—No —dijo ella, golpeando al esclavo que había estado observando cuando se apartó—. Uno y cuarto. Pueden ayudarnos a cortar madera en los bosques del norte…
Se interrumpió al ver a Kaladin.
—Vaya. Este material es mucho mejor que los otros.
—Pensé que podría gustarte —dijo Tvlakv, acercándose a ella—. Es bastante…
La mujer alzó la vara y lo hizo callar. Tenía una pequeña llaga en un labio. Un poco de raíz de cus podría venirle bien.
—Quítate la saya, esclavo —ordenó.
Kaladin la miró directamente a los ojos azules y sintió una urgencia casi irresistible por escupirla. No. No podía permitirse eso. No cuando había una oportunidad. Sacó los brazos del saco que le hacía las veces de saya, dejándolo caer hasta la cintura y descubriendo su pecho.
A pesar de los ocho meses de esclavitud, era mucho más musculoso que los demás.
—Gran número de cicatrices para alguien tan joven —dijo la noble, pensativa—. ¿Eres militar?
—Sí.
La vientospren se acercó a la mujer e inspeccionó su cara.
—¿Mercenario?
—Ejército de Amaram —respondió Kaladin—. Ciudadano, segundo
nahn
.
—Antiguo ciudadano —intervino Tvlakv rápidamente—. Fue…
Ella lo volvió a mandar callar con un gesto de la vara, mirándolo. Entonces usó la vara para hacer a un lado el pelo de Kaladin e inspeccionar su frente.
—Glifo
shash
—dijo, chasqueando la lengua. Varios de los soldados cercanos se acercaron, las manos en las espadas—. De donde yo vengo, los esclavos que se merecen esto son ejecutados sin más.
—Son afortunados —dijo Kaladin.
—¿Y cómo acabaste aquí?
—Maté a alguien —respondió Kaladin, preparando sus mentiras con cuidado.
«Por favor —imploró a los Heraldos—. Por favor.» Había pasado mucho tiempo desde la última vez que rezara.
La mujer alzó una ceja.
—Soy un asesino, brillante —dijo Kaladin—. Me emborraché, cometí algunos errores. Pero sé usar una lanza tan bien como el que más. Ponme en el ejército de tu brillante señor. Déjame luchar de nuevo.
Era una mentira extraña, pero la mujer nunca lo dejaría combatir si pensaba que era un desertor. En este caso, era mejor ser conocido como un asesino accidental.
«Por favor…» Ser soldado de nuevo. Pareció, en un instante, lo más glorioso que había querido jamás. Sería mucho mejor morir en el campo de batalla que consumirse vaciando orinales.
Tvlakv se acercó a la mujer ojos claros. Miró a Kaladin y suspiró.
—Es un desertor, brillante. No le hagas caso.
¡No! Kaladin sintió un ardiente estallido de furia consumir su esperanza. Alzó las manos hacia Tvlakv. Iba a estrangular a esa rata, y…
Algo restalló en su espalda. Gruñó, se tambaleó y cayó sobre una rodilla. La noble dio un paso atrás, llevándose alarmada su mano segura al pecho. Uno de los soldados del ejército agarró a Kaladin y lo puso de nuevo en pie.
—Bueno —dijo ella por fin—. Es una lástima.
—Puedo luchar —gruñó Kaladin contra el dolor—. Dame una lanza. Déjame…
Ella alzó la vara, interrumpiéndolo.
—Brillante —dijo Tvlakv, sin mirar a los ojos de Kaladin—. Yo no le confiaría un arma. Es cierto que es un asesino, pero también tiene fama de desobediente y de encabezar rebeliones contra sus amos. No podría vendértelo como soldado jurado. Mi consciencia no lo permitiría —vaciló—. Puede haber corrompido a los hombres de su carreta con ideas de evasión. Mi honor exige que te lo cuente.
Kaladin apretó los dientes. Se sintió tentado de abatir al soldado que tenía detrás, agarrar aquella lanza y pasar sus últimos momentos de vida atravesando con ella la gruesa barriga de Tvlakv. ¿Por qué? ¿Qué le importaba a Tvlakv cómo fuera a tratarlo este ejército?
«Nunca tendría que haber roto el mapa —pensó—. La amargura se devuelve con más frecuencia que la amabilidad.» Era uno de los dichos de su padre.
La mujer asintió, y continuó avanzando por la fila.
—Muéstrame cuáles —dijo—. Me los llevaré, por tu sinceridad. Necesitamos nuevos obreros para el puente.
Tvlakv asintió ansioso. Antes de seguir, se detuvo y se inclinó hacia Kaladin.
—No puedo confiar en tu conducta. La gente de este ejército me echará la culpa si no revelo todo lo que sé. Yo…, lo siento.
Con eso, el mercader se marchó.
Kaladin gruñó, y luego se zafó del soldado, pero permaneció en la fila. Muy bien, que así fuera. Talar árboles, construir puentes, luchar en el ejército. Nada de eso importaba. Tan solo seguiría viviendo. Le habían quitado su libertad, su familia, sus amigos, y…, lo más querido de todo: sus sueños. No podían hacerle nada más.
Tras la inspección, la noble cogió una tableta de escritura que le ofrecía su ayudante e hizo unas cuantas anotaciones en su papel. Tvlakv le dio un libro de cuentas detallando cuánto había pagado cada esclavo de sus deudas. Kaladin pudo ver que decía que ninguno de ellos había pagado nada. Tal vez Tvjakv mentía sobre las cifras. No era improbable.
Kaladin probablemente dejaría que todos sus salarios fueran a parar a sus deudas esta vez. Que se preocuparan cuando vieran que veía su farol. ¿Qué harían si podía zanjar su deuda? Quizá no lo averiguaría nunca: dependiendo de lo que ganaran estos obreros del puente, podrían hacer falta de diez a cincuenta años para lograrlo.
La mujer ojos claros asignó a la mayoría de los esclavos a los trabajos en el bosque. Media docena de los más flacos fueron enviados a los comedores, a pesar de lo que había dicho antes.
—Esos diez —dijo la noble, alzando su vara para señalar a Kaladin y los otros ocupantes de su carreta—. Llevadlos a las cuadrillas de los puentes. Decidle a Lamaril y Gaz que le den al alto un tratamiento especial.
Los soldados se echaron a reír, y uno empezó a empujar al grupo camino abajo. Kaladin lo soportó; estos hombres no tenían motivos para ser amables, y no les iba a dar un motivo para ser más duros. Si había un grupo al que los soldados ciudadanos odiaban más que a los mercenarios, era a los desertores.
Mientras caminaba, no pudo dejar de advertir el estandarte que ondeaba sobre el campamento. Llevaba el mismo símbolo bordado que las guerreras de los uniformes de los soldados: un glifo amarillo con la forma de una torre y un martillo en un campo de verde oscuro. Era el estandarte del alto príncipe Sadeas, gobernante del distrito natal del propio Kaladin. ¿Era una ironía del destino que hubiera acabado aquí?
Los soldados parecían ociosos, incluso los que estaban de servicio, y las calles del campamento estaban llenas de basura. Los seguidores del campamento eran abundantes: putas, mujeres obreras, toneleros, candeleros y pastores. Incluso había niños corriendo por las calles de lo que era mitad ciudad, mitad campamento castrense.
También había parshmenios. Llevaban agua, trabajaban en las zanjas, levantaban sacos. Eso le sorprendió. ¿No había parshmenios que lucharan? ¿No les preocupaba que se rebelaran? Al parecer, no. Los parshmenios que había aquí trabajaban con la misma docilidad que los de Piedralar. Tal vez tenía sentido. Los alezi habían combatido contra otros alezi en sus ejércitos natales, ¿así que por qué no iba a haber parshmenios en ambos bandos de este conflicto?
Los soldados llevaron a Kaladin hasta la zona norte del campamento, una caminata que llevó su tiempo. Gracias a las animistas, los barracones de piedra parecían todos exactamente iguales, y la periferia del campamento mostraba un perímetro irregular, como si fueran montañas. La vieja costumbre le hizo memorizar la ruta. Aquí la alta muralla circular había sido gastada por incontables altas tormentas, dando una clara visión del paisaje al este. Aquel terreno descubierto sería una buena zona para reunir a un ejército antes de marchar por la pendiente hacia las Llanuras Quebradas.
El borde norte del campo contenía un subcampamento lleno de varias docenas de barracones, y en su centro había un aserradero lleno de carpinteros. Estaban cortando algunos de los recios árboles que Kaladin había visto en las llanuras: retiraban la corteza nudosa y los serraban en planchas. Otro grupo de carpinteros amontonaba las planchas.
—¿Vamos a ser carpinteros? —preguntó Kaladin.
Uno de los soldados soltó una risotada.
—Vais a uniros a las cuadrillas de los puentes.
Señaló a un grupo de hombres de aspecto apenado sentados en piedras a la sombra de un barracón que comían con los dedos de unos cuencos de madera. Era deprimente: la bazofia parecía similar a la que les había suministrado Tvlakv.
Uno de los soldados volvió a empujar a Kaladin, que bajó dando tumbos por la pendiente y cruzó el terreno. Los otros nueve esclavos lo siguieron, acompañados por los soldados. Ninguno de los hombres sentados en torno a los barracones les dirigió una sola mirada. Llevaban chalecos de cuero y pantalones sencillos, algunos con sucias camisas cerradas, otros con el pecho desnudo. El penoso grupo no tenía mucho mejor aspecto que los esclavos, aunque parecían hallarse en un estado físico algo mejor.
—Nuevos reclutas, Gaz —llamó uno de los soldados.
Un hombre esperaba a la sombra, a cierta distancia de los que comían. Se dio la vuelta, revelando un rostro tan lleno de cicatrices que la barba le crecía a parches. Le faltaba un ojo (el otro era marrón) y no se molestaba en cubrírselo. Los nudos blancos de sus hombros indicaban que era sargento, y tenía la fina dureza que Kaladin había aprendido a asociar con alguien que sabía moverse en un campo de batalla.
—¿Estos flacuchos? —dijo Gaz, masticando algo mientras se acercaba—. Apenas detendrán una flecha.
El soldado que estaba junto a Kaladin se encogió de hombros, empujándolo hacia delante una vez más.
—La brillante Hasha dijo que hicieras algo especial con este. Los demás son cosa tuya.
El soldado indicó con un gesto a sus compañeros, que empezaron a marcharse.
Gaz examinó a los esclavos. Se concentró por último en Kaladin.
—Tengo entrenamiento militar —dijo Kaladin—. En el ejército del alto señor Amaram.
—Me importa un bledo —interrumpió Gaz, escupiendo algo oscuro hacia un lado.
Kaladin titubeó.
—Cuando Amaram…
—Sigues mencionando ese nombre —replicó Gaz—. Has servido a las órdenes de algún señor sin importancia, ¿no? ¿Esperas impresionarme?
Kaladin suspiró. Había conocido a este tipo de hombres antes, un sargento menor sin ninguna esperanza de ascender. Su único placer en la vida lo obtenía de su autoridad con gente aún más lastimosa que él. Bien, que así fuera.
—Tienes una marca de esclavo —bufó Gaz—. Dudo que hayas blandido alguna vez una lanza. Sea como sea, tendrás que rebajarte a unirte a nosotros ahora, alteza.
La vientospren de Kaladin revoloteó e inspeccionó a Gaz. Luego cerró uno de sus ojos, imitándolo. Por algún motivo, verla hizo que Kaladin sonriera. Gaz malinterpretó la sonrisa. Frunció el ceño y avanzó, señalando.
En ese momento, un fuerte coro de cuernos resonó por todo el campamento. Los carpinteros alzaron la mirada, y los soldados que habían traído a Kaladin echaron a correr hacia el centro del campamento. Los esclavos que acompañaban a Kaladin miraron alrededor, ansiosos.
—¡Padre Tormenta! —maldijo Gaz—. ¡Hombres de los puentes! ¡Arriba, arriba, patanes!
Empezó a dar patadas a algunos de los hombres que comían. Soltaron sus cuencos y se pusieron en pie. Llevaban simples sandalias en vez de botas adecuadas.
—Tú, alteza —dijo Gaz, señalando a Kaladin.
—No he dicho…
—¡No me importa qué condenación has dicho! ¡Estás en el Puente Cuatro! —señaló al grupo de hombres que partía—. Los demás, id a esperar allí. Os dividiré más tarde. Poneos en marcha, o me encargaré de que os cuelguen de los talones.
Kaladin se encogió de hombros y corrió tras el grupo de hombres de los puentes. Era una de las muchas cuadrillas de hombres similares que salían corriendo de los barracones o de las callejas. Parecía haber muchos. Eran unos cincuenta barracones con, tal vez, veinte o treinta hombres en cada uno de ellos…, eso sumaba casi tantos hombres de los puentes en este ejército como soldados tenía la fuerza completa de Amaram.
El equipo de Kaladin cruzó el terreno, esquivando tablones y pilas de serrín, para acercarse a una enorme construcción de madera. Obviamente, había soportado unas cuantas altas tormentas y algunas batallas. Las muescas y agujeros dispersos por toda su estructura parecían producto del impacto de las flechas. ¿Este era el puente al que se referían?
«Sí», pensó Kaladin. Era un puente de madera de unos cien metros de largo y tres de ancho. Se inclinaba en la parte delantera y la posterior, y no tenía barandillas. El puente era grueso, con los tablones más grandes prestando su apoyo en el centro. Había unos cuarenta o cincuenta puentes en fila. Tal vez uno por cada barracón, lo que suponía una cuadrilla por cada puente. Unas veinte cuadrillas se reunían en ese punto.
Gaz se había procurado un escudo de madera y una maza, pero no había ninguna para nadie más. Inspeccionó rápidamente al equipo. Se detuvo junto al Puente Cuatro y vaciló.
—¿Dónde está vuestro jefe de puente?
—Muerto —respondió uno de los hombres—. Se arrojó anoche desde el Abismo del Honor.
Gaz maldijo.
—¿Es que no podéis conservar un jefe de puente ni siquiera una semana? ¡Tormentas! Alineaos, yo correré cerca de vosotros. Atended mis órdenes. Elegiremos otro jefe de puente después de ver quién sobrevive. —Señaló a Kaladin—. Tú irás atrás, alteza. ¡Los demás, moveos! ¡Tormentas, no soportaré otra reprimenda por vuestra culpa, necios! ¡Moveos, moveos!
Los demás se pusieron en marcha. Kaladin no tuvo más remedio que ir a la zona al descubierto de la cola del puente. Había sido un poco lento en su valoración: parecía que había entre treinta y cinco o cuarenta hombres por puente. Había, espacio para cinco hombres por manga (tres bajo el puente y uno a cada lado) y ocho de calado, aunque esta cuadrilla no tenía a un hombre para cada posición.
Ayudó a alzar el puente. Probablemente usaban madera muy liviana para los puentes, pero seguía siendo pesado, por las tormentas. Kaladin gruñó mientras se debatía con el peso, alzó el puente y luego se colocó debajo. Los hombres corrieron a ocupar los resquicios medios en su estructura, y lentamente todos cargaron el puente sobre sus hombros. Al menos había barras debajo para usarlas como asideros.