El camino de los reyes (18 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Los parshendi.

No eran como los trabajadores parshmenios corrientes, sino mucho más musculosos, mucho más sólidos. Tenían la fornida constitución de los soldados, y cada uno llevaba un arma atada a la espalda. Algunos tenían barbas rojas y negras entrelazadas con trozos de roca, mientras que otros eran lampiños.

Mientras Kaladin observaba, la primera fila de parshendi se arrodilló. Tenían arcos cortos, las flechas preparadas. No arcos largos capaces de lanzar flechas alto y lejos. Esos arcos cortos y curvos disparaban recto y rápido y con fuerza. Un arco excelente para matar a un grupo de hombres antes de que pudieran colocar su puente.

«Llegar es la peor parte…»

Ahora, por fin, empezaba la verdadera pesadilla.

Gaz se quedó rezagado, gritando a las cuadrillas que siguieran avanzando. Los instintos de Kaladin le gritaban que se apartara de la línea de fuego, pero el impulso del puente lo empujaba hacia delante.

Hacia la garganta de la bestia misma, cuyos dientes se disponían para cerrarse de golpe.

El cansancio y el dolor de Kaladin desaparecieron. Se puso en estado de alerta. Los puentes cargaron, los hombres bajo ellos gritando mientras corrían. Corrían hacia la muerte.

Los arqueros dispararon.

La primera oleada mató al amigo del rostro correoso, abatido por tres flechas diferentes. El hombre a la izquierda de Kaladin cayó también: ni siquiera le había visto la cara. Ese hombre gritó mientras caía, pues no murió enseguida, pero la cuadrilla le pasó por encima. El puente se iba haciendo cada vez más pesado a medida que morían los hombres.

Los parshendi dispararon tranquilamente una segunda descarga. Kaladin apenas advirtió que otra de las cuadrillas vacilaba. Los parshendi parecían concentrar sus disparos en ciertas cuadrillas. Esa en concreto recibió una andanada completa de docenas de arqueros, y las tres primeras filas de los hombres del puente cayeron e hicieron tropezar a los que los seguían. El puente se estremeció, resbaló al suelo y emitió un sonido aplastante cuando las masas de cuerpos cayeron unos encima de otros.

Las flechas pasaron al lado de Kaladin, matando a los otros dos hombres de la primera fila que lo acompañaban. Otras flechas más se clavaron en la madera a su alrededor, y una le desgarró la piel de la mejilla.

Gritó. De horror, de sorpresa, de dolor, de puro asombro. Nunca antes se había sentido tan indefenso en la batalla. Había cargado contra fortificaciones enemigas, había corrido bajo oleadas de flechas, pero siempre había sentido una medida de control. Tenía su lanza, tenía su escudo, podía contraatacar.

Esta vez, no. Las cuadrillas de los puentes eran como cerdos enviados al matadero.

Una tercera andanada voló, y otros miembros de los veinte puentes cayeron. Oleadas de flechas llegaban también del lado alezi, cayendo y alcanzando a los parshendi. El puente de Kaladin casi había llegado al abismo. Pudo ver los ojos negros de los parshendi al otro lado, pudo distinguir los rasgos de sus finos rostros moteados. A su alrededor, los hombres aullaban de dolor, mientras las flechas los alcanzaban. Hubo un sonido estrepitoso cuando otro puente se desplomó, y sus hombres fueron masacrados.

Detrás, Gaz seguía gritando.

—¡Alzad y soltad, idiotas!

La cuadrilla se detuvo cuando los parshendi lanzaron otra descarga. Los hombres tras Kaladin gritaron. Los disparos de los parshendi fueron interrumpidos por una descarga de respuesta por parte de los alezi. Aunque Kaladin estaba anonadado, sus reflejos sabían qué hacer. Soltar el puente, ponerse en posición para empujar.

Esto expuso a los hombres que habían estado a salvo en las filas de atrás. Obviamente, los arqueros parshendi sabían que esto iba a suceder, y prepararon y lanzaron una última andanada. Las flechas alcanzaron el puente en una oleada, a batiendo a media docena de hombres y salpicando de sangre la madera oscura. Los miedospren, aleteantes y violetas, se escabulleron de la madera y revolotearon en el aire. El puente se sacudió, cada vez más pesado de empujar, ya que de repente perdió a todos aquellos hombres.

Kaladin tropezó, las manos resbalosas. Cayó de rodillas y estuvo a punto de caer al abismo. Apenas consiguió sujetarse.

Se tambaleó, una mano colgando sobre el vacío, la otra agarrada al borde. Su mente experimentó un ataque de vértigo mientras contemplaba aquel precipicio que se perdía en la oscuridad. La altura era hermosa: siempre le había gustado escalar altas formaciones rocosas.

Por reflejo, se aupó para regresar a la meseta, arrastrándose de espaldas. Un grupo de soldados de infantería, protegidos por escudos, había tomado posiciones para empujar el puente. Los arqueros del ejército intercambiaron disparos con los parshendi mientras los soldados empujaban hasta colocar el puente en su sitio y la caballería pesada lo atravesaba y atacaba a los parshendi. Cuatro puentes habían caído, pero dieciséis habían sido colocados en fila, permitiendo una carga efectiva.

Kaladin trató de moverse, trató de alejarse del puente arrastrándose. Pero tan solo se desplomó donde estaba, pues su cuerpo se negaba a obedecer. Ni siquiera pudo ponerse boca abajo.

«Debería ir… —pensó agotado—, ver si ese viejo sigue vivo… Vendarle las heridas…, salvar…»

Pero no pudo. No podía moverse. No podía pensar. Avergonzado, se permitió cerrar los ojos y rendirse a la inconsciencia.

—Kaladin.

No quiso abrir los ojos. Despertar significaba regresar a aquel horrible mundo de dolor. Un mundo donde hombres indefensos y agotados eran obligados a cargar contra filas de arqueros.

Ese mundo era la pesadilla.

—¡Kaladin!

La voz femenina era suave, como un susurro, pero urgente.

—Van a dejarte. ¡Levántate! ¡Morirás!

«No puedo… No puedo volver…»

«Déjame.»

Algo le golpeó la cara, un leve bofetón de energía con cierto picor. Se rebulló. No era nada comparado con sus otros dolores, pero de algún modo esto fue mucho más exigente. Alzó una mano para espantarlo. El movimiento fue suficiente para apartar los últimos vestigios de estupor.

Trató de abrir los ojos. Uno de ellos se negó, pues la sangre de un corte en la mejilla había corrido y se había secado en torno al párpado. El sol se había movido. Habían pasado horas. Gimió, se sentó y se frotó la sangre seca del ojo. El terreno estaba cubierto de cadáveres. El aire olía a sangre y cosas peores.

Un par de penosos hombres de los puentes sacudían a cada uno de los caídos buscando indicios de vida, y luego les quitaban los chalecos y las sandalias, apartando a los cremlinos que se alimentaban de sus cuerpos. Los hombres nunca habrían comprobado el estado de Kaladin. No tenía nada que pudieran llevarse. Lo habrían dejado con los cadáveres, abandonado en la llanura.

La vientospren de Kaladin revoloteaba en el aire sobre él, moviéndose ansiosamente. Kaladin se frotó la mandíbula donde lo había golpeado. Los spren grandes como ella podían mover pequeños objetos y dar pellizquitos de energía. Eso los hacía más molestos.

Esta vez, probablemente le había salvado la vida. Gimió al comprobar cuántas partes del cuerpo le dolían.

—¿Tienes nombre, espíritu? —preguntó, obligándose a ponerse en pie.

En la meseta que había cruzado el ejército, los soldados se abrían paso entre los cadáveres de los parshendi muertos, buscando algo. ¿Recolectando equipo, tal vez? Parecía que las fuerzas de Sadeas habían vencido. Al menos, no se veía ningún parshendi con vida. O los habían matado o habían huido.

La meseta por la que habían luchado parecía exactamente igual que las otras que habían cruzado. Lo único que resultaba distinto aquí era que había un gran montículo de…, algo en el centro. Parecía un rocapullo enorme, tal vez una especie de crisálida o concha, de unos seis metros de alto. Un lado estaba abierto y revelaba su viscoso interior. Kaladin no lo había visto en la carga inicial: los arqueros habían requerido toda su atención.

—Un nombre —dijo la vientospren, la voz distante—. Sí. Tengo un nombre. —Pareció sorprendida mientras miraba a Kaladin—. ¿Por qué tengo nombre?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió él, obligándose a moverse. Los pies le ardían de dolor. Apenas podía cojear.

Los hombres cercanos lo miraron con sorpresa, pero los ignoró, y cruzó cojeando la meseta hasta que encontró un cadáver que todavía tenía puesto el chaleco y los zapatos. Era el hombre del rostro correoso que había sido tan amable con él, muerto con una flecha que le atravesaba el cuello. Kaladin ignoró aquellos ojos desencajados que miraban el cielo sin verlo, y recogió las ropas del hombre: el chaleco de cuero, las sandalias, la camisa manchada de sangre. Se sintió enfadado consigo mismo, pero no contaba con que Gaz le diera ropa.

Se sentó y usó las partes más limpias de la camisa para cambiar sus vendajes improvisados, y luego se puso el chaleco y las sandalias, intentando no moverse demasiado. Ahora soplaba una leve brisa que se llevaba los olores de la sangre y los sonidos de los soldados que se llamaban unos a otros. La caballería estaba reagrupándose, como ansiosa por regresar.

—Un nombre —dijo la vientospren, caminando por el aire para plantarse ante su rostro. Tenía la forma de una mujer joven, completa con una falda ondulante y pies delicados—. Sylphrena.

—Sylphrena —repitió Kaladin, atando las sandalias.

—Syl —dijo la espíritu. Ladeó la cabeza—. Qué divertido. Parece que tengo un apodo.

—Enhorabuena.

Kaladin volvió a levantarse, tambaleándose.

A un lado, Gaz esperaba con las manos en las caderas, el escudo atado a su espalda.

—Tú —dijo, señalando a Kaladin. Y luego indicó el puente.

—Tienes que estar bromeando —replicó Kaladin, mirando cómo los restos de la cuadrilla, menos de la mitad inicial, se congregaban en torno al puente.

—Carga o quédate atrás —dijo Gaz. Parecía furioso por algo.

«Yo tenía que haber muerto —comprendió Kaladin. Por eso no le importó que no tuviera chaleco ni sandalias—. Iba delante.» Kaladin era el único de la primera fila que había sobrevivido.

Estuvo a punto de sentarse y dejar que lo abandonara. Pero morir de sed en una llanura solitaria no era la forma que habría elegido para partir. Se acercó a trompicones al puente.

—No te preocupes —le dijo uno de los hombres—. Esta vez nos dejarán ir despacio, y hacer muchas pausas. Y tendremos unos cuantos soldados para ayudarnos: hacen falta al menos veinticinco hombres para levantar un puente.

Kaladin suspiró y se colocó en su puesto mientras algunos desafortunados soldados se unían a ellos. Juntos, alzaron el puente. Era terriblemente pesado, pero lo consiguieron.

Kaladin echó a andar, sintiéndose entumecido. Había creído que no había nada más que la vida pudiera hacerle, nada peor que la marca de esclavo con un
shash
, nada peor que perder todo lo que tenía con la guerra, nada más terrible que fallarles a aquellos que había jurado proteger.

Pero se había equivocado. Sí que podían hacerle algo peor. Un tormento final que el mundo reservaba solo para él.

Y se llamaba Puente Cuatro.

«Están en llamas. Arden. Traen la oscuridad cuando vienen, y por eso todo lo que se puede ver es que su piel está en llamas. Arden, arden, arden…»

Recogido en Palishnev, año 1173, segundos antes de la muerte. El sujeto era un aprendiz de panadero.

Shallan recorría presurosa el pasillo con sus color naranja quemado, el techo y la parte superior de las paredes manchados ahora por el paso del humo negro producido por la animista de Jasnah. Por fortuna, los cuadros de las paredes no se habían estropeado.

Un grupito de parshmenios llegó portando trapos, cubos y escalerillas para limpiar el hollín. Le hicieron una reverencia al pasar, sin murmurar ninguna palabra. Los parshmenios podían hablar, pero rara vez lo hacían. Muchos parecían mudos. De niña, a ella le parecían hermosos los dibujos de su piel moteada. Eso fue antes de que su padre le prohibiera frecuentarlos.

Volvió su mente a la tarea que la preocupaba. ¿Cómo iba a convencer a Jasnah Kholin, una de las mujeres más poderosas del mundo, para que cambiara de opinión y la aceptara como pupila? La mujer era testaruda: se había pasado años resistiendo los intentos de reconciliación de los devotarios.

Volvió a entrar en la amplia caverna principal, con su alto techo de piedra y sus apurados y bien vestidos ocupantes. Se sentía intimidada, pues aquel breve atisbo de la animista la seducía. Su familia, la casa Davar, había prosperado en años recientes y salido de la oscuridad. Esto se había debido principalmente a la habilidad política de su padre: muchos lo odiaban, pero su dureza lo había llevado lejos. Igual que la riqueza producida por el descubrimiento de varios e importantes nuevos depósitos de mármol en tierras Davar.

Shallan nunca receló de los orígenes de la riqueza. Cada vez que la familia agotaba una de sus canteras, su padre salía con su agrimensor y descubría una nueva. Solo después de interrogar al agrimensor descubrieron la verdad Shallan y sus hermanos: su padre, usando su animista prohibida, había estado creando nuevos depósitos con ritmo cuidadoso. No lo suficiente para despertar sospechas, solo lo justo para conseguir el dinero necesario para continuar con sus objetivos políticos.

Nadie sabía dónde había conseguido el fabrial, que ella llevaba ahora en una bolsita oculta. No se podía utilizar ya, dañado en la misma noche desastrosa en la que murió su padre. «No pienses en eso», se dijo.

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