El camino de los reyes (19 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Habían hecho que un joyero reparara la animista rota, pero ya no funcionaba. El mayordomo de su casa (uno de los más íntimos confidentes de su padre, un consejero llamado Luesh) había sido entrenado para usar el artilugio, y ya no podía hacerlo funcionar.

Las deudas y promesas de su padre eran escandalosas. Sus opciones quedaron limitadas. La familia tenía algún tiempo, quizás un año, antes de que los pagos no realizados se volvieran imperiosos, y antes de que la ausencia de su padre fuera advertida. Por una vez, las posesiones aisladas y remotas de la familia eran ventaja y proporcionaban un motivo para que las comunicaciones se retrasaran. Sus hermanos se habían puesto en marcha, escribiendo cartas en nombre de su padre, haciendo unas cuantas apariciones y difundiendo rumores de que el brillante señor Davar planeaba algo grande.

Todo para darle a ella tiempo para conseguir llevar a cabo su osado plan. Encontrar a Jasnah Kholin. Convertirse en su pupila. Descubrir dónde guardaba su animista. Y luego sustituirla con la que no funcionaba.

Con el fabrial, podrían crear nuevas canteras y restaurar su riqueza. Podrían crear comida para alimentar a los soldados de su casa. Con suficiente riqueza a la mano para zanjar deudas y hacer sobornos, podrían anunciar la muerte de su padre y no ser destruidos.

Shallan vaciló en el salón principal, considerando su siguiente movimiento. Lo que planeaba hacer era muy arriesgado. Tendría que escapar sin implicarse en el robo. Aunque había pensado mucho en ello, aún no sabía cómo lograrlo. Pero se sabía que Jasnah tenía muchos enemigos. Tenía que haber un modo de achacarles la «rotura» del fabrial.

Ese paso vendría más tarde. Pues ahora Shallan tenía que convencer a Jasnah de que la aceptara como pupila. Todos los demás resultados eran inaceptables.

Nerviosa, Shallan alzó los brazos en el signo de necesidad, la mano segura cubierta cruzando el pecho y tocando el codo de la mano libre, que alzaba con los brazos extendidos. Una mujer se acercó, llevando la camisa blanca de encajes bien almidonada y la falda negra que eran el signo universal de los maestros-siervos.

La recia mujer hizo una reverencia.

—¿Brillante?

—El Palaneo —dijo Shallan.

La mujer inclinó la cabeza y condujo a Shallan a las profundidades del largo pasillo. La mayoría de las mujeres de aquí, incluidas las sirvientas, llevaban el pelo recogido, y Shallan se sintió fuera de sitio con el suyo suelto. El intenso color rojo la hacía destacar aún más.

Pronto, el gran pasillo empezó a inclinarse hacia abajo. Pero cuando llegó la media hora todavía podía oír campanas lejanas sonando tras ella. Tal vez por eso a la gente de por aquí le gustaban tanto: incluso en las profundidades del Cónclave se podía oír el mundo exterior.

La criada la condujo hasta un par de grandes puertas de acero. Hizo una reverencia y Shallan la despidió con un ademán.

Shallan no pudo dejar de admirar la belleza de las puertas. Su exterior estaba tallado con una intrincada pauta geométrica de círculos y líneas y glifos. Era una especie de gráfica, la mitad en cada puerta. Por desgracia, no tenía tiempo para estudiar los detalles, así que pasó de largo.

Detrás de las puertas había una sala impresionante. Los lados eran de roca pulida y se extendían hasta las alturas; la tenue iluminación imposibilitaba saber cuánto, pero vio atisbos de luz lejana. Inmersos en las paredes había docenas de pequeños balcones, como los palcos privados de un teatro. En muchos de ellos brillaba una suave luz. Los únicos sonidos eran el paso de las páginas y suaves suspiros. Shallan se llevó al pecho la mano segura, sintiéndose empequeñecida por la magnífica cámara.

—¿Brillante? —dijo un joven maestro-siervo, acercándose—. ¿Qué necesitas?

—Una nueva sensación de perspectiva, al parecer —respondió Shallan, ausente—. ¿Cómo…?

—Esta sala se llama el Velo —explicó el sirviente en voz baja—. Es lo que hay antes que el Palaneo mismo. Ambos estaban aquí cuando se fundó la ciudad. Algunos piensan que estas salas fueron talladas por los mismísimos Cantores del Alba.

—¿Dónde están los libros?

—El Palaneo está por aquí.

El sirviente señaló y la guio hasta unas puertas situadas al otro lado de la sala. Tras atravesarlas, entraron en una cámara más pequeña dividida con paredes de grueso cristal. Shallan se acercó a la más cercana y la tocó. La superficie de cristal era áspera como la roca extraída.

—¿Animista? —preguntó.

El sirviente asintió. Tras él, otro criado pasó guiando a un fervoroso madrugador. Como todos los fervorosos, este anciano tenía la cabeza afeitada y una larga barba. Su sencilla túnica gris estaba atada por un cinturón marrón. El criado lo condujo hasta una esquina, y Shallan pudo distinguir vagamente sus formas al otro lado, sombras nadando a través del cristal.

Dio un paso adelante, pero el sirviente se aclaró la garganta.

—Necesitaré tu chit de admisión, brillante.

—¿Cuánto cuesta uno? —preguntó Shallan, vacilante.

—Mil broams de zafiro.

—¿Tanto?

—Los muchos hospitales del rey exigen mantenimiento —se disculpó el hombre—. Las únicas cosas que tiene Kharbranth para vender son peces, campanas e información. Las dos primeras cosas no son exclusivas nuestras. Pero la tercera…, bueno, el Palaneo tiene la mejor colección de tomos y pergaminos de Roshar. Más, incluso, que el Santo Enclave de Valath. En el último recuento, había más de setecientos mil textos distintos en nuestro archivo.

Su padre poseía exactamente ochenta y siete libros. Shallan los había leído todos varias veces. ¿Cuánto podía contenerse en setecientos mil libros? El peso de semejante información la aturdía. Anheló poder revisar aquellos estantes ocultos. Podría pasarse meses tan solo leyendo sus títulos.

Pero no. Tal vez cuando se asegurara de que sus hermanos estaban a salvo, cuando las finanzas de su casa quedaran restauradas, podría regresar. Tal vez.

Se sintió como si tuviera hambre y sin embargo tuviera que dejar sin comer una caliente tarta de frutas.

—¿Dónde puedo esperar? —preguntó—. Si alguien que conozco está dentro.

—Puedes usar una de las salas de lectura —dijo el criado, relajándose. Tal vez había temido que montara una escena—. No hace falta ningún chit para sentarse en una. Hay porteros parshmenios que te conducirán a los niveles superiores, si eso es lo que deseas.

—Gracias —repuso Shallan, volviendo la espalda al Palaneo. Se sentía de nuevo como una niña, encerrada en su cuarto, sin poder correr por los jardines debido a los miedos paranoicos de su padre—. ¿Tiene ya la brillante Jasnah una sala de lectura?

—Puedo preguntar —dijo el sirviente, conduciéndola de nuevo hacia el Velo con su techo lejano e invisible. Se marchó a consultar con otros, dejando a Shallan ante la puerta del Palaneo.

Podría echar a correr. Colarse…

No. Sus hermanos se burlaban de ella por ser demasiado tímida, pero no fue la timidez lo que la contuvo. Sin duda habría guardias. Irrumpir en el Palaneo no solo sería fútil, sino que estropearía cualquier oportunidad que tuviera de hacer cambiar de opinión a Jasnah.

Hacer cambiar de opinión a Jasnah, demostrar su valía. Solo pensarlo la ponía enferma. Odiaba cualquier tipo de confrontación. Cuando era más joven se había sentido como una delicada pieza de cristal, encerrada en un mueble para ser expuesta pero no tocada nunca. La única hija, el último recuerdo de la amada esposa del brillante señor Davar. Seguía pareciéndole raro tener que ser ella quien se hacía cargos después… Después del incidente… Después…

Los recuerdos la invadieron. Nan Balat herido, su ropa rasgada. Una larga espada plateada en la mano, lo bastante afilada para cortar las piedras como si fueran de agua.

«No. No pienses en el pasado», pensó Shallan, de espaldas a la pared de piedra, cogiendo su mochila.

Buscó solaz en los dibujos, metió los dedos en el zurrón para coger papel y sus lápices. Sin embargo, el criado regresó antes de que pudiera sacarlos.

—La brillante Jasnah Kholin ha pedido en efecto que reserven una sala de lectura para ella. Puedes esperarla allí, si lo deseas.

—Así es —respondió Shallan—. Gracias.

El criado la condujo a un cubículo en sombras, dentro del cual cuatro parshmenios esperan en una recia plataforma de madera. El criado y Shallan subieron a la plataforma y los parshmenios tiraron de unas cuerdas conectadas a una polea y alzaron la plataforma por el hueco de piedra. Las únicas luces eran las esferas colocadas en cada rincón del techo del ascensor. Amatistas, que tenían una suave luz violeta.

Shallan necesitaba un plan. Jasnah Kholin no parecía de las que cambian fácilmente de opinión. Tendría que sorprenderla, impresionarla.

Llegaron a un nivel a unos doce o quince metros del suelo, y el criado indicó a los porteadores que pararan. Shallan siguió al maestro-siervo por un oscuro pasillo que se extendía sobre el Velo. Era circular, como un torreón, y tenía un reborde de piedra que llegaba a la altura de la cintura con una barandilla de madera encima. Otras salas ocupadas brillaban con distintos colores por las esferas utilizadas para iluminarlos; la oscuridad del enorme espacio hacía que parecieran flotar en el aire.

Esta sala tenía un largo y curvo escritorio de piedra que se unía directamente al borde del balcón. Había una sola silla y un cuenco de cristal en forma de copa. Shallan le dio las gracias al criado asintiendo con la cabeza, y el criado se retiró. Entonces sacó un puñado de esferas y las colocó en el cuenco, iluminando la pequeña sala.

Suspiró, se sentó en la silla y depositó su zurrón en la mesa. Soltó los lazos del zurrón, entreteniéndose mientras intentaba pensar algo, cualquier cosa que persuadiera a Jasnah.

«Primero necesito despejar mi mente.»

Sacó del zurrón un fajo de grueso papel de dibujar, un puñado de lápices de carbón de diferentes anchuras, algunos pinceles y plumas de acero, tinta y acuarelas. Finalmente, sacó la libreta, encuadernada en forma de códice, y que contenía los bocetos naturales que había hecho durante las semanas transcurridas en
El Placer del Viento
.

Eran cosas sencillas, en realidad, pero para ella valían más que un cofre lleno de esferas. Sacó una hoja del fajo, luego seleccionó un lápiz de punta fina y lo hizo rodar entre sus dedos. Cerró los ojos y fijó una imagen en su mente: Kharbranth tal como lo había memorizado en aquel momento poco después de desembarcar en los muelles. Las olas golpeando los postes de madera, el olor salino del aire, los hombres trepando por los cordajes y llamándose unos a otros llenos de emoción. Y la ciudad misma alzándose sobre la colina, las casas encaramadas unas sobre otras, ni una mota de tierra malgastada. Campanas, lejanas, tintineando suavemente al aire.

Abrió los ojos y empezó a dibujar. Sus dedos se movían por su cuenta, trazando amplias líneas primero. El valle en forma de grieta donde estaba situada la ciudad. El puerto. Aquí, cuadrados representando las casas, allí un trazo para indicar un giro en la gran carretera que conducía al Cónclave. Lentamente, poco a poco, añadió detalles. Sombras como ventanas. Líneas para rellenar las carreteras. Atisbos de personas y carros para indicar el caos de las avenidas.

Había leído cómo trabajaban los escultores. Muchos tomaban un bloque de piedra y marcaban primero una forma vaga. Luego, lo repasaban de nuevo, tallando más detalles con cada pase. Era lo mismo con sus dibujos. Líneas anchas primero, luego algunos detalles, luego más, hasta las líneas más finas. No tenía ninguna formación académica con los lápices: simplemente, hacía lo que le parecía adecuado.

La ciudad tomó forma bajo sus dedos. La fue liberando, línea a línea, trazo a trazo. ¿Qué haría sin esto? La tensión escapó de su cuerpo, como liberado por las yemas de sus dedos hacia el lápiz.

Perdió el sentido del tiempo mientras trabajaba. A veces sentía como si entrara en trance, como si todo lo demás se difuminara. Los dedos casi parecían dibujar por su propia cuenta. Era mucho más fácil pensar mientras dibujaba.

Antes de que pasara demasiado tiempo, había copiado su Memoria en la página. Alzó la hoja, satisfecha, relajada, la mente despejada. La imagen memorizada de Kharbranth desapareció de su cabeza: la había liberado en el boceto. Había también en aquello una sensación de liberación. Como si su ente estuviera en tensión conteniendo recuerdos hasta que pudieran ser utilizados.

Hizo luego a Yalb, de pie, sin camisa, con el chaleco, ordenando al bajo porteador que la había traído hasta el Cónclave. Sonrió mientras trabajaba, recordando la afable voz de Yalb. Ya habría regresado al
Placer del Viento
. ¿Habían pasado dos horas? Probablemente.

Siempre le entusiasmaba más dibujar personas y animales que dibujar cosas. Había algo energético en poner una criatura viva en una página. Una ciudad era líneas y cuadrados, pero una persona era círculos y curvas. ¿Podría conseguir aquella sonrisa del rostro de Yalb? ¿Podría mostrar su perezosa felicidad, la forma en que flirteaba con una mujer muy por encima de su rango? Y el porteador, con sus finos dedos y sus sandalias, su largo abrigo y sus pantalones anchos. Su extraño lenguaje, sus agudos ojos, su plan para aumentar su estipendio ofreciendo no solo un viaje, sino un recorrido turístico.

Cuando dibujaba, no se sentía como si trabajara solo con carboncillo y papel. Al dibujar un retrato, su medio era el alma misma. Había plantas de las que podía quitarse un trocito (una hoja, o un peciolo), para luego plantarla y cultivar un duplicado. Cuando recopilaba la Memoria de una persona, liberaba un capullo de su alma, y lo cultivaba y lo hacía crecer en la página. Carboncillo para los tendones, pulpa de papel para el hueso, tinta para la sangre, la textura del papel para la piel. Se sumergió en un ritmo, una cadencia, el roce del lápiz como el sonido de la respiración de aquellos que representaba.

Los creacionspren se congregaron en torno a su libreta, mirando su trabajo. Como los otros spren, se decía que siempre estaban cerca, pero a menudo invisibles. A veces los atraías. A veces no. Con el dibujo, la habilidad parecía crear la diferencia.

Los creacionspren eran de tamaño medio, tan altos como uno de sus dedos, y brillaban con una leve luz plateada. Se transformaban continuamente, tomando formas nuevas. Normalmente, las formas eran cosas que habían visto recientemente. Una urna, una persona, una mesa, una rueda, un clavo. Siempre del mismo color plateado, siempre la misma altura diminuta. Imitaban las formas con exactitud, pero las movían de manera extraña. Una mesa rodaba como una rueda, una urna se quebraba y se reparaba sola.

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