El camino de los reyes (157 page)

Read El camino de los reyes Online

Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Los grupos de arqueros en ambas mesetas permanecían inmóviles, aturdidos. Los de delante empezaron a gritarse unos a otros en una lengua que Kaladin no comprendía.

—¡Neshua Kadal!

Se levantaron.

Y entonces huyeron.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kaladin.

—No lo sé —respondió Teft, acariciándose el brazo herido—. Pero vamos a llevarte a lugar seguro. Maldito sea este brazo. ¡Lopen!

El otro hombre trajo a Dabbid, y retiraron a Kaladin a un emplazamiento más seguro hacia el centro de la meseta. Él se sujetó el brazo, aturdido, el agotamiento tan profundo que apenas podía pensar.

—¡Alzad el puente! —ordenó Moash—. ¡Todavía tenemos un trabajo que hacer!

El resto de los hombres del puente corrieron sombríos y alzaron el puente. En la Torre, las fuerzas de Dalinar se abrían paso hacia los parshendi y la posible seguridad que les ofrecía la cuadrilla. «Deben de estar sufriendo unas pérdidas tan grandes», pensó Kaladin, aturdido.

Tropezó y cayó al suelo. Teft y Lopen lo arrastraron hasta un hueco a cubierto, y junto a Cikatriz y Dabbid. El vendaje del pie de Cikatriz estaba rojo de sangre, la lanza que había empleado como bastón a su lado. «Creí haberle dicho…, que no forzara ese pie…»

—Necesitamos esferas —dijo Teft—. ¿Cikatriz?

—Las pidió esta mañana —respondió el otro hombre—. Le di todo lo que tenía. Creo que la mayoría hizo lo mismo.

Teft maldijo en voz baja y arrancó las flechas restantes del brazo de Kaladin. Luego se lo vendó.

—¿Se pondrá bien? —preguntó Cikatriz.

—No lo sé. No sé nada. ¡Kelek! Soy un idiota. Kaladin. Muchacho ¿puedes oírme?

—Es solo…, el shock…

—Tienes una pinta rara, gancho —dijo Lopen, nervioso—. Estás blanco.

—Tienes la piel cenicienta, muchacho —dijo Teft—. Parece que te hiciste algo allí delante. No sé… Yo… —Maldijo de nuevo y dio un puñetazo contra la piedra—. Tendría que haber escuchado. ¡Idiota!

Lo tendieron de lado, y así apenas pudo ver la Torre. Nuevos grupos de parshendi, los que no habían visto la exhibición de Kaladin, se dirigían al abismo portando sus armas. El Puente Cuatro llegó y soltó su carga. Cogieron sus escudos y a toda prisa recuperaron las lanzas atadas al lado del puente. Entonces asumieron sus posiciones a los lados, preparándose para empujar el puente sobre el abismo.

Los parshendi no tenían arcos. Formaron para esperarlos, las armas prestas. Triplicaban fácilmente en número a los hombres de los puentes, y venían más.

—Tenemos que ir a ayudar —dijo Cikatriz a Lopen y Teft.

Los otros dos asintieron, y los tres (dos heridos y un manco) se pusieron en pie. Kaladin intentó hacer lo mismo, pero se desplomó, las piernas demasiado débiles para sostenerlo.

—Quédate aquí, muchacho —dijo Teft, sonriendo—. Nos las apañaremos.

Recogieron algunas lanzas de las que Lopen había colocado en la litera y se dirigieron renqueando al encuentro de la cuadrilla. Incluso Dabbid se unió a ellos. No había hablado desde que lo hirieron en aquella primera carga, hacía tanto tiempo.

Kaladin se arrastró hasta el borde del abismo, observándolos. Syl se posó en la piedra junto a él.

—Locos de las tormentas —murmuró Kaladin—. No tendrían que haberme seguido. Pero me siento orgulloso de todas formas.

—Kaladin… —dijo Syl.

—¿Hay algo que tengas que hacer? —Estaba tan cansado, por las tormentas—. ¿Algo que me haga más fuerte?

Ella negó con la cabeza.

Un poco más adelante, los hombres del puente empezaron a empujar. La madera del puente rozó con fuerza mientras cruzaba las rocas, abarcando el abismo hacia los parshendi a la espera. Empezaron a entonar aquel rudo himno guerrero, el que cantaban cada vez que veían a Kaladin con la armadura.

Los parshendi parecían ansiosos, furiosos, letales. Querían sangre. Se lanzarían contra los hombres del puente y los harían pedazos, y luego lanzarían el puente al abismo.

«Está volviendo a suceder. No puedo alcanzarlos. Morirán. Delante de mí. Tukk. Muerto. Nelda. Muerto. Goshel. Muerto. Dallet. Cenn. Mapas. Dunny. Muertos. Muertos. Muertos», pensó Kaladin, aturdido y abrumado. Se acurrucó, sin fuerzas, estremecido.

«Tien.»

«Muerto.»

Yacía encogido en un hueco en la roca. Los sonidos de la batalla resonaban a lo lejos. La muerte lo rodeaba.

En un momento, estuvo allí de nuevo, en aquel día, el más horrible de todos.

Kaladin caminaba entre el caos de la guerra, entre gritos y maldiciones, la lanza en la mano. Había soltado el escudo. Tenía que encontrar uno en alguna parte. ¿No debería tener un escudo?

Era su tercera batalla real. Llevaba solo unos pocos meses en el ejército de Amaram, pero Piedralar parecía ya otro mundo. Llegó a un hueco en la roca y se agachó, apoyando la espalda en la pared, y respiró despacio, dejando deslizar los dedos por el mango de la lanza. Estaba temblando.

Nunca había advertido lo idílica que había sido su vida. Lejos de la guerra. Lejos de la muerte. Lejos de aquellos gritos, de la cacofonía del metal contra el metal, del metal sobre la madera, del metal sobre la carne. Cerró con fuerza los ojos, tratando de bloquear todo aquello.

«No —pensó—. Abre los ojos. No permitas que te encuentren y te maten tan fácilmente.»

Se obligó a abrir los ojos, luego dio media vuelta y se asomó al campo de batalla. Era un completo caos. Combatían en la falda de una montaña, miles de hombres en cada bando, mezclándose y matándose. ¿Cómo podía nadie seguir nada en medio de esa locura?

El ejército de Amaram (el ejército de Kaladin) intentaba mantener la cima de la colina. Otro ejército, también alezi, intentaba arrebatársela. Eso era todo lo que sabía Kaladin. El enemigo parecía más numeroso que su propio ejército.

«Estará a salvo. ¡Lo estará!»

Pero le costaba trabajo convencerse a sí mismo. El servicio de Tien como mensajero no había durado mucho. Había pocos reclutas, le habían dicho, y todas las manos que pudieran empuñar una lanza eran necesarias. Habían reconvertido a Tien y los otros mensajeros mayores en pelotones de reserva.

Dalar decía que nunca serían utilizados. Probablemente. A menos que el ejército corriera serio peligro. ¿Constituía un serio peligro estar rodeados en lo alto de una empinada colina, sus líneas sumidas en el caos?

«Sube hasta la cima», pensó, mirando la pendiente. El estandarte de Amaram todavía ondeaba allá arriba. Sus soldados debían de estar aguantando. Todo lo que Kaladin podía ver era una masa en movimiento de hombres de naranja y la ocasional mancha de verde bosque.

Kaladin echó a correr para subir la colina. No se volvió cuando escuchó a los hombres gritarle, no comprobó a qué bando pertenecían. La hierba se apartaba a su paso. Se topó con unos cuantos cadáveres, rodeó un par de árboles hirsutos, y evitó lugares donde había hombres luchando.

«Allí», pensó, advirtiendo un grupo de lanceros que vigilaban cautelosos. Verde. Los colores de Amaram. Kaladin se acercó a ellos, y los soldados lo dejaron pasar.

—¿A qué pelotón perteneces, soldado? —preguntó un fornido ojos claros con los nudos de bajo capitán.

—Muertos, señor —consiguió responder Kaladin—. Todos muertos. Estábamos en la compañía del brillante señor Tashlin, y…

—Bah —dijo el hombre, volviéndose hacia un mensajero—. Tercer informe que recibimos de que Tashlin ha caído. Que alguien avise a Amaram. Cada bando se debilita a espuertas. —Miró a Kaladin—. Tú, ve a las reservas para que te reasignen.

—Sí, señor —dijo Kaladin, aturdido. Miró el camino por el que había venido. La pendiente estaba regada de cadáveres, muchos de ellos de verde. Mientras miraba, un grupo de tres rezagados que corrían hacia la cima fueron interceptados y masacrados.

Ninguno de los hombres de la cima movió un dedo para ayudarlos. Kaladin podría haber caído con la misma facilidad, a metros de la seguridad. Sabía que tal vez fuera importante, desde un punto de vista estratégico, que estos soldados mantuvieran su posición. Pero parecía tan despiadado…

«Busca a Tien», pensó, corriendo hacia los campos de reserva al norte de la amplia colina. Aquí, sin embargo, solo encontró más caos. Grupos de hombres aturdidos, ensangrentados, divididos en nuevos pelotones y enviados de vuelta a la batalla. Kaladin se internó entre ellos, buscando al pelotón que habían creado para los muchachos mensajeros.

Encontró a Dalar primero. El larguirucho sargento de la reserva se hallaba junto a un alto poste donde ondeaban los estandartes triangulares. Estaba asignando los pelotones recién creados para cuadrar las pérdidas en las compañías que combatían allá abajo. Kaladin podía oír todavía los gritos.

—Tú —dijo Dalar, señalándolo—. El pelotón de reasignados está por allí. ¡Ponte en marcha!

—Tengo que encontrar el pelotón de mensajeros.

—¿Y por qué Condenación quieres hacer eso?

—¿Cómo voy a saberlo yo? —respondió Kaladin, encogiéndose de hombros, tratando de conservar la calma—. Solo cumplo órdenes.

Dalar gruñó.

—Compañía del brillante señor Sheler. Zona sureste. Puedes…

Kaladin ya había echado a correr. Esto no podía suceder. Se suponía que Tien debía de estar a salvo. Padre Tormenta. ¡Ni siquiera habían pasado cuatro meses!

Se dirigió al lado sureste de la colina y buscó un estandarte ondeando en la pendiente. El glifopar negro decía
shesh lerel
: compañía de Sheler. Sorprendido por su propia determinación, Kaladin dejó atrás a los soldados que guardaban la cima de la colina y se encontró de nuevo en el campo de batalla.

Las cosas parecían mejor aquí. La compañía de Sheler defendía su posición, aunque era atacada por una oleada tras otra de enemigos. Kaladin bajó por la pendiente, resbalando en ocasiones, deslizándose en la sangre. Su miedo había desaparecido. Había sido sustituido por preocupación por su hermano.

Llegó a la línea de la compañía justo cuando los pelotones enemigos la asaltaban. Trató de encontrar a Tien, pero quedó atrapado en la oleada de ataques. Se desvió a un lado y se unió a un pelotón de lanceros.

El enemigo se les echó encima en un segundo. Kaladin aferró la lanza con las dos manos, se colocó al borde de los otros lanceros y trató de no entorpecerlos. En realidad no sabía lo que estaba haciendo. Apenas sabía lo suficiente para usar a su compañero como protección. El intercambio fue rápido, y Kaladin solo hizo un único ataque. El enemigo fue repelido, y él consiguió evitar ser herido.

Se quedó allí de pie, jadeando, agarrado a su lanza.

—Tú —dijo una voz autoritaria. Lo señalaba un hombre con nudos en los hombros. El jefe del pelotón—. Ya era hora de que mi equipo tuviera algunos refuerzos. Por un momento, creí que Varth iba a quedarse con todos los hombres. ¿Dónde está tu escudo?

Kaladin se dispuso a coger el de un soldado caído. Mientras lo hacía, el jefe del pelotón maldijo.

—Condenación. Vienen de nuevo. Por dos flancos. No podremos aguantar.

Un hombre ataviado con el chaleco verde de los mensajeros se asomó desde una formación rocosa cercana.

—¡Resiste el ataque por el este, Mesh!

—¿Y esa oleada del sur? —gritó el jefe del pelotón, el tal Mesh.

—Está controlada por ahora. ¡Mantened el este! ¡Esas son vuestras órdenes!

El mensajero siguió adelante, para entregar un mensaje similar al siguiente pelotón en línea.

—Varth. ¡Tu pelotón tiene que mantener el este!

Kaladin se levantó con su escudo. Tenía que encontrar a Tien. No podía…

Se detuvo en seco. Allí, en el siguiente pelotón de la fila, había tres figuras. Muchachos jóvenes, diminutos, con sus armaduras, empuñando las lanzas inseguros. Uno era Tien. Su equipo de reservas había sido dividido, obviamente para ocupar los huecos de los otros pelotones.

—¡Tien! —gritó Kaladin, abandonando la fila mientras los enemigos se abalanzaban sobre ellos. ¿Por qué estaban Tien y los otros dos situados en el centro de la formación? ¡Apenas sabían blandir una lanza!

Mesh le gritó, pero Kaladin lo ignoró. El enemigo les cayó encima en un instante, y el pelotón de Mesh se disolvió, perdiendo la disciplina y convirtiéndose en una resistencia más frenética y desorganizada.

Kaladin sintió algo parecido a un golpe en la pierna. Se tambaleó, cayó al suelo y se dio cuenta con sorpresa de que lo había alcanzado una lanza. No sintió ningún dolor. Extraño.

«¡Tien!», pensó, obligándose a levantarse. Alguien se alzó sobre él, y Kaladin reaccionó de inmediato, rodando mientras una lanza le buscaba el corazón. Su propia lanza volvió a sus manos antes de que se diera cuenta de que la había agarrado, y la lanzó hacia arriba.

Entonces se quedó petrificado. Acababa de atravesar con su lanza el cuello del soldado enemigo. Había sucedido tan rápidamente…

«Acabo de matar a un hombre.»

Rodó, dejando que el enemigo cayera de rodillas mientras liberaba su lanza. El pelotón de Varth estaba un poco más allá. El enemigo lo había atacado justo después del ataque a la posición de Kaladin. Tien y los otro dos muchachos estaban todavía en primera línea.

—¡Tien! —gritó.

El muchacho lo miró, los ojos muy abiertos. De hecho, sonrió. Tras él, el resto del pelotón se retiró, dejando al descubierto a los tres chicos que no habían recibido instrucción.

Y, sintiendo su debilidad, los soldados enemigos se abalanzaron hacia Tien y los otros dos. Había un ojos claros acorazado al frente, con brillante acero. Empuñaba una espada.

El hermano de Kaladin cayó de esa manera. Un parpadeo y estaba allí de pie, aterrado. Al siguiente estaba en el suelo.

—¡No! —gritó Kaladin. Trató de ponerse en pie, pero resbaló y cayó de rodillas. Su pierna no respondía bien.

El pelotón de Varth corrió a atacar a los enemigos, que se habían distraído con Tien y los otros dos muchachos. Habían colocado a los desentrenados delante para detener el impulso del ataque enemigo.

—¡No, no, no! —gritó Kaladin. Usó su lanza para ponerse en pie, y luego avanzó a trompicones. No podía ser lo que pensaba. No podía terminar tan rápidamente.

Fue un milagro que nadie lo abatiera mientras recorría el resto de la distancia. Apenas lo pensó. Solo miraba hacia el lugar donde había caído Tien. Oyó truenos. No. Cascos de caballos. Amaram había llegado con su caballería, y se abrían paso entre las líneas enemigas.

A Kaladin no le importó. Finalmente llegó al lugar. Allí encontró tres cadáveres: jóvenes, pequeños, yaciendo en un hueco en la piedra. Horrorizado, aturdido, Kaladin extendió la mano y le dio la vuelta al que estaba boca abajo.

Other books

Fever for Three by Talbot, Julia
Stork Alert by Delores Fossen
Emma Holly by Strange Attractions
Meeting Mr. Right by Deb Kastner
Roast Mortem by Cleo Coyle
A Scoundrel's Surrender by Jenna Petersen
Master and Margarita by Mikhail Bulgakov
Shell Game by Jeff Buick
Under the Mistletoe by Jill Shalvis