—Mis peores temores se confirman —deploró Sobek el Protector, trastornado—: la organización durmiente de Menfis ha despertado. Adulterando los aceites de iluminación y de cocina, ha provocado numerosas muertes y una serie de incendios. Los daños son considerables.
—Y el horror no se detiene ahí —prosiguió el visir con la voz quebrada—. Varias mujeres encintas han sido envenenadas por el aceite adulterado que contenían unos frascos de preñez. A pesar de la intervención del doctor Gua y de sus colegas, ninguna se ha salvado.
—Quieren destruir Egipto —consideró Sobek—. ¡Matan a nuestros escribas, a nuestros ritualistas, a nuestras élites e, incluso, a nuestros futuros hijos!
—Tratad de restablecer la calma y encargaos de los enfermos y de los heridos —ordenó el monarca—. Que Medes me dé en seguida noticias de Abydos.
El secretario de la Casa del Rey movilizó a la totalidad de sus funcionarios para redactar apaciguadores mensajes dirigidos a las provincias del Norte y del Sur, y hacérselos llegar urgentemente. Mientras se alegraba del éxito del Anunciador, demostró su eficacia al servicio del faraón.
Ciertamente, muchos inocentes habían perdido la vida, pero aquella inocencia no contaba para Medes. A él sólo le importaba la toma del poder y, en ese sinuoso camino, sus aliados estaban obligados a golpear con fuerza.
Cuando mandaba una embarcación rápida a Abydos para obtener informes seguros, Medes fue avisado de la llegada de una sacerdotisa procedente de la ciudad sagrada de Osiris.
Corrió hacia el puerto.
Era Isis, acompañada por
Viento del Norte
.
—¿Vuestra visita es protocolaria o…?
—Llevadme a palacio, os lo ruego.
—¿Ha sucedido algo en Abydos?
—Debo ver de inmediato a su majestad.
Observando las estrictas consignas de prudencia, Medes evitaba cualquier contacto con el libanés desde el comienzo de las operaciones terroristas, por lo que ignoraba la suerte del centro espiritual del país.
Al ver el grave rostro de Isis, supuso que el lugar no debía de haberse salvado.
—Hemos evitado un desastre, majestad. Sin la vigilancia del comandante nombrado por Sobek, algunos productos envenenados se habrían distribuido entre los residentes en Abydos, y en ese caso hubiéramos tenido que deplorar muchas víctimas.
—¿No fue determinante tu peritaje?
—Tuve suerte y el Calvo confirmó mis análisis. Menfis… ¿Se ha visto afectada Menfis?
Aunque la voz del soberano no vacilara en absoluto y su mirada siguiera firme, la joven percibió su profundo sufrimiento. Tanto el hombre como el rey estaban gravemente afectados, pero ninguna prueba le impediría proseguir la lucha.
—La capital no ha escapado de la abominable agresión. Muchos menfitas han muerto.
—Sólo el demonio de las tinieblas que intenta matar la acacia de Osiris puede ser el autor de semejantes abominaciones —aseguró Isis.
—El Anunciador… Sí, sin duda alguna. Acaba de probarnos la magnitud de sus poderes. Y no se detendrá ahí.
—¿Realmente es imposible identificarlo y localizarlo?
—A pesar de nuestras investigaciones, sigue siendo inaprensible. Esperaba que Iker consiguiera descubrir una pista.
—¿Ha enviado otro mensaje?
—No, Isis.
—Y, sin embargo, majestad, ¡vive!
—Quédate unos días en Menfis. Las sacerdotisas del templo de Hator tendrán que curar a los quemados, tu saber les será útil.
El gran tesorero Senankh y el Portador del sello real Sehotep desplegaban todos los medios materiales de que disponían para ayudar a las víctimas, restaurar los templos y reconstruir rápidamente despachos y edificios destruidos por las llamas.
Sobek, por su parte, hacía que interrogaran a los escasos testigos que habían visto a quienes entregaban los productos mortíferos. El conjunto de respuestas convergían: aquellos individuos les eran desconocidos. O residían en otros barrios de la ciudad o llegaban del exterior. Y, en ese caso, habían gozado del apoyo de cómplices que conocían bien la capital.
Cómplices tan inaprensibles como su jefe.
Por desgracia, las descripciones recogidas eran vagas y contradictorias. ¿Por qué prestar una especial atención a unos proveedores amables, discretos y apresurados? No había ni el menor hilo del que tirar.
Ni el menor sospechoso.
Sobek tenía ganas de aullar su cólera y de golpear al primer sospechoso que llegara, tanto lo desesperaba su impotencia. Soñaba con meter en la cárcel a los chicos malos de la capital y darles de garrotazos hasta obtener alguna información interesante. Pero la ley de Maat prohibía la tortura, y el faraón no le perdonaría semejante desviación.
¿Por qué tan doloroso fracaso? Sólo había una explicación posible: el adversario había identificado a todos sus informadores. La organización terrorista empleaba a veteranos militantes, perfectamente integrados en la población, que obedecían a su jefe con increíble disciplina. ¡Ni un traidor, ni un charlatán, ni un vendido! En caso de falta, la sanción debía de ser tan espantosa que cada uno de los miembros de la cohorte de las tinieblas desempeñaba su papel adhiriéndose, sin reservas, a las directrices del guía supremo.
Enojado, Sobek sabría mostrarse paciente.
Un día u otro, la organización terrorista cometería un error, por mínimo que fuera, y él lo explotaría a fondo.
Entretanto, hacía controlar los aceites y los productos medicinales. La serenidad volvería a reinar en aquel frente, pero ¿cómo adivinar la naturaleza del próximo ataque?
—Jefe, el rumor no deja de crecer: al parecer, el rey ha tomado aceite envenenado y ha muerto —le comunicó uno de sus tenientes—. Aquí y allá se forman ya grupos, y podemos temer algunos tumultos.
Sobek corrió a palacio para informar al monarca.
Sesostris llamó de inmediato a su chambelán y al guardián de las coronas.
Ante los ojos pasmados de los curiosos, la silla de manos del faraón recorría los barrios de la capital. Tocado con la doble corona, vistiendo un gran taparrabos decorado con un grifo que vencía a sus enemigos, y con el pecho cubierto por un ancho collar de oro que evocaba la Enéada creadora, Sesostris sujetaba el cetro «Potencia» y el cetro «Magia», que le permitía reducir la multiplicidad a la unicidad. Su rostro, tan inmóvil como el de una estatua, tranquilizaba.
El rey no había muerto, y aquella aparición demostraba su total decisión de restablecer el orden. Unas aclamaciones brotaron de la multitud, y el propio Sobek se sintió serenado: la horrible victoria del Anunciador sería efímera.
Cuando Sesostris regresó, indemne, a su palacio, tras haber devuelto la esperanza a su pueblo, el policía reconoció la pertinencia del enorme riesgo corrido.
Uno de los tenientes le habló en voz baja.
—Jefe, os vais a poner muy contento.
—¿Hay alguna pista?
—¡Mucho mejor que eso!
—¿Acaso has detenido a un sospechoso?
—Os llevaréis una sorpresa.
Iker estaba irreconocible. Tan mal afeitado como un habitante de las ciénagas, sucio, y con un polvoriento taparrabos, habría horrorizado a cualquier dignatario de la corte.
Su regreso a Egipto no se correspondía con sus esperanzas. Desde la fortaleza principal de los Muros del Rey, una patrulla lo había llevado a Menfis y, sin someterlo a interrogatorio, había sido arrojado a una celda en la prisión del arrabal norte. Indiferente a sus protestas, el guardián se negaba a dirigirle la palabra y se limitaba a llevarle, una vez al día, tortas frías y agua.
¿Quién ordenaba que lo mantuvieran incomunicado?
Iker comenzaba a hacer planes de evasión cuando la puerta de madera se abrió de pronto.
En el umbral apareció Sobek el Protector.
—¿De modo que afirmas ser el hijo real?
El escriba se incorporó.
—Aunque no esté muy presentable, debes de reconocerme de todos modos.
El jefe de todas las policías del reino dio algunas vueltas alrededor del prisionero.
—Francamente, no. Aquí encarcelamos a los desertores, a quienes intentan escapar del trabajo forzado y a los extranjeros en situación irregular. ¿A qué categoría perteneces tú?
—Soy el hijo real Iker y lo sabes muy bien.
—Conocí a ese joven en la corte, y no te le pareces. El infeliz murió en alguna parte de la región sirio-palestina.
—¿Nadie recibió mi mensaje?
—Una falsificación, evidentemente. O tal vez una trampa para atraer a nuestro ejército hacia una emboscada.
—Deja ya esa comedia, Sobek, y llévame ante su majestad. Tengo informaciones muy importantes que comunicarle con toda urgencia.
—Las divagaciones de un rebelde no divertirán a nuestro soberano. En vez de gastar saliva profiriendo mentiras, dime por qué la emprendiste con los Muros del Rey.
—¡No seas ridículo! Conseguí sobrevivir escapando de los sirios y los cananeos, y quiero facilitar a mi padre los resultados de mi misión.
Con una irónica sonrisa en los labios, Sobek se cruzó de brazos.
—Ni el más valeroso de los héroes habría regresado de aquel infierno; sólo hay dos posibilidades: o eres un terrorista que intenta hacerse pasar por el hijo real Iker para asesinar al faraón o eres realmente Iker, es decir, un traidor con las mismas intenciones. Debes elegir tu identidad antes de ser condenado a trabajos forzados hasta el final de tus días.
Y el Protector salió de la celda dando un portazo.
Tras haber curado a numerosos heridos, la mayoría de los cuales sobrevivirían a sus heridas, Isis se disponía a subir al barco con destino a Abydos cuando
Viento del Norte
soltó una serie de desgarradores rebuznos. Inmóvil, se negó a cruzar la pasarela.
Isis lo acarició.
—¿Estás enfermo?
«No», respondió el asno levantando la oreja izquierda.
—Tenemos que marcharnos,
Viento del Norte
.
«No», insistió el cuadrúpedo.
—¿Qué quieres?
Viento del Norte
dio media vuelta y tomó la dirección de palacio. Isis apresuró el paso por miedo a perderlo. Cerca de los edificios oficiales, el animal venteó largo rato la atmósfera. Luego se lanzó al galope, obligando a los viandantes a apartarse.
La sacerdotisa fue incapaz de seguirlo.
—¿Problemas? —preguntó Sekari, que asumía discretamente la seguridad de la muchacha.
—
Viento del Norte
se niega a regresar a Abydos. Es la primera vez que se comporta de un modo tan extraño.
—¿Le habéis preguntado por qué?
—No he tenido tiempo.
—A mí se me ocurre algo.
Gracias a los testimonios de los paseantes, Sekari encontró el rastro del asno.
—¿No hay ninguna pista aún, Sobek?
—Si tuviera una, Sekari, su majestad sería informado prioritariamente. ¿Y por tu parte?
—Al parecer, un bandido cananeo acaba de ser encarcelado en la prisión del arrabal norte. Me gustaría interrogarlo.
—¿Por qué razón?
—Por mi propia investigación.
—Lo siento, el bribón está incomunicado. Sólo el visir podría haberte autorizado a verlo. No estoy seguro de que esté en condiciones de intervenir.
—¿Qué le sucede a Khnum-Hotep?
—Lleva, pues, a cabo tu propia investigación —dijo, ignorando su pregunta.
Sekari acudió de inmediato a palacio, donde encontró a Sehotep, visiblemente nervioso.
—El rey ha convocado al visir —reveló.
—¿Sabes por qué?
—Por el rostro descompuesto de Khnum-Hotep, imagino que hay graves problemas.
Frente a su visir, Sesostris leyó en voz alta el informe del comandante del puesto de Abydos que Sobek el Protector había transmitido al monarca.
—¡Los sellos de mi administración utilizados por un asesino! Nada más abyecto podía afectarme, majestad. Naturalmente, os presento de inmediato mi dimisión. Antes de retirarme a mi provincia natal, si me concedéis ese postrer privilegio, permitidme que os haga una pregunta: ¿habéis considerado, por un solo instante, mi culpabilidad?
—No, Khnum-Hotep. Y seguirás en tu puesto durante este tormentoso período durante el que todos los servidores de Maat deben pensar sólo en la supervivencia del país.
Conmovido, y aparentando por primera vez su verdadera edad, el viejo visir fue tan sensible a esta muestra de confianza que se juró no ahorrar ni una sola onza de sus fuerzas y cumplir del mejor modo su función.
—Soy culpable de negligencia —reconoció—, pues esos sellos eran demasiado fáciles de imitar y de usar. En adelante, yo seré el único que los utilice. Ni mis más próximos colaboradores tendrán ya acceso a ellos.
—¿Es difícil, o imposible, identificar al ladrón?
—Por desgracia, sí, majestad. Ha sido necesario que ocurriera este desastre para que yo sea consciente de un laxismo del que me considero único responsable.
—Remachar los errores pasados no te llevará a ninguna parte. Impide que el adversario explote de nuevo tus debilidades y haz que la administración visiral sea ejemplar.
—Contad conmigo, majestad.
Sekari encontró a Khnum-Hotep envejecido y preocupado, pero no se anduvo por las ramas.
—Necesito una autorización.
—¿De qué tipo?
—Deseo entrevistarme con un prisionero.
—Sobek te la entregará.
—Se niega.
—¿Por qué razones?
—La identidad del prisionero debe seguir en secreto.
—¿Y si te explicaras, Sekari?
—Me explicaré cuando haya interrogado al hombre.
—Tozudo como eres, no renunciarás antes de haber obtenido esa autorización.
—En efecto.
Sekari, con el valioso documento en la mano, corrió hasta la prisión ante la que se había echado
Viento del Norte
. Nadie había podido lograr que se moviera de allí. Y si se comportaba así, Iker no debía de andar lejos.
Los miembros de la Casa del Rey habían escuchado atentamente el informe detallado de Sobek el Protector, que no eludía ninguno de los aspectos de la tragedia. Gracias a los equipos de Sehotep, las heridas de los edificios pronto curarían, pero no las de los humanos. Dado el imponente número de policías y soldados desplegados por toda la ciudad, los temores comenzaban, sin embargo, a desvanecerse, tanto más cuando centenares de escribas controlaban cada producto que los ciudadanos utilizaban.
—Conocemos el modo de actuar de los terroristas —precisó Sobek—. Tras haber asesinado a varios proveedores, ocuparon su lugar. Los clientes no desconfiaron.