El camino de los reyes (64 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Señaló el mapa de batalla, que tenía glifos marcando cada meseta. Dalinar se acercó, y un grupo de oficiales se congregó a su alrededor.

—¿A qué distancia dirías que está? —preguntó, frotándose la barbilla.

—A unas dos horas —respondió Teleb, indicando una ruta que uno de sus hombres había trazado en el mapa—. Señor, creo que tenemos buenas posibilidades con este. El brillante señor Aladar tendrá que atravesar series de mesetas no reclamadas para llegar a la zona en disputa, mientras que nosotros tenemos línea directa. El brillante señor Sadeas tendría problemas, ya que debería abrirse paso por varios grandes abismos, demasiado anchos para cruzarlos con puentes. Apuesto a que ni siquiera lo intentará.

Dalinar, en efecto, tenía la línea más directa. Sin embargo, vaciló. Habían pasado meses desde que participó en una carrera por las mesetas. Su atención se había desviado, sus tropas eran necesarias para proteger los caminos y patrullar los grandes mercados que habían crecido en las afueras de los campamentos. Y ahora las preguntas de Adolin pesaban sobre él, abatiéndolo. Parecía un momento terrible para ir a la guerra.

«No —pensó—. No, tengo que hacerlo.» Ganar una escaramuza haría mucho por la moral de sus tropas y desacreditaría los rumores en los campamentos.

—¡Marchamos! —declaró Dalinar.

Unos cuantos oficiales prorrumpieron en excitados vítores, una muestra extrema de emoción en los alezi, habitualmente reservados.

—¿Y tu hijo, brillante señor? —preguntó Teleb. Se había enterado del enfrentamiento entre ambos. Dalinar dudaba de que hubiera una persona en los diez campamentos de guerra que no lo hubiera hecho.

—Mándalo llamar —dijo Dalinar con firmeza. Adolin necesitaba esto probablemente tanto o más que él.

Los oficiales se dispersaron. Los portadores de la armadura de Dalinar entraron un momento más tarde. Solo habían pasado unos cuantos minutos desde que sonaran los cuernos, pero, después de seis años de lucha, la máquina de guerra funcionaba como un reloj cuando llamaba a la batalla. De fuera llegó la tercera llamada de los cuernos, reuniendo a los hombres.

Los portadores de la armadura comprobaron sus botas, para asegurarse de que los cordones estaban en su sitio, y luego trajeron un largo chaleco acolchado que pusieron encima de su uniforme. A continuación, colocaron en el suelo los escarpes o armaduras para las botas. Cubrieron las botas por completo y tenían en las suelas una superficie áspera que parecía aferrarse a la roca. El interior brillaba con la luz de los zafiros de sus bolsillos.

Dalinar recordó su visión más reciente. El Radiante, con su armadura brillando con glifos. Las armaduras esquirladas modernas no brillaban así. ¿Podría su mente haber fabricado ese detalle? ¿Lo habría hecho?

«No hay tiempo para pensar en eso ahora», pensó. Apartó sus inseguridades y preocupaciones, algo que había aprendido a hacer durante sus primeras batallas cuando era joven. Un guerrero necesitaba estar concentrado. Las preguntas de Adolin lo seguirían esperando cuando volviera. Por ahora, no podía permitirse dudar de sí mismo, sentirse inseguro. Era el momento del Aguijón Negro.

Se calzó los escarpes, y las correas se tensaron por su cuenta, encajando alrededor de sus botas. Las glebas vinieron a continuación, sobre sus piernas y rodillas, encajando en los escarpes. La esquirlada no se parecía a las armaduras corrientes. No había malla de acero ni correas de cuero en las juntas. Sus costuras estaban hechas de placas más pequeñas, entrelazadas, solapadas, increíblemente intrincadas, que no dejaban ninguna abertura vulnerable. Había muy poco roce o irritación: cada pieza encajaba a la perfección, ya que había sido creada específicamente para Dalinar.

Siempre había que ponerse la armadura de los pies hacia arriba. La armadura esquirlada era enormemente pesada: sin la fuerza ampliada que proporcionaba, ningún hombre podría luchar con ella puesta. Dalinar se quedó quieto mientras sus ayudantes colocaban los quijotes sobre sus muslos y los enganchaban a las faldas y la loriga en su cintura y espalda. Una falda hecha de pequeñas placas entrelazadas que llegaba hasta las rodillas fue lo siguiente.

—Brillante señor —dijo Teleb, acercándose a él—. ¿Has pensado en mi sugerencia sobre los puentes?

—Sabes lo que pienso de los puentes transportados por hombres, Teleb —contestó Dalinar mientras sus ayudantes colocaban el peto en su sitio y luego trabajaban con los guardabrazos y avambrazos. Dalinar podía sentir ya la fuerza de la armadura surcándolo.

—No tendríamos que usar los puentes más pequeños para el asalto —dijo Teleb—. Solo para llegar a la meseta en liza.

—Tendríamos que llevar de todas formas los puentes tirados por chulls para cruzar el último abismo —dijo Dalinar—. No estoy tan seguro de que las cuadrillas de los puentes nos hicieran movernos con más rapidez. No cuando tenemos que esperar a esos animales.

Teleb suspiró.

Dalinar recapacitó. Un buen oficial era aquel que aceptaba las órdenes y las cumplía, aunque no estuviera de acuerdo. Pero la marca de un gran oficial era también tratar de innovar y ofrecer sugerencias apropiadas.

—Puedes reclutar y entrenar a una sola cuadrilla —dijo Dalinar—. Ya veremos. En estas carreras incluso unos pocos minutos pueden ser importantes.

Teleb sonrió.

—Gracias, señor.

Dalinar se despidió con la mano izquierda mientras sus ayudantes le colocaban el guantelete en la derecha. Cerró el puño, comprobando que las diminutas placas se curvaban a la perfección. Luego vino el guantelete izquierdo. Luego le pasaron la gorguera por encima de la cabeza, para cubrirle el cuello, y después las hombreras y el yelmo. Finalmente, ajustaron su capa a las hombreras.

Dalinar inspiró profundamente, sintiendo la Emoción acumularse para la inminente batalla. Salió de la sala de guerra, las pisadas firmes y sólidas. Ayudantes y sirvientes se apartaron a su paso. Llevar de nuevo la armadura esquirlada después de un largo período sin hacerlo era como despertarse después de una noche de sentirse mareado o desorientado. El impulso del paso, el ímpetu que la armadura parecía prestarle le hacían querer correr por el pasillo y…

¿Y por qué no?

Echó a correr. Teleb y los demás dejaron escapar un grito de sorpresa y se apresuraron para alcanzarlo. Dalinar los dejó atrás fácilmente y llegó a las puertas del complejo, que franqueó de un salto, lanzándose por los largos escalones de la entrada de su enclave. Se sintió exultante, sonriendo mientras colgaba en el aire, y entonces golpeó el suelo, agazapándose. La fuerza del impacto resquebrajó la piedra bajo sus pies.

Ante él, ordenadas filas de barracones se extendían por todo el campamento, formadas en círculos radiales con un punto central y un comedor en el centro de cada batallón. Sus oficiales llegaron a lo alto de las escalinatas y lo miraron sorprendidos. Renarin iba con ellos, llevando su uniforme que nunca había entrado en batalla, la mano alzada contra la luz del sol.

Dalinar se sintió como un tonto. ¿Era acaso un joven que probaba por primera vez una armadura esquirlada? «Vuelve al trabajo. Deja de jugar.»

Perethorn, su jefe de infantería, lo saludó.

—Los batallones segundo y tercero están de servicio hoy, brillante señor. Forman filas para iniciar la marcha.

—El escuadrón del primer puente está reunido, brillante señor —informó Havarah, el jefe de los puentes. Era un hombre bajo, con algo de sangre herdaziana que quedaba en evidencia en sus uñas oscuras y cristalinas, aunque no llevaba chispero—. Ashelem informa que la compañía de arqueros está preparada.

—¿Y la caballería? —preguntó Dalinar—. ¿Dónde está mi hijo?

—Aquí, padre —contestó una voz familiar. Adolin, con su armadura pintada de un intenso color azul Kholin, se abrió paso entre la multitud. Tenía alzada la visera y parecía ansioso, aunque cuando miró a Dalinar a los ojos apartó rápidamente la vista.

Dalinar levantó una mano, haciendo callar a varios oficiales que intentaban presentarle informes. Se dirigió a Adolin, y el joven alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Dijiste lo que sentías que debías decir —dijo Dalinar.

—Y no lamento lo que hice —respondió Adolin—. Pero sí lamento como y donde lo dije. No volverá a suceder.

Dalinar asintió, y eso fue suficiente. Adolin pareció relajarse, como si le hubieran quitado un peso de encima, y Dalinar se volvió hacia sus oficiales. En unos momentos, Adolin y él dirigían a un presuroso grupo hacia la zona de reunión. Mientras lo hacían, Dalinar advirtió que su hijo saludaba a una joven que esperaba a un lado, vestida de rojo, el pelo trenzado de forma muy hermosa.

—¿Esa es…, er…?

—¿Malasha? Sí.

—Parece simpática.

—La mayor parte del tiempo lo es, aunque está algo molesta porque no quise dejarla acompañarme hoy.

—¿Quería venir a la batalla?

Adolin se encogió de hombros.

—Dice que es curiosa.

Dalinar no dijo nada. La batalla era un arte masculina. Una mujer que quería ir al campo de batalla era…, bueno, como un hombre que quisiera leer. Innatural.

Delante, en la zona de reunión, los batallones formaban filas, y un oficial ojos claros corrió hacia Dalinar. Tenía parches de pelo rojo en su oscura cabeza alezi y un bigote largo y rojo. Llamar, el jefe de caballería.

—Brillante señor, mis disculpas por el retraso. La caballería está montada y preparada.

—Marchemos, pues. Todas las filas…

—¡Brillante señor! —dijo una voz.

Dalinar se volvió hacia uno de los mensajeros, que se acercaba. Era un ojos oscuros vestido de cuero y marcado con bandas azules en los brazos. Saludó.

—¡El alto príncipe Sadeas exige ser admitido en el campamento!

Dalinar miró a Adolin. La expresión de su hijo se ensombreció.

—Dice que la orden de investigación del rey le concede ese derecho —dijo el mensajero.

—Admítelo —dijo Dalinar.

—Sí, brillante señor —respondió el mensajero, dándose la vuelta. Uno de los oficiales menores, Moratel, lo acompañó para que Sadeas pudiera ser bienvenido y escoltado por un ojos oscuros tal como exigía su posición. Moratel era el que menos rango tenía entre los presentes: todos comprendían que era él a quien enviaría Dalinar.

—¿Qué crees que quiere Sadeas esta vez? —le preguntó Dalinar en voz baja a su hijo.

—Nuestra sangre. Preferiblemente caliente, tal vez endulzada con unas gotas de brandy.

Dalinar hizo una mueca y los dos se apresuraron para pasar ante las filas de soldados. Los hombres tenían un aire de expectación, las lanzas en alto, los ciudadanos oficiales ojos oscuros de pie a los lados con las hachas sobre los hombros. Delante del ejército, un grupo de chulls bufaba y hurgaba en las rocas que había junto a sus patas; varios enormes puentes móviles estaban enganchados a sus espaldas.

Galante
y
Sangre Segura
, el corcel blanco de Adolin, esperaban, las riendas sujetas por los mozos. Los caballos ryshadios apenas necesitaban cuidadores. Una vez,
Galante
abrió a patadas su cuadra y se dirigió por su cuenta a la zona de reunión porque el mozo fue demasiado lento. Dalinar palmeó al negro alazán en el cuello, y luego montó en su silla.

Escrutó a sus tropas, y entonces alzó el brazo para dar la orden de ponerse en marcha. Sin embargo, advirtió a un grupo de hombres a caballo que cabalgaban hacia el punto de encuentro, conducidos por una figura con una armadura rojo oscuro. Sadeas.

Dalinar reprimió un suspiro y dio la orden de iniciar la marcha, aunque él esperó al alto príncipe de información. Adolin, montado en
Sangre Segura
, se acercó y dirigió a Dalinar una mirada que parecía decir: «No te preocupes, me comportaré.»

Como siempre, Sadeas era un modelo en el vestir, la armadura pintada, el yelmo adornado con una pauta metálica completamente distinta a la que había llevado la última vez. Esta tenía la forma estilizada de un estallido solar. Casi parecía una corona.

—Brillante señor Sadeas —dijo Dalinar—. Es un momento inconveniente para tu investigación.

—Desgraciadamente —dijo Sadeas, refrenando a su montura—. Su majestad está muy ansioso por obtener respuestas, y no puedo detener mi investigación, ni siquiera por un ataque a una meseta. Tengo que interrogar a algunos de tus soldados. Lo haré por el camino.

—¿Quieres venir con nosotros?

—¿Por qué no? No os retrasaré. —Miró a los chulls, que se pusieron en marcha, tirando de los pesados puentes—. Dudo que aunque yo decidiera ir arrastrándome, pudiera retrasaros más.

—Nuestros soldados necesitan concentrarse para la inminente batalla, brillante señor —dijo Adolin—. No deberían ser distraídos.

—Hay que cumplir la voluntad del rey —respondió Sadeas, encogiéndose de hombros, sin molestarse siquiera en mirar a Adolin—. ¿Debo presentar la orden? Sin duda no pretenderás prohibírmelo.

Dalinar estudió a su antiguo amigo, mirándolo a los ojos, tratando de ver en el alma del hombre. La característica sonrisita de Sadeas había desaparecido: normalmente la mostraba cuando estaba satisfecho con la manera que se desarrollaba alguno de sus planes. ¿Se daba cuenta de que Dalinar sabía leer sus expresiones y por eso enmascaraba sus emociones?

—No hace falta presentar nada, Sadeas. Mis hombres están a tu disposición. Si necesitas cualquier cosa, simplemente pídela. Adolin, acompáñame.

Dalinar volvió a
Galante
y galopó por la línea hacia el frente del ejército en marcha. Adolin lo siguió reacio, y Sadeas se quedó atrás con sus ayudantes.

Comenzó la larga cabalgada. Los puentes permanentes de esta parte eran de Dalinar, mantenidos y protegidos por sus soldados y exploradores, y conectaban las mesetas que él controlaba. Sadeas se pasó el viaje junto al centro de la columna formada por dos mil hombres. Periódicamente enviaba a un ayudante para que trajera a algún soldado concreto de la fila.

Dalinar se pasó el viaje preparándose mentalmente para la batalla que les esperaba. Habló con sus oficiales sobre el trazado de la meseta, recibió un informe de dónde había elegido hacer su crisálida el abismoide, y envió exploradores para que vigilaran a los parshendi. Esos exploradores llevaban sus largas pértigas para saltar sin puentes de meseta en meseta.

Llegaron por fin al final de los puentes permanentes y tuvieron que esperar a que los puentes de los chulls fueran colocados. Las grandes máquinas estaban construidas como si fueran torres de asedio, con enormes ruedas y secciones blindadas a los lados, para que los soldados pudieran empujar. En los abismos, soltaban a los chulls, empujaban la máquina a mano y manejaban una manivela detrás para bajar el puente. Cuando este estaba ya colocado, destrababan la maquinaria y cruzaban. El puente estaba construido de forma que podían asegurar la máquina al otro lado, subir el puente, y luego girarlo y enganchar de nuevo a los chulls.

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