no ocultó su preocupación.

—A pesar de los esfuerzos de mis soldados, y no los escatimo, el terrorismo cananeo perdura. Ciertamente, he procedido a llevar a cabo numerosos arrestos y he conseguido desmantelar algunos grupúsculos, en Siquem y en los alrededores. Pero no he pescado ningún pez gordo y no dispongo de indicio alguno serio sobre la madriguera del Anunciador. Totalmente fieles, sus íntimos lo rodean como una infranqueable muralla. Así, me parece inútil enviar un nuevo agente, pues no tendría la más mínima posibilidad de infiltrarse.

—Entonces ¿qué propones?

Primero, reforzar los Muros del Rey; luego, limpiar al máximo Siquem, y finalmente, intentar poner a trabajar a los cananeos para que disfruten de la prosperidad. Sin embargo, se trata de medidas insuficientes. Y no quiero enviar patrullas demasiado al norte, por temor a que caigan en emboscadas. Por tanto, propongo que se deje crecer al monstruo y que crea que somos incapaces de destruirlo. Engrasar su vanidad nos ahorrará numerosas pérdidas. Finalmente, cuando las tropas del Anunciador salgan de su cubil, seguras de conquistar Siquem, me enfrentaré con ellas en campo abierto.

—¿No es demasiado aventurada esa estrategia? —se preocupó Khnum-Hotep.

—Me parece la más adecuada al terreno y a las circunstancias.

Antes de regresar a Menfis, el rey debía cumplir con una penosa tarea.

Al caer la noche se reunió con Isis, que paseaba con
Viento del Norte
por el lindero del desierto.

—¿Es el asno de Iker?

—Él me lo confió. Lograr que lo admitieran en el territorio sagrado de Osiris no parecía fácil, pero
Viento del Norte
respeta la regla de Abydos.

—Tengo una terrible noticia que darle.

El asno y la muchacha se inmovilizaron.
Viento del Norte
levantó los ojos hacia el gigante.

—Iker ha sido asesinado por unos terroristas cananeos.

La sacerdotisa tuvo la sensación de que un viento gélido la envolvía. De pronto, el porvenir le pareció carente de sentido, como si la ausencia del joven escriba le arrebatara su propia existencia.

La oreja izquierda del cuadrúpedo se levantó, firme y rígida.

—Mirad, majestad: no es eso lo que piensa
Viento del Norte
.

—El general Nesmontu identificó el cuerpo.

La oreja izquierda del cuadrúpedo permaneció tensa.

—La realidad es atroz, Isis, pero hay que aceptarla.

—¿Podemos desdeñar la opinión de Viento del Norte? Lo creo capaz de saber si su dueño está muerto o vivo.

—¿Y qué opinas tú, Isis?

La muchacha contempló el sol poniente que cubría de oro y de rojo occidente. Luego cerró los ojos y revivió el intenso momento en el que el hijo real le había declarado su amor.

—Iker sigue vivo, majestad.

11

Durante tres días y tres noches, el clan avanzó a marchas forzadas, sin permitirse más que unos breves altos. Atravesó un bosque, una estepa, una zona desértica, y flanqueó luego un uadi antes de dirigirse hacia un lago.
Sanguíneo
chapoteó en él y sólo Iker lo imitó. Los cananeos temían que un genio maligno que brotara del fondo de las aguas acabara con su vida. Luego llegó la hora de regresar a la cotidianidad: el escriba tuvo que transformarse de nuevo en panadero y en cocinero, bajo el yugo de sus torturadores.

En Egipto, todo el mundo le creía muerto. Todo el mundo salvo
Viento del Norte
, su único confidente, de eso estaba seguro. El animal vivía junto a Isis y, forzosamente, se comunicaba con ella, por lo que la muchacha debía de dudar de la desaparición de Iker. El hijo real se aferraba a esa mínima esperanza con todas sus fuerzas. ¿Quién iba a encontrarlo, tan lejos de Siquem, en un paraje perdido por donde no se aventuraba ninguna patrulla egipcia?

Algunos cananeos habrían azotado de buena gana al egipcio para entretenerse, pero los colmillos del perrazo los disuadieron. La actitud del perro divertía y tranquilizaba al jefe, pues el prisionero no podía estar mejor vigilado.

El éxodo prosiguió hacia el norte. Pero un día los rostros se endurecieron, no brotó ya broma alguna y dejaron de burlarse del esclavo.
Sanguíneo
gruñó mostrando los colmillos.

—¡Allí, jefe, una nube de polvo! —gritó el hombre que iba en cabeza.

—Merodeadores de las arenas, sin duda.

—¿Combatimos, entonces?

—Depende. Preparémonos para lo peor.

A veces, las tribus discutían y lograban entenderse. Pero, por lo general, al término de violentas discusiones se iniciaba la reyerta.

Esta vez ni siquiera hubo preliminares. Armada con hondas, mazas y palos, la pandilla de beduinos hambrientos se lanzó al asalto de los intrusos.

Puesto que no carecía de valor, el jefe enfrentó la pelea, mientras algunos de sus hombres emprendían la huida. ¡ Regresad —aulló Iker—, y luchad!

La mayoría obedecieron aquella inesperada orden. Los demás fueron víctima de los cortantes sílex lanzados por las hondas adversarias.

—Toma esto —dijo el jefe a Iker tendiéndole un bastón arrojadizo.

El hijo real apuntó al cabecilla, un furibundo que alentaba sus camaradas gritando como una bestia salvaje.

No falló.

I ras haber creído en un fácil triunfo, los merodeadores de las arenas vivieron momentos de vacilación, que fueron aprovechados en seguida por los cananeos; el combate se inclinó a su favor. Manejando un pesado garrote, Iker derribó a un tipo furioso que estaba cubierto de sangre.

La paliza fue espantosa. Embriagados por la violencia, los vencedores no dieron cuartel.

—¡Nuestro jefe! ¡Nuestro jefe ha muerto! —exclamó un cananeo.

Con la frente hundida, el guerrero yacía entre dos beduinos. Su perro le lamía dulcemente la mejilla.

—Larguémonos —sugirió el decano del clan—. Sin duda hay otros bandoleros merodeando por aquí.

—¡Primero hay que enterrarlo! —protestó Iker.

—No hay tiempo. Tú has luchado bien. Te llevaremos con nosotros.

—¿Adonde pensáis ir?

—Nos reuniremos con la tribu de Amu y nos colocaremos bajo su protección.

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