El camino de los reyes (69 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

Escuchaba a su madre burlarse de él a su manera inteligente e ingeniosa.

Estaba en el campo de batalla, rodeado de enemigos pero acompañado por sus amigos.

Escuchaba a su padre decirle con desdén en la voz que las lanzas solo servían para matar. No se podía matar para proteger.

Estaba solo en un abismo en las profundidades de la tierra, empuñando la lanza de un muerto, los dedos sujetando la madera mojada, un leve goteo llegaba de algún lugar distante.

La fuerza corrió por todo su ser mientras giraba la punta de la lanza para asumir una kata avanzada. Su cuerpo se movió como por su cuenta, ejecutando las formas en las que tan frecuentemente se había entrenado. La lanza danzó en sus dedos, cómoda, una extensión de sí mismo. La hizo girar, blandiéndola una y otra vez sobre su cuello, sobre su brazo, atacando y barriendo. Aunque hacía meses que no empuñaba un arma, sus músculos sabían qué hacer. Era como si la lanza misma lo supiera.

La tensión se diluyó, la frustración se difuminó, y su cuerpo suspiró contento aunque trabajaba furiosamente. Esto era familiar. Lo agradecía. Había sido creado para ello.

A Kaladin le habían dicho siempre que luchaba como no lo hacía nadie. Lo había notado el primer día que cogió un bastón, aunque los consejos de Tukk lo habían ayudado a afinar y canalizar lo que podía hacer. Kaladin se preocupaba cuando luchaba. Nunca combatía sintiéndose frío o impasible. Luchaba por mantener a sus hombres con vida.

De todos los reclutas de su cohorte, había aprendido a ser el más rápido. Cómo sostener la lanza, cómo prepararse para luchar. Lo había hecho casi sin instrucción. Eso sorprendió a Tukk. ¿Por qué fue así? Uno no se sorprende cuando ve que un niño sabe respirar. No te sorprendes cuando una anguila aérea remonta el vuelo por primera vez. No deberías sorprenderte cuando le entregas a Kaladin Benditormenta una lanza y ves que sabe utilizarla.

Kaladin realizó los últimos movimientos de la kata, olvidado el abismo, olvidados los hombres del puente, olvidada la fatiga. Durante un momento, fue solo él. El viento y él. Luchó el viento, y el viento se reía.

Volvió a poner la lanza en su sitio, sujetando el asta en la posición un cuarto, la punta hacia abajo, la parte inferior del asta bajo el brazo, el extremo posterior tras la cabeza. Inspiró profundamente, temblando.

«Oh, cuánto lo he echado de menos.»

Abrió los ojos. La chisporroteante luz de las antorchas reveló a un puñado de hombres aturdidos en el húmedo pasillo de piedra, las paredes húmedas y reflejando la luz. Moash dejó caer un puñado de esferas, aturdido y silencioso, mientras miraba a Kaladin con la boca abierta. Las esferas cayeron en el charco a sus pies, haciendo que brillara, pero ninguno de los hombres lo advirtió. Tan solo miraban a Kaladin, que todavía asumía la pose de batalla, medio agazapado, el sudor corriéndole por los lados de la cara.

Parpadeó, tomando consciencia de lo que había hecho. Si Gaz se enteraba de que andaba jugueteando con lanzas… Kaladin se irguió y dejó caer la lanza en el montón de las armas.

—Lo siento —susurró, aunque no sabía por qué. Entonces, en voz más alta, dijo—: ¡De vuelta al trabajo! No quiero quedarme aquí atrapado cuando anochezca.

Los hombres se pusieron en movimiento. Al fondo del pasillo, Kaladin vio a Roca y Teft. ¿Habían visto la kata completa? Ruborizándose, corrió junto a ellos. Syl se posó en su hombro, silenciosa.

—Kaladin, muchacho —dijo Teft, lleno de reverencia—. Eso ha sido…

—No ha sido nada. Solo una kata. Su función es hacer trabajar los músculos y hacerte practicar los golpes, acometidas y barridos básicos. Es más espectacular que útil.

—Pero…

—No, de verdad. ¿De verdad imaginas a un hombre haciéndose pasar una lanza por detrás del cuello durante un combate? Lo eliminarían en un segundo.

—Muchacho —dijo Teft—, he visto katas antes. Pero nunca una así. La forma en que te movías…, la velocidad, la gracia… Y había una especie de spren revoloteando a tu alrededor, entre tus acometidas, brillando con una luz pálida. Era precioso.

Roca se sobresaltó.

—¿Pudiste verlo?

—Claro. Nunca había visto un spren igual. Pregúntale a los otros hombres…, vi a unos cuantos señalando.

Kaladin miró con el ceño fruncido a Syl, que todavía estaba sentada sobre su hombro, recatada, las piernas cruzadas y las manos en las rodillas, procurando no mirarlo.

—No fue nada —repitió Kaladin.

—No, desde luego que no —repuso Roca—. Tal vez eres tú quien debería desafiar a un portador de esquirlada. ¡Podrías convertirte en un brillante señor!

—No quiero ser brillante señor —replicó Kaladin, quizá más bruscamente de lo necesario. Los otros dos se sobresaltaron—. Además —añadió, apartando la mirada—, ya lo intenté una vez. ¿Dónde está Dunny?

—Espera —dijo Teft—, tú…

—¿Dónde está Dunny? —dijo Kaladin firmemente, recalcando cada palabra. «Padre Tormenta. Tengo que mantener cerrada la boca.»

Teft y Roca compartieron una mirada antes de que Teft señalara.

—Encontramos a algunos parshendi muertos tras el recodo. Pensé que querrías saberlo.

—Parshendi —dijo Kaladin—. Vamos a ver. Tal vez tengan algo valioso.

Nunca antes había saqueado cadáveres de parshendi: a los abismos caían muchos menos parshendi que alezi.

—Es verdad —dijo Roca, guiándolos con una antorcha encendida—. Las armas que tienen, sí, son muy bonitas. Y tienen gemas en las barbas.

—Por no mencionar las armaduras —dijo Kaladin.

Roca negó con la cabeza.

—No hay armaduras.

—Roca, he visto sus armaduras. Siempre las llevan.

—Bueno, sí, pero no podemos usarlas.

—No comprendo.

—Ven —dijo Roca, haciendo un gesto—. Es más fácil que explicarlo.

Kaladin se encogió de hombros y rodearon el recodo. Roca se rascaba la barba pelirroja.

—Pelos estúpidos —murmuró—. Ah, tenerlos bien otra vez. Un hombre no es un hombre sin la barba adecuada.

Kaladin se frotó su propia barba. Uno de estos días ahorraría y se compraría una cuchilla y se desharía de la maldita molestia. Oh, bueno, probablemente no. Necesitaría las esferas para otra cosa.

Rodearon el recodo y encontraron a Dunny colocando en fila a los cadáveres parshendi. Había cuatro, y parecía que habían sido barridos desde otra dirección. Había también unos cuantos cadáveres alezi.

Kaladin avanzó, indicando a Roca que trajera la luz, y se arrodilló para inspeccionar a uno de los parshendi muertos. Eran como parshmenios, con la piel moteada de negro y escarlata. Su única vestimenta eran faldas negras hasta las rodillas. Tres llevaban barba, que no eran corrientes en los parshmenios, entretejidas con gemas sin cortar.

Tal como Kaladin esperaba, llevaban armaduras de color rojo claro. Petos, yelmos, guardas en los brazos y las piernas. Armaduras importantes para soldados de a pie regulares. Algunas estaban agrietadas por la caída o por el efecto de la riada. No eran de metal, entonces. ¿Madera pintada?

—Creía que habías dicho que no llevaban armaduras —dijo Kaladin—. ¿Qué intentabas decirme? ¿Que no te atreves a quitárselas a los muertos?

—¿Que no me atrevo? —dijo Roca—. Kaladin, maese brillante señor, brillante jefe de puente, mago de la lanza, quizá tú se las quieras quitar.

Kaladin se encogió de hombros. Su padre lo había familiarizado con los muertos y los moribundos, y aunque la parecía mal robarles, no era melindroso. Palpó al primer parshendi y advirtió que llevaba un cuchillo. Lo cogió y buscó la correa que sujetaba en su sitio la hombrera.

No había ninguna correa. Kaladin frunció el ceño y miró debajo de la hombrera, tratando de arrancarla. La piel se levantó con ella.

—¡Padre Tormenta! —exclamó. Inspeccionó el yelmo. Estaba incrustado en la cabeza. ¿O tal vez crecía en la cabeza?—. ¿Qué es esto?

—No lo sé —respondió Roca, encogiéndose de hombros—. Parece que desarrollan sus propias armaduras ¿no?

—Eso es ridículo. Solo son personas. Las personas, ni siquiera los parshmenios, no desarrollan armaduras.

—Los parshendi sí —dijo Teft.

Kaladin y los otros dos se volvieron hacia él.

—No me miréis así —dijo el viejo, con una mueca—. Trabajé en el campamento unos cuantos años antes de acabar en el puente…, y no, no voy a contaros nada más, así que la tormenta os lleve. Pero los soldados hablan. Los parshendi desarrollan caparazones.

—He conocido a parshmenios —dijo Kaladin—. Había un par en la ciudad donde vivía, sirviendo al consistor. Ninguno de ellos desarrolló armaduras.

—Bueno, estos son un tipo distinto de parshmenios —replicó Teft, torciendo el gesto—. Más grandes, más fuertes. Pueden saltar los abismos, por el amor de Kelek. Y desarrollan armaduras. Ya está.

No había nada más que discutir, así que continuaron recogiendo lo que pudieron. Muchos parshendi usaban armas pesadas (hachas, martillos) que no habían sido arrastradas con los cuerpos como muchas de las lanzas y flechas de los soldados alezi. Encontraron varios cuchillos y una espada ornamentada, todavía dentro de su vaina en el costado de un parshendi.

Las faldas no tenían bolsillos, pero los cadáveres llevaban faltriqueras atadas a la cintura. Solo llevaban pedernal y yesca, piedra de afilar y otros suministros básicos. Así que se arrodillaron para quitarles las gemas de las barbas. Las gemas tenían agujeros para facilitar el cosido, y la luz tormentosa las infundía, aunque no brillaban tanto como habrían hecho si hubieran sido cortadas de la forma adecuada.

Mientras Roca sacaba las gemas de la barba del último parshendi, Kaladin acercó uno de los cuchillos a la antorcha de Dunny e inspeccionó el detallado grabado.

—Parecen glifos —dijo, mostrándoselo a Teft.

—No sé leer glifos, muchacho.

«Oh, bueno», pensó Kaladin. Bueno, si eran glifos, no estaba familiarizado con ellos. Naturalmente, se podían dibujar glifos de formas complejas para dificultar su lectura, a menos que supieras exactamente qué buscar. Había una figura en el centro de la empuñadura, bellamente tallada. Era un hombre con armadura. Armadura esquirlada, en efecto. Tenía un símbolo grabado detrás, rodeándolo, brotando como alas de su espalda.

Kaladin se lo mostró a Roca, que se había acercado a ver qué le parecía tan fascinante.

—Se supone que estos parshendi son unos bárbaros —dijo Kaladin—. Sin cultura. ¿De dónde han sacado estos cuchillos? Juraría que esto es la imagen de uno de los Heraldos. Jezerezeh o Nalan.

Roca se encogió de hombros. Kaladin suspiró y devolvió el cuchillo a su vaina, y luego lo echó al saco. Rodearon el recodo para volver con los demás. La cuadrilla había reunido varios sacos llenos de armaduras, cinturones, botas y esferas. Cada uno cogió una lanza para llevarla de vuelta a la escala, usándola como si fueran bastones para caminar. Habían dejado una para Kaladin, pero este se la arrojó a Roca. No se fiaba de sí mismo y no quería volver a empuñar una, no fuera a sentir la tentación de adoptar otra kata.

El regreso no fue digno de incidentes, aunque con el cielo cada vez más oscuro los hombres se sobresaltaban con cada sonido. Kaladin empezó a conversar de nuevo con Roca, Teft y Dunny. Pudo conseguir que Drehy y Torfin hablaran también un poco.

Llegaron al primer abismo, para gran alivio de sus hombres. Kaladin los dejó subir primero, esperando para ser el último. Roca esperó con él, y cuando Dunny empezó a subir, dejándolos solos, el alto comecuernos le puso una mano en el hombro a Kaladin y le dijo en voz baja:

—Haces un buen trabajo aquí. Creo que en unas pocas semanas estos hombres serán tuyos.

Kaladin sacudió la cabeza.

—Somos hombres de los puentes, Roca. No tenemos unas pocas semanas. Si tardo tanto en ganármelos, la mitad de nosotros habrá muerto.

Roca frunció el ceño.

—No es una idea agradable.

—Por eso tenemos que ganarnos a los otros hombres ya.

—¿Pero cómo?

Kaladin miró la escala colgante que se agitaba mientras los hombres la subían. Solo podían subir cuatro a la vez, para no sobrecargarla.

—Reúnete conmigo después de que nos registren. Vamos a ir al mercado del campamento.

—Muy bien —dijo Roca, subiendo a la escala cuando Desorejado Jaks llegó a lo alto—. ¿Qué vamos a hacer?

—Vamos a probar mi arma secreta.

Roca se echó a reír mientras Kaladin le sujetaba la escala.

—¿Y qué arma es esa?

Kaladin sonrió.

—En realidad, eres tú.

Dos horas más tarde, con la primera luz violeta de Salas, Roca y Kaladin volvieron al aserradero. Ya se había puesto el sol, y muchos de los hombres de los puentes pronto se irían a dormir.

«No hay mucho tiempo», pensó Kaladin, indicando a Roca que llevara su carga a un lugar cerca de la parte delantera del barracón del Puente Cuatro. El gran comecuernos la depositó junto a Teft y Dunny, que habían hecho lo que Kaladin les había ordenado, acumulando un pequeño círculo de piedras y unos tocones de madera sacados del montón de restos del aserradero. Todo el mundo podía usar esa madera. Incluso los hombres de los puentes: a algunos le gustaba coger trozos para tallarlos.

Kaladin sacó una esfera para iluminarse. Lo que Roca había traído era un viejo caldero de hierro. Aunque era de segunda mano, le había costado a Kaladin una buena porción del dinero obtenido por la savia de matopomo. El comecuernos empezó a sacar suministros del interior del caldero mientras Kaladin colocaba trozos de madera dentro del círculo de piedras.

—Dunny, agua, por favor —dijo Kaladin, sacando el pedernal. Dunny corrió a traer un cubo de uno de los barriles de lluvia. Roca terminó de vaciar el caldero, sacando pequeños paquetes que habían costado otra sustanciosa porción de las esferas de Kaladin. Solo le quedaba un puñado de clarochips.

Mientras trabajaban, Hobber salió cojeando del barracón. Mejoraba rápidamente, aunque los otros dos heridos a los que Kaladin había tratado seguían en mal estado.

—¿Qué pretendes, Kaladin? —preguntó cuando prendió la llama.

Kaladin sonrió y se puso en pie.

—Toma asiento.

Hobber así lo hizo. No había perdido la devoción que le mostraba a Kaladin por haberle salvado la vida. En todo caso, su lealtad había aumentado.

Dunny regresó con un cubo de agua que vació en el caldero. Entonces Teft y él corrieron a traer más. Kaladin avivó las llamas y Roca empezó a tararear mientras cortaba tubérculos y sacaba algunas especias. En menos de media hora, tenían un buen fuego encendido y una humeante olla de guiso.

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