El camino de los reyes (156 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Eso hizo palidecer a los hombres del puente.

—Además —añadió Kaladin—, si de algún modo consiguiéramos salvar a algunos de esos hombres, hablarían, y Sadeas sabría que vivimos todavía. Nos daría caza y nos mataría. Al regresar, perderíamos nuestra posibilidad de ser libres.

Los otros asintieron. Todos se habían congregado, cargando con las armas. Era hora de irse. Kaladin trató de contener la sensación de desesperación que lo embargaba. Este Dalinar Kholin era probablemente como los demás. Como Roshone, como Sadeas, como cualquier otro ojos claros. Fingía virtud, pero por dentro estaba corrompido.

«Pero tenía a miles de soldados ojos oscuros con él —pensó—. Hombres que no merecen este terrible destino. Hombres como mi antiguo grupo de lanceros.»

—No les debemos nada —susurró. Le pareció ver el estandarte de Dalinar Kholin ondeando azul al frente de su ejército—. Tú los metiste en esto, Kholin. No dejaré que mis hombres mueran por ti. —Le dio la espalda a la Torre.

Syl seguía de pie a su lado, mirando al este. Ver la desesperación de su rostro hizo pedazos su alma.

—¿Los vientospren se sienten atraídos por el viento —preguntó en voz baja—, o lo crean?

—No lo sé —respondió Kaladin—. ¿Importa?

—Tal vez no. Verás, he recordado qué clase de spren soy.

—¿Es este el momento para eso?

—Una cosa, Kaladin —dijo ella, volviéndose y mirándolo a los ojos—. Soy un honorspren. Espíritu de juramentos. De promesas. Y de nobleza.

Kaladin podía oír levemente los sonidos de la batalla. ¿O era solo su mente, buscando algo que sabía que estaba allí? ¿Podía oír a los hombres morir?

¿Podía ver a los soldados escapar, dispersarse, dejar solo a su caudillo?

Todos los demás huían. Kaladin se arrodilló junto al cadáver de Dallet.

Un estandarte verde y burdeos, ondeando solo en el campo.

—¡He estado aquí antes! —gritó Kaladin, volviéndose hacia el estandarte azul. Dalinar siempre combatía al frente—. ¿Qué pasó la última vez? ¡He aprendido! ¡No volveré a ser un idiota!

Aquello parecía aplastarlo. La traición de Sadeas, su cansancio, las muertes de tantos. Estuvo allí de nuevo un momento, arrodillado en el cuartel general móvil de Amaram, viendo la muerte de los últimos de sus amigos, demasiado débil y herido para salvarlos.

Se llevó una mano temblorosa a la cabeza, palpó la marca, húmeda de sudor.

—No te debo nada, Kholin.

Y la voz de su padre pareció susurrar una respuesta. «Alguien tiene que empezar, hijo. Alguien tiene que dar un paso adelante y hacer lo que hay que hacer, porque es lo justo. Si nadie lo hace, los demás no pueden seguir.»

Dalinar había venido a ayudar a los hombres de Kaladin, atacó a aquellos arqueros y salvó al Puente Cuatro.

«A los ojos claros no les preocupa la vida —había dicho Lirin—. Por eso debo hacerlo yo. Debemos hacerlo nosotros.»

«Debes hacerlo tú…»

Vida antes que muerte.

«He fallado tantas veces. Me han derribado al suelo y me han pisado.»

Fuerza antes que debilidad.

«Esto sería la muerte si condujera a mis amigos a…»

Viaje antes que destino.

«La muerte, y lo que es justo.»

—Tenemos que regresar —dijo Kaladin en voz baja—. Tormentas, tenemos que regresar.

Se volvió hacia los hombres del Puente Cuatro. Uno a uno, asintieron. Hombres que habían sido los despojos del ejército apenas unos meses antes, hombres que solo se preocupaban por su propia piel, inspiraron profundamente, hicieron a un lado cualquier idea sobre su seguridad y asintieron. Lo seguirían.

Kaladin alzó la cabeza y tomó aire. La luz tormentosa fluyó hacia él como una ola, como si hubiera alzado los labios a una alta tormenta y la hubiera atraído hacia sí.

—¡Alzad el puente! —ordenó.

Los miembros del Puente Cuatro vitorearon mostrando su acuerdo, aferraron el puente y lo alzaron. Kaladin cogió un escudo y se lo ajustó a la mano.

Entonces se volvió y lo alzó. Con un grito, condujo a sus hombres a la carga, de vuelta hacia aquel abandonado estandarte azul.

La armadura de Dalinar filtraba luz tormentosa por docenas de pequeñas roturas: no había perdido ninguna pieza importante. La luz se alzaba sobre él como vapor sobre un caldero, perezosa, difuminándose lentamente.

El sol lo golpeaba con dureza, abrasándolo mientras combatía. Se sentía muy cansado. No había pasado mucho tiempo desde la traición de Sadeas, no tal como se contaba el tiempo en la batalla. Pero Dalinar había tenido que esforzarse al máximo, en primera línea, luchando codo con codo junto a Adolin. Su armadura había perdido mucha luz tormentosa. Se volvía más pesada, y le daba menos fuerza con cada mandoble. Pronto lo afectaría, frenándolo de tal modo que los parshendi se le podrían echar encima.

Había matado a muchos. A muchísimos. Un número aterrador, y lo hacía sin la Emoción. Se sentía vacío por dentro. Mejor eso que el placer.

No había matado a los suficientes. Se concentraban en torno a Dalinar y Adolin: con los portadores de esquirlada en primera línea, cualquier brecha era pronto cerrada por un hombre de resplandeciente armadura y espada mortífera. Los parshendi tenían que abatirlos a Adolin y a él primero. Ellos lo sabían. Dalinar lo sabía. Adolin lo sabía.

Las historias hablaban de campos de batalla donde los portadores eran los últimos en pie, abatidos por sus enemigos después de largos y heroicos combates. Completamente irreales. Si matabas a un portador de esquirlada primero, podías apoderarte de su espada y volverla contra el enemigo.

Volvió a golpear, los músculos débiles por la fatiga. Morir primero. Buena posición. «No les pidas nada que no harías tú mismo…» Dalinar se tambaleó, sintiendo la armadura tan pesada como una normal.

Podía sentirse satisfecho con la manera en que había vivido la vida. Pero sus hombres…, les había fallado. Pensar en la forma en que estúpidamente los había conducido a una trampa, lo hacía sentirse enfermo.

Y luego estaba Navani.

«El momento ideal para empezar por fin a cortejarla —pensó Dalinar—. Seis años desperdiciados. Una vida desperdiciada. Y ahora ella tendrá que sufrir de nuevo.»

Esa idea le hizo alzar los brazos y clavar los pies en tierra. Combatió a los parshendi. Se esforzó. Por ella. No se permitiría caer mientras tuviera fuerzas.

Cerca, la armadura de Adolin filtraba luz también. El joven se esforzaba cada vez más para proteger a su padre. No habían discutido el intento, tal vez, de saltar los abismos y huir. Siendo los abismos tan grandes, las posibilidades eran escasas, pero, aparte de eso, no abandonarían a la muerte a sus hombres. Adolin y él habían vivido según los Códigos. Y morirían según los Códigos.

Dalinar volvió a golpear, permaneciendo junto a su hijo, luchando de esa forma por mantenerse fuera del alcance del enemigo típica de dos portadores. El sudor le corría por la cara dentro el yelmo, y dirigió una última mirada hacia el lejano ejército. Apenas era ya visible en el horizonte. La actual posición de Dalinar le permitía ver bien el oeste.

«Que ese hombre sea maldito por…»

«Por…»

«Sangre de mis padres, ¿qué es eso?»

Un pequeño contingente cruzaba la meseta occidental, corriendo hacia la Torre. Una cuadrilla solitaria, cargando su puente.

—No puede ser —dijo Dalinar, apartándose de la lucha y dejando que la Guardia de Cobalto (lo que quedaba de ella) corriera a defenderlo. Como no se fiaba de sus ojos, alzó la visera. El resto del ejército de Sadeas se había marchado, pero esta única cuadrilla permanecía. ¿Por qué?

—¡Adolin! —gritó, señalando con su espada, un arrebato de esperanza corriéndole por los miembros.

El joven se volvió, siguiendo el gesto de su padre. Se detuvo.

—¡Imposible! ¿Qué clase de trampa es esa?

—Una estupidez, si es una trampa. Ya estamos muertos.

—¿Pero por qué enviar a un puente de vuelta? ¿Con qué propósito?

—¿Importa?

Vacilaron un momento en medio de la batalla. Ambos conocían la respuesta.

—¡Formaciones de asalto! —gritó Dalinar, volviéndose hacia sus soldados. Padre Tormenta, quedaban tan pocos. Menos de la mitad de los ocho mil del principio.

—¡Formad! —ordenó Adolin—. ¡Preparaos para poneros en marcha! Vamos a abrirnos paso entre ellos. Reunid todo lo que podáis. ¡Tenemos una oportunidad!

«Muy pequeña. Tendremos que abrirnos paso por el resto del ejército parshendi», pensó Dalinar, bajándose la visera. Aunque llegaran a la base de la pendiente, probablemente encontrarían a la cuadrilla muerta y al puente lanzado al abismo. Los arqueros parshendi estaban formando ya; eran más de cien. Sería una masacre.

Pero era una esperanza. Una esperanza diminuta y preciosa. Si su ejército iba a caer, lo haría mientras intentaba aferrarse a esta esperanza.

Alzando su espada en alto, sintiendo un arrebato de fuerza y determinación, Dalinar cargó a la cabeza de sus hombres.

Por segunda vez en un mismo día, Kaladin corrió hacia una posición parshendi armada, el escudo ante él, llevando la armadura hecha con el cadáver de un enemigo caído. Tal vez tendría que sentirse asqueado por lo que había hecho para crear esta armadura. Pero no era peor que lo que los parshendi habían hecho al matar a Dunny, Mapas, y aquel hombre sin nombre que había sido amable con él su primer día en el puente. Kaladin todavía llevaba sus sandalias.

«Nosotros y ellos», pensó Kaladin. Era la única forma en que podía planteárselo un soldado. Por hoy, Dalinar Kholin y sus hombres eran parte del «nosotros».

Un grupo de parshendi los habían visto acercarse y preparaban sus arcos. Por fortuna, parecía que Dalinar había visto también a la cuadrilla de Kaladin, pues el ejército de azul empezaba a abrirse paso hacia el rescate.

No iba a salir bien. Había demasiados parshendi, y los hombres de Dalinar estarían cansados. Era otro desastre. Pero por una vez Kaladin atacó con los ojos muy abiertos.

«Es mi decisión. No un dios furioso que me vigila, no un spren que gasta bromas, no un giro aciago del destino», pensó mientras los arqueros parshendi formaban.

«Soy yo. Yo decidí seguir a Tien. Yo decidí atacar al portador de esquirlada y salvar a Amaram. Yo decidí escapar a las minas de esclavos. Yo decidí tratar de rescatar a estos hombres, aunque sé que probablemente fracasaré.»

Los parshendi dispararon sus flechas, y Kaladin se sintió jubiloso. El cansancio se evaporó, la fatiga huyó. No estaba luchando por Sadeas. No estaba trabajando para llenar los bolsillos de nadie. Luchaba para proteger.

Las flechas silbaron hacia él y trazó un arco con el escudo, dispersándolas. Vinieron más, de un lado y de otro, buscando su carne. Permanecía por delante de ellas, saltando cuando buscaban sus muslos, volviéndose cuando apuntaban a sus hombros, alzando el escudo cuando intentaban alcanzarlo en la cara. No fue fácil, y más de una flecha lo alcanzó en el peto o las glebas. Pero ninguna se clavó. Lo estaba logrando. Estaba…

Algo iba mal.

Se volvió entre dos flechas, confundido.

—¡Kaladin! —dijo Syl, que flotaba cerca, de vuelta a su forma más pequeña—. ¡Allí!

Señaló hacia la otra meseta de reunión, la que Dalinar había utilizado para su asalto. Un gran contingente de parshendi había saltado esa meseta y se arrodillaba y alzaba sus arcos. No lo apuntaban a él, sino al flanco descubierto del Puente Cuatro.

—¡No! —gritó Kaladin, y la luz tormentosa escapó de su boca en una nube. Se volvió y corrió por la meseta rocosa al encuentro de su cuadrilla. Las flechas lo perseguían. Una lo alcanzó en la espalda, pero resbaló. Otra le dio en el yelmo. Saltó por encima de una hendidura rocosa, empleando toda la velocidad que podía prestarle la luz tormentosa.

Los parshendi del flanco apuntaban. Eran al menos cincuenta. Iba a llegar demasiado tarde. Iba a…

—¡Puente Cuatro! —gritó—. ¡Carga lateral!

No habían practicado esa maniobra desde hacía semanas, pero su entrenamiento quedó de manifiesto cuando obedecieron sin dudar, volcando el puente de lado justo cuando los arqueros disparaban. El puñado de flechas alcanzó la cubierta del puente, clavándose en la madera. Kaladin dejó escapar un suspiro de alivio y llegó junto a su cuadrilla, que había frenado el ritmo para cargar el puente de lado.

—¡Kaladin! —señaló Roca.

Kaladin dio media vuelta. Los arqueros de atrás, en la Torre, apuntaban para una descarga masiva.

La cuadrilla estaba expuesta. Los arqueros dispararon.

Kaladin volvió a gritar, y la luz tormentosa infundió el aire a su alrededor mientras lanzaba toda la que tenía hacia su escudo. El grito resonó en sus oídos; la luz brotó de él, sus ropas se congelaron y resquebrajaron.

Las flechas oscurecían el cielo. Algo lo golpeó, un impacto extendido que lo lanzó de espaldas contra los hombres del puente. Golpeó con fuerza, gruñendo mientras la fuerza continuaba presionándolo.

El puente se paró, los hombres se detuvieron.

Todo quedó quieto.

Kaladin parpadeó, sintiéndose completamente agotado. Le dolía el cuerpo, le cosquilleaban los brazos, sentía la espalda lastimada. Notaba un fuerte dolor en la muñeca. Gimió, abriendo los ojos, tambaleándose mientras las manos de Roca lo sujetaban por detrás.

Un golpe sordo: el puente al ser soltado. «¡Idiotas! No lo soltéis… Retirada…»

Los hombres se reunieron a su alrededor mientras resbalaba al suelo, abrumado por haber gastado demasiada luz tormentosa. Parpadeó al ver lo que tenía delante, sujeto a su brazo ensangrentado.

Su escudo estaba cubierto de flechas, docenas de ellas, algunas clavadas en las otras. Los huesos que adornaban la parte delantera del escudo se habían quebrado; la madera estaba astillada. Algunas de las flechas la habían atravesado y le habían alcanzado en el antebrazo. Ese era el dolor.

Más de cien flechas. Una andanada entera. Clavadas en un solo escudo.

—Por los rayos del Llamador Brillante —dijo Drehy en voz baja—. Qué…, qué ha sido…

—Era como una fuente de luz —dijo Moash, arrodillándose junto a Kaladin—. Como si el sol mismo brotara de ti, Kaladin.

—Los parshendi… —gimió Kaladin, y soltó el escudo. Las correas estaban rotas, y mientras pugnaba por incorporarse, el escudo casi se desintegró, hecho pedazos, dispersando docenas de flechas rotas a sus pies. Unas cuantas permanecieron clavadas en su brazo, pero ignoró el dolor y miró a los parshendi.

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