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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (18 page)

Asbag se compadeció del viejo maestro, se levantó y fue hacia un estante donde había algunos libros; cogió uno de ellos y regresó a la mesa diciendo:

—Maestro, ayer estábamos leyendo el
Indículo luminoso
. ¿Sigo por donde íbamos?

—¡Naturalmente…, naturalmente! —respondió el anciano—. Pero me parece más oportuno leer el capítulo XXXV; aquel en que nuestro insigne antepasado Álvaro Paulo se lamenta por el abandono por parte de los cristianos de Córdoba de su tradición lingüística y literaria.

Obedeciendo a esta indicación, el alumno abrió el libro por el final, localizó la página correspondiente y leyó:

Todos nuestros jóvenes cristianos, intoxicados con la elocuencia árabe, manejan con la mayor avidez, leen con la mayor atención y discuten con el mayor interés los libros de los musulmanes, los coleccionan con diligencia y los divulgan con todas las artes de la retórica, prodigando sus alabanzas, mientras ignoran la belleza de la literatura cristiana… ¡Qué tristeza! Los cristianos ignoran su propia lengua y su cultura. Se cuenta uno entre un millar que sea capaz de redactar decentemente una simple carta de cortesía…

—Detente ahí —le interrumpió el maestro—. ¿Os dais cuenta? Esto lo escribió el gran Álvaro Paulo, mártir de nuestra fe, hace ahora cien años, en los tiempos del tirano emir Abderramán II, que se cubrió con la sangre de aquellos benditos mártires, los mártires de Córdoba. Si ya por entonces los mozárabes renegaban de su fe, se relajaban y abandonaban sus costumbres seculares, ¡cuánto más ahora!

Reflexionó un poco, y luego añadió con dulzura:

—Nosotros, hijos míos, tenemos una obligación, un sagrado deber; nosotros somos quienes tenemos encomendada la custodia de nuestro sabio pasado: las obras de Agustín, Ireneo, Tertuliano, Ambrosio, Jerónimo, Eusebio, Evancio, Cipriano, Fructuoso, Sisebuto, Isidoro de Isvilia, Esperaindeo, Eulogio, Sansón y… y este luminoso Álvaro Paulo… Por eso perdonadme si os amonesto y reprendo, siempre con paternal afecto; porque debo instruiros y preveniros frente a estos tiempos feroces en que parece que se ha dado sobrada licencia a Satanás y sus demonios andan sueltos.

Prosiguió la clase durante el resto de la mañana y se prolongó después del almuerzo con las clásicas preguntas, respuestas y repeticiones. La última hora se dedicó al canto. Poco antes de la puesta del sol, salieron de la escuela y cruzaron la plaza para el rezo de vísperas en la iglesia.

Oscurecía ya cuando el anciano clérigo cerraba como cada tarde la puerta de San Cipriano. Entonces la muchedumbre regresaba de la fiesta, fatigada y polvorienta, arrastrando sus carrillos, cestos y fardos. Entre la gente, iba montado en su borrico el comerciante calvo que asistió a la misa de alba y que avisó al sacerdote de que era el día de la feria del Mauled. Se detuvo delante de la iglesia, el rostro cetrino y pesaroso, descabalgó y le dijo a Isacio:

—Parece que has cerrado hoy más temprano…

—Es la hora de todos los días —contestó él.

—Bueno, vendré mañana —dijo resignado el comerciante.

—¿Qué tal ha ido la feria? —le preguntó Isacio.

Aquel hombre frunció el ceño con disgusto:

—Mal.

—¿Y eso?

El comerciante se dejó caer y se sentó en el suelo con un suspiro de desesperación. Su rostro reflejaba una mezcla de desgana y dolor. Como si estuviera deseando que le hicieran aquella pregunta, respondió con gravedad:

—Ya te dije esta mañana que el gran cadí había preparado un alarde del ejército con motivo de la fiesta. Pues bien, la concentración de la tropa fue como siempre delante de la puerta de Al Sudda, frente al palacio. El califa se asomó a la gran terraza recién construida para la ocasión y saludó. Se le veía desde muy lejos y resultaba imposible adivinar la expresión de su semblante… —dio un resoplido, tomó aire y al hacerlo descubrió su dientes afilados y amarillentos. Luego añadió con acento asqueado—: Resultó que habían preparado cincuenta cruces debajo de la terraza. Una vez formada la tropa, la guardia del cadí empezó a sacar de entre las filas a muchos oficiales y hombres importantes del ejército, a los que, según decían, habían identificado entre los que dejaron solo al califa en la batalla del barranco… ¡Fue horrible! El silencio del gentío era enorme y se oían con claridad espantosa las súplicas de perdón y socorro… Los crucificaron allí mismo, en el mismo lugar que a Al Tawil y sus hombres… Los que habíamos ido para participar en el festejo tuvimos que contemplar horrorizados el sangriento espectáculo…

—¡Qué espanto! —exclamó Isacio—. ¿Así celebra Abderramán el nacimiento de su Profeta?

—Ya ves —contestó el comerciante—. El califa dirigió después a los presentes un breve discurso advirtiendo de las consecuencias de la cobardía y convocó la yihad… ¡Otra vez la guerra santa! Acto seguido lancearon ante sus ojos impasibles a los ajusticiados y se retiró de la terraza. La gente parecía no tener ya ganas de feria… Y yo, perdido el sentido ante el horror que había visto, me senté en el suelo, recogí mis vestidos y los puse junto a las alforjas en que llevaba los objetos propios de mi oficio para venderlos. Cuando me recuperé y quise levantarme para irme, advertí que un ladrón carente de sentimientos me había robado todo…

23

León, dependencias interiores del castillo

Noviembre del año 939

El ministro Musa aben Rakayis estaba sentado ante su escritorio cuando entró su sirviente Aglab, de improviso y con la mirada sombría.

—Que la paz sea sobre ti, amo —dijo en un susurro—. Sé que estás muy atareado preparando las cartas del rey…

Musa levantó hacia él una mirada interrogante y preocupada, pues le conocía tan bien que podía adivinar en su semblante que traía una mala noticia.

El ayudante manifestó abatido:

—No te habría molestado si no fuera porque he de comunicarte un asunto imprevisto e importante.

—¿Qué ha sucedido? —inquirió el ministro, poniéndose de pie.

El sirviente se aproximó y se quedó en silencio mirándole; durante un instante pareció vacilar y después suspiró, como si luchara contra su vacilación.

—Vamos, habla de una vez —le apremió Musa—, ¿qué malas noticias son esas que me traes?

Con voz trémula y concisión patética, Aglab respondió:

—Los mauros han atacado la marca.

—¡No es posible! —exclamó el ministro.

El ayudante apretó los labios e inició un persistente movimiento de afirmación con la cabeza. Luego suspiró de nuevo, hondamente, y habló con tranquilidad:

—Esta mañana ha llegado gente de la marca trayendo la triste nueva. El heraldo de la puerta se lo comunicó al gobernador de la ciudad. No cabe la menor duda; la aceifa tuvo lugar hace tres días… Los mauros atacaron al sur del Duero. Nadie lo esperaba, fue un ataque tan repentino que los centinelas de las atalayas no tuvieron tiempo para enviar el aviso…

—Habrán sido bandidos; sarracenos sin orden ni ley… —observó con nerviosismo Musa.

—No, no, nada de eso. Fue un ataque en toda regla, con caballeros y tropas perfectamente organizadas. Era sin duda el ejército del califa…

El ministro enmudeció y quedó sumido en sus pensamientos. Aunque había esperado una mala noticia de su ayudante, su imaginación no había alcanzado esa posibilidad: de nuevo la guerra. Aquel anuncio de improviso resultaba muy extraño. Apenas habían transcurrido tres meses desde la gran victoria del barranco y nadie podía suponer siquiera que el malogrado ejército del califa se hubiese rehecho tan pronto. La sorpresa lo halló desprevenido y se refugió momentáneamente en el silencio. Frunció el ceño, mientras se apoderaba de él la confusión y la inquietud. Anduvo caviloso por la estancia, rascándose nerviosamente la cabeza, y después se quedó parado delante de la ventana mirando el horizonte, sin decir nada.

Mientras tanto, Aglab fue incapaz de mantener su forzada tranquilidad y le tembló la voz al añadir:

—La gente que ha venido desde la marca dice que muchos pueblos y aldeas han sido asaltados… Coca fue destruida, toda su gente muerta o hecha cautiva y sus iglesias y conventos reducidos a cenizas…

—¡¿Coca?! —exclamó el ministro.

—Sí, amo. Eso han contado quienes trajeron la noticia. Ellos mismos vieron desde los montes las llamas alzándose hacia el cielo oscuro de la noche… Dicen que los sarracenos asesinaron a más de dos centenares de monjes y se llevaron a Córdoba sus cabezas como trofeo. ¡Terrible!

Los dos se quedaron un buen rato en silencio, intercambiando miradas cruzadas, como si compartieran un mismo pensamiento e inquietud. Después el ayudante dijo, como expresando lo que ambos pensaban:

—El rey todavía no sabe nada.

—Debe saberlo enseguida —observó el ministro frotándose las manos con ansiedad—. Anda, ve inmediatamente a palacio y pide audiencia a los secretarios reales; diles que debo ver al rey sin dilación. Convénceles de que es muy importante lo que tengo que decirle.

Antes de abandonar la habitación, Aglab se volvió hacia su amo y le sugirió:

—Creo que antes deberías hablar personalmente con la gente que ha venido huyendo desde la marca; ellos pueden darte todos los detalles del suceso.

—¡Naturalmente! ¿Dónde está esa gente?

—Aguardan en la puerta Cauriense. Son más de un centenar. Entre ellos hay nobles, clérigos y monjes que sabrán explicarte todo perfectamente. ¿Mando que los traigan a tu presencia?

—Sí. Los recibiré abajo, en la sala principal del castillo. Me parece oportuno que esté presente el gobernador de León. Ambos debemos saber bien lo que ha pasado antes de que se entere el rey.

Cuando el ayudante salió, Musa se quedó lleno de preocupación. Fue hacia el escritorio, guardó los pliegos a medio escribir, cerró el tintero y estuvo limpiando cuidadosamente los cálamos. Lamentó tener que interrumpir el trabajo que tan atareado le había mantenido durante los días precedentes: escribir cartas de cortesía que el rey iba a enviar a sus aliados muslimes que habían combatido a su lado en la última batalla. En las embajadas que iban a llevar tales cartas irían también importantes regalos y prebendas para renovar y afianzar los pactos. Pero la inesperada noticia que se acababa de recibir complicaba las cosas y hacía que parte de los escritos perdieran su sentido; porque después de la victoria se esperaba una cierta calma y nada parecía predecir que, padecida tan grande y vergonzosa derrota, el califa estuviera tan pronto dispuesto a poner su hueste en movimiento.

El ministro se echó por encima de los hombros el manto
ferucí
y salió de sus aposentos para dirigirse con paso veloz hacia la escalera que conducía al salón principal del castillo. Allí esperaban ya los magnates que habían venido al frente de los huidos de la frontera. Lo que estos contaban venía a confirmar sus peores presagios. En efecto, tal y como había dicho el ayudante, los ataques en la marca inferior del río Duero habían sido hechos por escuadrones bien organizados, hombres a caballo perfectamente adiestrados, pertrechados con armaduras y en formación de ataque. No se trataba de bandidos ni de gentes de las fronteras provistos de armas hechas en casa. Sin duda era una avanzadilla de la hueste del califa.

Esa misma tarde llegaron más mensajeros que completaban la información al respecto. Los espías que el rey Ramiro tenía en al-Ándalus habían hecho averiguaciones y avisaban de que el califa había convocado una nueva guerra santa. Pero esta vez, a diferencia de la campaña anterior, no optó por reunir una gran hueste. Al parecer habría observado que el envío de escuadrones de caballería para atacar la marca en diversos puntos les infligía a los cristianos mayor daño que ir a ellos por un solo lado para enfrentarse en campo abierto y en formación completa. Por lo que a principios del mes de
muharram
de los muslimes, que coincidía este año con mediados de octubre, envió escritos a todos los gobernadores y cadíes de las fronteras superiores, tanto centrales como occidentales y orientales, para ordenarles que formasen escuadrones de caballeros y los invadiesen por todas partes de forma continua y sin dilación. Para tal menester, y al frente de las aceifas, mandó a Toledo a su visir Ahmad ben Muhamad aben Ilyas con numeroso ejército. Este se apresuró a cumplir las instrucciones de Abderramán y, mientras otros generales atacaban diversas ciudades de la marca, se aventuró hasta Coca, la cual saqueó y destruyó por completo. Pronto corrieron las terribles noticias de esta aceifa, extraordinariamente cruel, según contaban sus testigos: asesinatos de monjes, centenares de cabezas cortadas, violaciones de mujeres e interminables filas de cautivos arrastrados camino de Córdoba.

24

Córdoba

Noviembre del año 939

Durante el tiempo que permaneció oculto en casa de sus padres, Lindopelo no tenía otra cosa que hacer sino sentarse al lado de su madre para hablar. Sus largas conversaciones versaban sobre el pasado lejano y querido, sobre los recuerdos de la infancia, los parientes, la vida de antes… Raramente aparecía lo próximo y presente, el drama actual. Pareciera que madre e hijo se habían puesto de acuerdo para eludir el doloroso suceso de Zahara; como si no hubiera sido real. Mientras tanto, el cabello del tintor había crecido más de cuatro dedos. Su madre lo acariciaba con manos trémulas y decía dulcemente:

—Todo en la vida tiene solución menos la muerte…

El padre, en cambio, se mantenía firme en sus refunfuños. Al amanecer, muy temprano, se ponía a barrer el patio con un gran escobón de tamujo que arañaba sonoramente el suelo y, mientras lo hacía, hablaba solo en voz alta.

—¡Malditos pájaros! ¡Maldita mierda! ¡Malditas hojas! ¡Maldito otoño! ¡Porquería y más porquería! Y yo cada día más viejo… ¡Con lo que me duele el lomo y aquí, dale que dale, todos los días!…

La alcoba de Lindopelo daba al patio y le despertaba cada madrugada aquella desagradable cantinela.

—¡Por Dios, déjame dormir! —protestaba a gritos—. ¿No tienes todo el día para barrer? ¿Tienes que hacerlo precisamente de noche?

—¡No es de noche! El sol está a punto de asomar por encima de los tejados. Después de barrer tengo que amasar el pan y encender el horno. Luego tendré que ir a comprar verduras, garbanzos y algo de carne para que se pueda comer en esta casa… ¡Hay mucho que hacer! Aquí no somos ricos. Si lo fuéramos tendríamos criados que se ocuparían de todas la tareas. Pero el único criado que hay en esta casa es este viejo que no puede con su pellejo… Ya podías madrugar y ayudarme, dado que te hospedas aquí desde hace tres semanas y no has aportado ni un sueldo; cuando sabemos que tienes dinero suficiente para vivir como un visir… Y si no quieres trabajar, al menos podrías comprar una esclava que nos aligerase el peso de la vida a mí y a tu pobre madre… Yo estoy tullido y muerto a dolores y ella ciega… ¡Ten caridad con nosotros!

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