—Dado el papel que Isis tendrá que desempeñar, su formación debe ser excepcional —confirmó el rey.
—¿Como la de Iker? —sugirió Sehotep.
—Lo oriento a él como mi padre espiritual me orientó a mí.
Cuando la pareja real hubo derramado agua y leche al pie de la acacia, el Calvo la incensó mientras Isis manejaba los sistros. Había adquirido tanta maestría con los instrumentos que conseguía extraer de ellos una increíble cantidad de sones.
—Los archivos de la Casa de Vida me han revelado una información que tal vez sea esencial —reveló la sacerdotisa al finalizar el ritual—. El oro resulta indispensable para la alquimia osiriaca, pues la carne del resucitado se forma con metal puro, síntesis de los demás elementos. En él, la luz se solidifica y refleja el aspecto inmaterial de las potencias divinas. Su fulgor se convierte en el de Maat.
El rey, la reina y el Calvo sabían todo aquello desde hacía mucho tiempo, pero era bueno que Isis lo aprendiera por sí misma. La joven seguía el sendero que la conduciría, antes o después, a un descubrimiento fundamental.
—Según los antiguos textos —prosiguió—, el faraón es el prospector, el orfebre capaz de trabajar el oro para que su fulgor ilumine a los dioses y los humanos, y mantenga la armonía entre el cielo y la tierra. El relato de un explorador del tiempo de las grandes pirámides da esta indicación: los propios dioses habrían enterrado su mayor tesoro en las lejanas tierras del sur, en Nubia. ¿Qué podría ser esa maravilla que contiene su energía salvo el oro destinado a Osiris?
—Sin él, es imposible restaurar los objetos que sirven para la celebración de los misterios —recordó el Calvo—. Privados de eficacia, se volverían inertes. Y no hablo ya del gran secreto con respecto al que mis labios deben permanecer mudos.
«Nubia, región salvaje, mal controlada, preñada de peligros visibles e invisibles», pensó Sesostris. Nubia, donde habían matado al general Sepi, cuyo asesino seguía impune. Sí, Isis estaba en lo cierto. Allí se ocultaba el oro de los dioses. En esos tiempos turbulentos, organizar una expedición de envergadura no parecía cosa fácil.
—¿Alguna precisión? —preguntó a la sacerdotisa.
—Por desgracia, no. Sigo buscando.
El faraón se disponía a abandonar Abydos cuando Sobek el Protector le entregó un mensaje urgente llegado de Elefantina. El texto era del ex jefe de provincia Sarenput, actual alcalde de la gran ciudad comercial, en la frontera entre Egipto propiamente dicho y Nubia.
—No regreso a Menfis —declaró el monarca tras haber leído la misiva—. Reúne de inmediato a los miembros de la Casa del Rey.
La reunión se celebró en el patio principal del templo de Sesostris, lejos de ojos y oídos indiscretos. Las decisiones que debían tomarse estarían preñadas de consecuencias.
—¿Puede considerarse a Sarenput un servidor fiel? —preguntó el rey.
—Su gestión no tiene defecto alguno —indicó Senankh—, y nunca he advertido abuso de poder ni deshonestidad por su parte. Vuestros decretos se aplican rigurosamente.
—Por mi lado, no hay reproche alguno —apoyó Sehotep—. Hombre fuerte y rudo, Sarenput no desdeña los placeres de la existencia, pero hoy se contenta con su alta función.
—Nada que añadir —afirmó el visir.
—Yo me muestro más reservado —intervino Sobek—, pues no olvido su pasado. Si fuera necesario sacudirle un poco, interviniendo de modo imperativo en Elefantina, tal vez no reaccionara con entusiasmo.
El general Nesmontu asintió.
—Si la carta de Sarenput relata hechos exactos —prosiguió el faraón—, tal vez conozcamos el emplazamiento del nuevo frente que el Anunciador quiere abrir.
El viejo militar gruñó de satisfacción.
—El ejército será rápidamente operativo, majestad.
—Según un informe del comandante del fuerte de Buhen, construido por el primer Sesostris para señalar el límite extremo de Egipto y contener a las tribus guerreras, una de ellas acaba de ser diezmada en el vientre de piedra.
—¡El vientre de piedra, un verdadero infierno! —exclamó Sobek.
—Nuestra guarnición está aterrorizada. Se habla de monstruos que acabarían con cualquier ser vivo, y algunos afirman haber visto una terrorífica leona de un tamaño sobrenatural, a la que ni siquiera un ejército de cazadores conseguiría abatir.
—Veo en ello la marca del Anunciador —dijo Sehotep— En otras circunstancias sería tentador pensar en un simple incidente local; en cambio, hoy, resultaría de una ingenuidad culpable.
—Nubia no es un país ordinario —subrayó Senankh— Vuestros predecesores, majestad, vivieron las peores dificultades al imponer una apariencia de pacificación, muy lejos de una amistad real.
—Cuento con cierto número de arqueros nubios entre mis soldados —recordó Nesmontu—. Son hábiles, valerosos y disciplinados. Si reciben la orden de combatir contra sus hermanos de raza, lo harán. Han elegido vivir en Egipto, no en Nubia.
—Sus cualidades guerreras no me tranquilizan —señaló Sehotep— Cananeos y sirios huyen de buena gana ante el adversario, los nubios se defienden encarnizadamente. Y temo a sus brujos, cuya reputación asusta a la mayoría de nuestros hombres.
—Me pondré a la cabeza de la expedición —declaró Sesostris.
Khnum-Hotep se sobresaltó.
—Majestad, ¿acaso no buscará el Anunciador atraeros hacia una trampa?
—La confrontación directa parece inevitable. Y no olvidemos la búsqueda del oro de los dioses. Isis tiene razón: se encuentra en Nubia. El general Sepi dio su vida por él, su ofrenda no será en vano.
El faraón había tomado su decisión, por lo que cualquier discusión resultaba inútil. A pesar de los enormes riesgos, ¿había otro camino?
—Visir Khnum-Hotep, te encargo que administres el país durante mi ausencia. Consultarás todas las mañanas con la gran esposa real, en compañía de Senankh. Ella gobernará en mi nombre. Si no regreso de Nubia, ocupará el trono de los vivos. Tú, Sehotep, me acompañarás. Nesmontu, tú reunirás tus regimientos en Elefantina.
—Desguarnecemos, pues, las provincias —advirtió el general.
—Correré ese riesgo. Tú, Sobek, regresarás a Menfis.
El jefe de la policía se rebeló:
—Majestad, vuestra protección…
—Mi guardia personal se encargará de ella. Preveamos lo peor: Nubia es una trampa, Menfis sigue siendo, pues, el objetivo principal. Debes poner toda tu atención en la capital. Y si la batalla decisiva tiene lugar en el gran sur, la organización del Anunciador tal vez se muestre menos desconfiada. Un solo error por su parte, y podrás tirar del hilo.
Los argumentos del rey eran irrefutables. Sin embargo, ante la idea de verse alejado así del monarca, el Protector sintió pesadumbre y tristeza.
—Ordenarás al hijo real Iker que se reúna conmigo en Edfú —añadió Sesostris.
—¿Iker a vuestro lado? Majestad, creo que…
—Ya sé lo que crees, Sobek. Pero sigues equivocándote. Durante nuestra campaña nubia, Iker llevará a cabo actos que te convencerán, por fin, de su absoluta lealtad hacia mí.
En el templo de Edfú
(4)
reinaba, desde el alba de la civilización, el halcón sagrado, encarnación del dios Horus, protector de la institución faraónica. Sus alas tenían la medida del universo, su mirada penetraba en el secreto del sol. Y cuando se posaba en la nuca del rey, le insuflaba una visión nutrida por el más allá. Un sacerdote recibió a Isis en el embarcadero y la condujo hasta una forja instalada no lejos del santuario. En presencia del faraón, dos artesanos modelaban una estatua del dios Ptah, con la cabeza cubierta por un casquete azul y el cuerpo ceñido por un sudario blanco del que brotaban los brazos, que sujetaban varios cetros, símbolos de la vida, del poder y de la estabilidad.
—Contempla la obra de Ptah, señor de los artesanos, vinculada a la de Sokaris, el señor de los espacios subterráneos. Ptah crea con el pensamiento y el verbo. Nombra las divinidades, los humanos y los animales. La Enéada se encarna en sus dientes y sus labios, que hacen real lo que su corazón concibe. Tot formula por medio de su lengua. Sus pies tocan la tierra; su cabeza, el lejano cielo. Elige la obra realizada utilizando su propio poder. El nombre de Sokaris procede de la raíz
seker
. Significa «batir el metal», pero se refiere también al transporte del cuerpo de resurrección a través del mundo de abajo. Cuando limpias ritualmente la boca,
seker
, abres tu conciencia a Sokaris. Y cuando Osiris le habla al iniciado en el seno de las tinieblas, emplea esta misma expresión cuyo sentido es, entonces, «ven hacia mí». La creencia y la compasión no te llevarán a Osiris. Los buenos guías son el conocimiento y la obra alquímica. En vísperas de combatir con los brujos nubios, solicito a Ptah que modele mi lanza, y a Sokaris, mi espada. Contempla cómo salen del fuego.
El primer herrero hizo nacer una lanza tan larga y pesada que sólo Sesostris sería capaz de manejarla. Y el segundo, una espada cuyo llamear obligó a la sacerdotisa a cubrirse los ojos.
El faraón tomó las armas, ardientes aún.
—La guerra contra el mal excluye cualquier muestra de cobardía y cualquier evasiva. Partimos hacia Elefantina.
El Anunciador se alimentaba de la formidable energía del vientre de piedra. Se convertía en cada remolino, cada furioso asalto de los rápidos contra la roca. Sentada a sus pies, silenciosa, Bina contemplaba el impresionante espectáculo con la mirada vacía.
A veces, según el viento, se percibían retazos de la justa oratoria a la que se entregaban los magos nubios.
Finalmente, tras largas horas de intensas discusiones, el anciano de pelo blanco apareció de nuevo.
—No hemos decidido ayudarte, sino expulsarte de nuestro territorio —le dijo al Anunciador, que no manifestó sorpresa ni indignación.
—Pero no todos erais de la misma opinión, al parecer.
—El más hábil de todos nosotros, Techai, ha votado incluso en tu favor. Prevalece la mayoría, y lo ha aceptado.
—¿No ha sido decisivo tu voto?
El anciano pareció irritado.
—He ejercido mi privilegio de decano y no lo lamento.
—Cometes un grave error, reconócelo. Convence a tus amigos de que cambien de opinión y me mostraré indulgente.
—Es inútil que insistas: abandona de inmediato Nubia.
El Anunciador dio la espalda al anciano.
—El vientre de piedra es mi aliado.
—Si te obstinas, morirás.
—Si te atreves a meterte conmigo y con mis fieles, me veré obligado a castigaros.
—Nuestra magia dominará a la tuya. Si te empecinas, intervendremos esta misma noche.
Golpeando el suelo con su bastón, el anciano se reunió con los suyos.
—¿Deseáis que os libre de ese hatajo de negritos? —preguntó Jeta-de-través.
—Necesito parte de ellos.
—¿Realmente son temibles? —quiso saber Shab
el Retorcido
.
—Seguid escrupulosamente mis instrucciones y no os alcanzarán. Durante tres días y tres noches, los nubios ocultarán los ojos del cosmos, el sol y la luna. En vez de su fulgor habitual, nos mandarán ondas mortales. Cubríos con túnicas de lana. Si la menor parcela de carne queda expuesta, os devorará el fuego. El crepitar del incendio os aterrorizará y creeréis abrasaros en una hoguera. No intentéis mirar ni huir. Simplemente, permaneced inmóviles hasta que vuelva la calma.
—¿Y vos, señor? —se inquietó Shab.
—Yo seguiré escrutando el vientre de piedra.
—¿Estáis seguro de que no tenemos nada que temer de esos nubios?
La mirada del Anunciador se endureció.
—Yo se lo enseñé todo. Antes de que se aflojaran y se comportaran como cobardes, yo estaba aquí. Cuando mis ejércitos caigan sobre el mundo, mañana, pasado mañana, dentro de algunos siglos, yo seguiré aquí.
Ni siquiera Jeta-de-través jugó a hacerse el bravucón y respetó las instrucciones al pie de la letra. El Anunciador en persona protegió a Bina con dos túnicas sólidamente atadas con cinturones.
En cuanto cayó la noche, los nubios iniciaron su ofensiva.
Brotando del promontorio donde se encontraba el Anunciador, una llama lo envolvió antes de propagarse a gran velocidad. Su crepitar cubrió el estruendo de la catarata. Los cuerpos de los fieles desaparecieron en el incendio, y la roca enrojeció. Negras nubes cubrieron la naciente luna.
El suplicio continuó durante tres días y tres noches.
Uno solo de los adeptos, al perder la esperanza, se libró de la ropa y corrió. Pero una lengua de fuego se enrolló en sus piernas, que se abrasaron en pocos segundos. Luego su torso y su rostro quedaron reducidos a cenizas.
Finalmente brilló de nuevo el sol. El Anunciador desanudó los cinturones y liberó a Bina.
—Hemos triunfado —proclamó—. Levantaos.
Agotados, huraños, los discípulos sólo tuvieron ojos para su maestro.
Tenía el rostro calmo y descansado, como si saliera de un sueño reparador.
—Castiguemos a esos imprudentes —decidió—. No os mováis de aquí.
—¿Y si los negritos atacan? —preguntó Jeta-de-través, impaciente por montar una buena.
—Voy a buscarlos.
El Anunciador llevó a Bina tras una enorme roca batida por las aguas, al abrigo de las miradas.
—Desnúdate.
En cuanto estuvo desnuda, él le acarició la espalda, que se tornó del color de la sangre. Su rostro se convirtió en el de una leona con los ojos llenos de llamas.
—Tú, la Terrorífica, castiga a esos infieles.
Un rugido petrificó a todos los seres que vivían en un ancho perímetro, hasta el fuerte de Buhen. La fiera corrió.
El primero en morir fue el anciano de pelo blanco. Incrédulo ante el fracaso de los mejores brujos de Nubia, los exhortaba a repetir la ocultación de las luminarias cuando la leona lo hizo callar aplastándole el cráneo con las mandíbulas. Algunos audaces intentaron pronunciar palabras de conjuro, pero la exterminadora no les dio tiempo a formularlas. Destrozó, desgarró y pisoteó.
Sólo cinco nubios escaparon de sus zarpas y sus colmillos.
Cuando el Anunciador le mostró la reina de las turquesas, la leona se calmó. Poco a poco, volvió a aparecer una magnífica y joven mujer morena, de cuerpo ágil y delicado, que el Anunciador se apresuró a cubrir con una túnica.
—Adelántate, Techai, y prostérnate ante mí.
Alto, flaco y con el cuerpo lleno de tatuajes, el brujo obedeció.