El camino de los reyes (66 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

«Vida antes que muerte.»

¿Qué era esa voz?

Se volvió a mirar al otro lado del abismo, donde Sadeas, bien alejado del alcance de los arcos, esperaba con sus ayudantes. Sadeas podía sentir la desaprobación en la postura de su ex amigo. Dalinar y Adolin se arriesgaban, saltando peligrosamente sobre el abismo. Un ataque del tipo de los que Sadeas proponía costaba más vidas. ¿Pero cuántas vidas perdería el ejército de Dalinar si uno de sus portadores era empujado al abismo?

Galante
cruzó el puente junto a una fila de soldados que lo vitorearon. Se detuvo ante Dalinar, quien agarró las riendas. Era necesario ahora mismo. Sus hombres luchaban y morían, y no era momento para lamentaciones ni dudas.

Un salto, amplificado por la armadura, lo colocó en la silla. Entonces, con la espada esquirlada en alto, cargó a la batalla para matar por sus hombres. Los Radiantes no habían luchado por esto. Pero al menos era algo.

Ganaron la batalla

Dalinar dio un paso atrás, sintiéndose fatigado mientras Adolin hacía los honores de recoger la gema corazón. La crisálida se alzaba como un enorme rocapullo oblongo de diez metros de altura y sujeto al irregular suelo de piedra por algo que parecía crem. Había cadáveres a su alrededor, algunos humanos y otros parshendi. Los parshendi habían intentado llegar rápidamente al interior y huir, pero solo habían conseguido crear unas cuantas grietas en el cascarón.

La lucha había sido más furiosa aquí, alrededor de la crisálida. Dalinar descansó contra un saliente de roca y se quitó el yelmo, revelando a la fría brisa una cabeza sudorosa. El sol estaba alto en el cielo: la batalla había durado unas dos horas.

Adolin trabajó con eficacia, usando su espada con cuidado para cortar una sección del exterior de la crisálida. Luego se zambulló con destreza, matando a la criatura que pupaba pero evitando la zona donde estaba la gema corazón.

Así de fácil, la criatura murió. Ahora la hoja esquirlada podía cortar, y Adolin tajó secciones de carne. Icor de color púrpura borboteó cuando empezó a buscar la gema corazón. Los soldados vitorearon cuando la extrajo, los glorispren flotaban por encima del ejército entero como cientos de esferas de luz.

Dalinar se apartó, el yelmo en la mano izquierda. Cruzó el campo de batalla, pasando ante los cirujanos que atendían a los heridos y a los equipos que trasladaban a sus muertos a los puentes. Había trineos tras los carros de chulls para ellos, para que pudieran ser incinerados adecuadamente en el campamento.

Había un montón de cadáveres parshendi. Al contemplarlos ahora, no se sintió disgustado ni emocionado. Tan solo exhausto.

Había ido decenas de veces a la batalla, quizá cientos de veces. Nunca antes se había sentido como hoy. Aquella repulsión lo había distraído, y podía haber acabado con su vida. La batalla no era momento para la reflexión: había que enfocar la mente en lo que estabas haciendo.

La Emoción había parecido sometida durante toda la batalla, y no había luchado tan bien como solía hacerlo. Esta batalla debería de haberle traído claridad. En cambio, sus preocupaciones parecían amplificadas. «Sangre de mis padres —pensó—, subiendo a un pequeño promontorio de roca. ¿Qué me está pasando?»

Su debilidad de hoy parecía el último y más potente argumento para demostrar lo que Adolin (y muchos otros) decían sobre él. Miró hacia el este, hacia el Origen. Sus ojos se volvían a menudo hacia esa dirección. ¿Por qué? ¿Qué era…?

Se detuvo, advirtiendo a un grupo de parshendi en una meseta cercana. Sus exploradores los observaban con cautela. Era el ejército que la gente de Dalinar había expulsado. Aunque habían matado a un montón de parshendi hoy, la enorme mayoría había escapado, retirándose cuando advirtieron que tenían la batalla perdida. Ese era uno de los motivos por los que la guerra duraba tanto. Los parshendi sabían lo que era una retirada estratégica.

Este ejército formaba filas, agrupadas en parejas de guerra. Una figura dominante se alzaba a su cabeza, un parshendi grande de armadura resplandeciente. Incluso en la distancia, era fácil notar la diferencia entre este ser y algo más mundano.

Ese portador de esquirlada no había estado presente durante la batalla. ¿Por qué venía ahora? ¿Había llegado demasiado tarde?

La figura acorazada y el resto de los parshendi se dieron media vuelta y se marcharon, saltando el abismo tras ellos y huyendo hacia sus refugios invisibles en el centro de las Llanuras.

Si algo de lo que he dicho tiene para ti un atisbo de sentido, confío en que les ordenes que vuelvan. O tal vez podrías sorprenderme y pedirles que hagan algo productivo por una vez.

Kaladin entró en la botica, cerrando de golpe la puerta tras él. Como antes, el anciano fingió ser débil y usó el bastón para abrirse paso hasta que reconoció a Kaladin. Entonces se irguió.

—Oh. Eres tú.

Habían sido dos largos días. Pasaban las mañanas y tardes trabajando y entrenándose (Teft y Roca practicaban ahora con él), y las noches en el primer abismo, sacando los juncos de su escondite en una grieta y luego ordeñándolos durante horas. Gaz los había visto salir la noche anterior, y el sargento del puente sin duda recelaba. No podía evitarse.

El Puente Cuatro había sido convocado a una carrera hoy. Por fortuna, llegaron antes que los parshendi, y ninguna de las cuadrillas había perdido hombres. La cosas no habían ido tan bien para las tropas regulares alezi. La línea alezi había acabado por ceder ante el ataque parshendi, y las cuadrillas de los puentes se vieron obligadas a conducir a una tropa cansada, furiosa y derrotada de vuelta al campamento.

Kaladin tenía los ojos hinchados por la fatiga de quedarse despierto hasta tarde trabajando con los juncos. Su estómago gruñía perpetuamente por recibir una fracción del alimento que necesitaba, ya que compartía su comida con dos heridos. Todo eso se acababa hoy. El boticario se situó detrás de su mostrador, y Kaladin se acercó. Syl entró volando en la habitación, su lazo de luz convertido en una mujer de cintura para arriba. Volteó como una acróbata y se posó sobre la mesa con un suave movimiento.

—¿Qué necesitas? —preguntó el boticario—. ¿Más vendas? Bueno, puede que…

Se interrumpió cuando Kaladin colocó una botella de licor de tamaño medio sobre la mesa. Tenía agrietada la parte superior, pero era capaz de mantener el tapón de corcho. Lo quitó, revelando la lechosa savia blanca de su interior. Había usado la primera que habían cosechado para tratar a Leyten, Dabbid y Hobber.

—¿Qué es esto? —preguntó el viejo boticario, ajustándose las gafas e inclinándose—. ¿Me ofreces una copa? No bebo ya. Me trastorna el estómago, ya sabes.

—No es licor. Es savia de matopomo. Dijiste que era cara. Bueno, ¿cuánto me das por esto?

El boticario parpadeó, y luego se inclinó aún más y olfateó el contenido.

—¿De dónde has sacado esto?

—Lo recogí de los juncos que crecen fuera del campamento.

La expresión del boticario se ensombreció. Se encogió de hombros.

—Me temo que no vale nada.

—¿Qué?

—Los matopomos salvajes no son lo bastante potentes —el boticario volvió a poner el tapón. Un fuerte viento golpeó el edificio, colándose bajo la puerta y removiendo los olores de los muchos polvos y tónicos que vendía—. Esto es prácticamente inútil. Te daré dos marcoclaros, siendo generoso. Tendré que destilarlo, y tendré suerte si consigo sacar un par de cucharadas.

«¡Dos marcos! —pensó Kaladin con desespero—. ¿Después de tres días de trabajo, de dormir solo unas pocas horas cada noche? ¿Todo por algo que solo vale un par de días de salario?»

Pero no. La savia había funcionado con la herida de Leyten, haciendo que los putrispren huyeran y la infección se retirara. Kaladin entornó los ojos mientras el boticario sacaba dos marcos de su monedero y los colocaba sobre la mesa. Como muchas esferas, estaban ligeramente aplastadas por un lado para impedir que rodaran.

—Lo cierto es que te daré tres —dijo el boticario, frotándose la barbilla. Sacó un marco más—. Odio ver que todos tus esfuerzos son en vano.

—Kaladin —dijo Syl, estudiando al boticario—. Está nervioso por algo. ¡Creo que está mintiendo!

—Lo sé —dijo Kaladin.

—¿Y eso? —repuso el boticario—. Bueno, si sabías que todo esto no valía nada, ¿por qué esforzarte tanto?

Echó mano a la botella. Kaladin la detuvo.

—Sacamos dos o más gotas de cada junco, ¿sabes?

El boticario frunció el ceño.

—La última vez, me dijiste que tendría suerte si sacaba una gota por junco. Dijiste que por eso la savia de matopomo era tan cara. No dijiste nada de que las plantas «salvajes» fueran más débiles.

—Bueno, no pensé que fueras a tratar de recogerlos, y… —guardó silencio cuando Kaladin lo miró a los ojos.

—El ejército no lo sabe, ¿verdad? —preguntó Kaladin—. No son conscientes de lo valiosas que son esas plantas de ahí fuera. Las cosechas, vendes la savia, y obtienes una fortuna ya que el ejército necesita un montón de antisépticos.

El viejo boticario maldijo y retiró la mano.

—No sé de qué estás hablando.

Kaladin cogió su botella.

—¿Y si voy a la tienda de los curanderos y les digo de dónde saqué esto?

—¡Te lo quitarán! —dijo el hombre con urgencia—. No seas necio. Tienes una marca de esclavo, muchacho. Pensarán que lo has robado.

Kaladin se dispuso a marcharse.

—Te daré un marcocielo —dijo el boticario—. Es la mitad de lo que cobraría a los militares por esa cantidad.

Kaladin se volvió.

—¿Les cobras dos marcocielos por algo que solo se tarda un par de días en cosechar?

—No soy solo yo —dijo el boticario, haciendo una mueca—. Todos los boticarios cobran igual. Decidimos juntos un precio justo.

—¿Y esto consideráis que es justo?

—¡Tenemos que ganarnos la vida aquí, en esta tierra olvidada de la mano del Todopoderoso! Nos cuesta dinero emplazar una tienda, mantenernos, contratar guardias.

Rebuscó en su bolsa y sacó una esfera que brillaba azul oscuro. Una esfera de zafiro valía veinticinco veces lo que una de diamante. Como Kaladin ganaba un marco de diamante al día, un marcocielo valía lo que ganaba en medio mes. Naturalmente, un soldado ojos oscuros corriente ganaba cinco marcoclaros al día, por lo que para ellos esto sería una semana de salario.

En otra época, a Kaladin no le habría parecido mucho dinero. Ahora era una fortuna. Con todo, vaciló.

—Debería denunciaros. Los hombres mueren por vuestra culpa.

—No, no es así —dijo el boticario—. Los altos príncipes tienen más que suficiente para pagar esto, considerando lo que obtienen en las mesetas. Nosotros les suministramos frascos de savia cada vez que las necesitan. ¡Lo único que conseguirías al denunciarnos es permitir que monstruos como Sadeas se quedaran unas cuantas esferas más en los bolsillos!

El boticario estaba sudando. Kaladin amenazaba con derribar todo su negocio en las Llanuras Quebradas. Y se ganaba tanto dinero con la savia, que esto podía volverse muy peligroso. Los hombres mataban por guardar estos secretos.

—Llenar mi bolsillo o llenar el de los brillantes señores —dijo Kaladin—. Supongo que no puedo discutir con esa lógica. —Volvió a depositar la botella sobre el mostrador—. Aceptaré el trato, siempre que incluyas más vendajes.

—Muy bien —dijo el boticario, relajándose—. Pero mantente alejado de esos juncos. Me sorprende que los encontraras tan cerca y que no hubieran sido recogidos ya. Mis trabajadores tienen cada vez más problemas para hallarlos.

«No tienen una vientospren guiándolos», pensó Kaladin.

—¿Entonces por qué quieres desanimarme? Podría conseguirte más.

—Bueno, sí. Pero…

—Es más barato si lo haces tú mismo —dijo Kaladin, inclinándose—. Pero de esta forma no dejas rastro. Yo proporciono la savia, cobrando un marcocielo. Si los ojos claros descubren alguna vez lo que han estado haciendo los boticarios, podréis decir que no lo sabíais…, que lo único que sabíais es que un hombre de los puentes os vendía savia, y vosotros lo volvíais a vender al ejército con una subida de precio razonable.

Eso pareció atraer al viejo.

—Bien, tal vez no haga demasiadas preguntas sobre cómo cosechaste esto. Es asunto tuyo, joven. Asunto tuyo…

Se dirigió a la parte posterior de su tienda y regresó con una caja de vendas. Kaladin la aceptó y se marchó sin decir nada más.

—¿No estás preocupado? —preguntó Syl, flotando junto a su cabeza mientras caminaba bajo la luz de la tarde—. Si Gaz descubre lo que estás haciendo, podrías verte en problemas.

—¿Qué más podrían hacerme? Dudo que consideren que esto es un delito por el que merezca la pena castigarme.

Syl miró hacia atrás, convirtiéndose en poco más que una nube con una leve sugerencia de forma humana.

—No puedo decidir si es deshonesto o no.

—No es deshonesto: es un negocio —Kaladin hizo una mueca—. El grano de lavis se vende de la misma forma. Lo cultivan los granjeros y lo venden por un precio ridículo a los mercaderes, quienes lo llevan a las ciudades y lo venden a otros mercaderes, quienes lo venden a la gente por cuatro o cinco veces el precio por el que fue comprado originalmente.

—¿Entonces por qué te molestó? —preguntó Syl, frunciendo el ceño mientras evitaban a una tropa de soldados, uno de los cuales arrojó el corazón de una palafruta a la cabeza de Kaladin. Los soldados se rieron.

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