—¡Haga Dios un milagro! —gritó otro—. ¡Cese la lluvia y veamos asarse a esa canalla sarracena!
—No hace falta tanto fuego —comentó cruelmente un tercero—. Si arde despacio disfrutaremos más, viéndolos abrasarse lentamente, y la venganza será más placentera.
Entre tanto, la multitud, chorreando bajo el aguacero, parecía cobrar vivacidad al ver el humo y se agitaba; los que estaban detrás hacían esfuerzo por alzarse sobre las puntas de los pies y no paraban de llegar otros empujando desde todos los callejones.
El ministro Musa, completamente desalentado por lo que veían sus ojos, sacudió la cabeza y le dijo a su ayudante en un susurro amargo:
—Esto es una barbarie que no tiene justificación… ¿Cómo va a resultar placentera una venganza? Debo tratar de convencer al rey para que detenga esto cuanto antes…
No había terminado de hablar cuando brotaron de pronto en torno suyo las frases: «¡Al fuego!», «¡Quemadlos vivos!», «¡Ahí están!», «¡Al infierno con ellos!»… Y se fueron repitiendo por todas partes hasta convertirse en una especie de rugido furioso que se sumaba al violento crepitar de la lluvia.
En ese momento se vio venir una carreta tirada por bueyes que portaba un jaulón de madera en cuyo interior iba encerrado Al Tuyibí, con sus vistosos ropajes mojados, lacios, y el semblante demudado.
—¡Santo Dios! Lo quemarán… —exclamó el ministro agarrando con fuerza el antebrazo de Aglab—. ¡Corramos a ver al rey!
Apresuradamente se abrieron paso entre el gentío haciendo valer su condición y se dirigieron al palacio real. Pero, antes de llegar a la puerta principal, se toparon con el alférez mayor de la guardia, que les anunció:
—El rey no puede recibiros, pues saldrá ahora mismo para ir a presidir el festejo.
—¡Debo verle antes! —replicó el ministro—. Es muy urgente lo que he de tratar con él. Me espera…
El alférez se encogió de hombros y le franqueó el paso. Caminaron por los corredores entre el tumulto que se dirigía en dirección contraria hacia la hoguera. Aquí y allá se oían voces exaltadas:
—¡Al fuego con ellos! ¡Al infierno! ¡Vamos a verles arder!…
Unos pasos más adelante, antes de llegar al patio que precedía a las dependencias de la familia real, Musa encontró al obispo Ero de Lugo, que caminaba solo con semblante grave. Se detuvo frente a él y le dijo:
—Hay que convencer al rey para que no se deje arrastrar por la barbarie… ¡Hay que apagar esa hoguera!
El obispo le miró con pesadumbre y contestó:
—Ya lo he intentado todo… Y no hay manera de hacerle entrar en razón. Está decidido a quemar a esos sarracenos encima de los libros de Abderramán… A ver si a ti te hace caso. Pero date prisa, porque se prepara ya para salir.
Estaba diciendo esto cuando el ministro vio venir al rey por el patio, impetuoso y sonriente.
—Ya está aquí —balbuceó.
El obispo Ero se hizo a un lado y Musa palideció al tener frente a sí la presencia imponente del monarca, que lo miraba mientras la sonrisa de su rostro se extinguía despacio y le iba brotando la contrariedad en el gesto.
—Señor, concededme un momento —suplicó el ministro, echándose a sus pies de hinojos.
—Un breve momento —otorgó el rey visiblemente molesto—. Según me dicen, la hoguera ya está encendida a pesar de la lluvia. He de ir antes de que se apague.
—¡Ojalá se apagase! —gritó repentinamente Musa—. ¡Tal vez Dios no quiera tanta crueldad!
El rey dejó escapar un resoplido de furia.
—¿Crueldad? ¿Y la crueldad del nefando sarraceno? ¡Doscientas cabezas de monjes fueron a parar a Córdoba! ¿Eso no es crueldad?
—Sí —respondió Musa—. Es un sacrilegio aborrecible, una brutalidad, una barbarie… El califa sarraceno ha prestado oído al demonio y su odio le ha llevado a hacer lo que Dios reprueba… ¿Vais a tomar vos el mismo camino?
Radamiro no respondió. El ministro había hablado con una voz grave, contundente y a la vez tranquilizadora. Un poco más allá estaba el obispo Ero, mirándoles con aire esperanzado, e intervino para decir:
—Seamos sensatos, recapacitemos; no somos salvajes.
El rey no sabía qué contestar. Miraba a uno y otro y apretaba los labios, pero su respiración agitada revelaba su deseo de seguir adelante con sus propósitos.
—Señor —añadió el ministro—, comprendemos vuestra ira y vuestro deseo de venganza. Esa cruel matanza de monjes y gentes inocentes de Coca enturbia la merecida gloria de tu triunfo y te impide festejarlo con la debida serenidad… Es natural que vuestra alma apetezca un justo castigo a ese crimen… Pero la venganza es otra cosa… Ya se sabe lo que es… ¡fiebre y delirio!
Radamiro tragó saliva y pareció recapacitar.
—La guerra es así —observó—. Son enemigos nuestros y debemos pagarles con la misma moneda.
—¡Oh, no! —replicó el ministro—. La guerra se hace en el campo de batalla. Vos que sois un guerrero victorioso sabéis bien eso, mi señor… Y disculpad mi atrevimiento.
—¿Insinúas que debo quedarme impasible ante lo de Coca?
—No. Estoy tratando de convenceros de que hay otros caminos para buscar la paz y la justicia.
—¿Otros caminos? ¿Qué caminos?
—La diplomacia, la astucia del gobernante, las conversaciones, el diálogo, las embajadas…
El rey se echó a reír y después replicó con ironía:
—¿Y el puto sarraceno va a querer conversaciones después de que le dimos por detrás en el barranco de Alhándega?
—Hay que intentarlo, señor. Enviad embajadores a Córdoba para iniciar los tratos y evitar que haga mayores desatinos.
Radamiro levantó la cabeza e hizo un gesto altanero, mientras reemprendía la marcha diciendo:
—¿Encima de que le he vencido en la batalla tengo que rebajarme ante él? ¡Que pida el nefando sarraceno esas conversaciones! Que envíe él a sus embajadores y entonces veremos si nos interesa el trato.
Musa le siguió en dirección a la puerta, implorando:
—Detened la hoguera, señor… ¡No queméis al cautivo ni los libros de Abderramán! ¿No os dais cuenta de que encenderéis más su ira? Mañana pueden ser quinientas cabezas de monjes, o un millar… Aprovechad vuestra victoria para obtener beneficios y no males mayores…
El rey se detuvo, se volvió y puso en él unos ojos llenos de interés y asombro. El ministro entonces añadió:
—Tenéis en vuestras manos una ocasión de oro. ¿No os dais cuenta? El sarraceno está tocado en el ala, su soberbia está herida, y por eso se revuelve tratando de hacer daño de cualquier manera. El cruel asesinato de esos monjes no revela otra cosa que su torpeza… ¡Dadle vos una lección!
Poco a poco, la firmeza en el rostro de Radamiro se fue extinguiendo y sus ojos cobraron una expresión cada vez más interesada en lo que planteaba Musa. No obstante, permanecía sin decir nada.
Al ministro le chorreaba el sudor frío por la espalda, volvió a arrodillarse ante él y dijo:
—Si me hicierais caso, señor, obtendríais un gran beneficio… Verdaderamente, lograríais apabullar a vuestro enemigo.
Radamiro balanceó la cabeza con aire resignado y acabó diciendo:
—Está bien, ¿qué propones? ¿Qué es lo que crees que debo hacer?
Musa respiró profundamente y sus parpados se entrecerraron, como si estuviera viendo una visión. Respondió:
—Enviad una embajada a Córdoba para decirle a Abderramán que tenéis en vuestro poder sus preciadas pertenencias y que estáis resuelto a devolvérselas siempre y cuando se firme un tratado de paz.
—¡Qué estupidez! —replicó el rey—. La soberbia del sarraceno podrá más que esas razones…
—¡Por Dios, intentadlo! ¿Qué perderéis con ello? —insistió Musa.
El rey se movió entre los pliegues de su capa como si fuera a reiniciar la marcha, pero se quedó quieto y pensativo. Luego lanzó una breve risotada, cuyo significado nadie supo realmente. El obispo Ero de Lugo intervino entonces para animarle.
—Señor, intentadlo. Nada tenemos que perder en ello. Si el sarraceno estima tanto al cautivo Al Tuyibí y quiere recuperar esos libros y enseres privados, querrá hacer tratos…
Radamiro asintió al fin con la cabeza, reflejando en su rostro la tranquilidad de haber tomado una determinación.
—Sea como decís —otorgó—. No quemaré a Al Tuyibí, ni los libros ni las demás cosas… Y enviaré la embajada.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó el ministro—. Os aseguro que os alegraréis siempre por haber sido tan inteligente.
Pero el rey frunció el ceño y añadió con fiereza:
—No obstante, esa hoguera está ya encendida y no puedo dejar a mi pueblo sin una satisfacción, después de ese horrible crimen… Todo el mundo en León espera que vengue a los monjes de Coca. Hoy arderán doscientos cautivos sarracenos, uno por cada monje…
—Señor, pensadlo bien, os lo ruego… Dejad esa decisión para más adelante. No os arrepentiréis…
Radamiro esbozó una débil sonrisa que revelaba su vacilación. Paseó la mirada por los presentes, tal vez esperando que alguien le animase a proseguir con sus propósitos. Pero solo habló el obispo Ero para decir:
—Debéis hacerle caso, señor. Demos una oportunidad a las negociaciones, y si el sarraceno sigue empeñado en sus crueldades, obrad como dicte vuestra conciencia.
El rey abandonó bruscamente la vacilación y ordenó tajante:
—Bien, dejad que la lluvia apague la hoguera.
Córdoba
Diciembre del año 939
Comenzó el invierno con viento y frío punzante, pero luego se moderó relativamente y, aunque las noches siguieron siendo heladas, durante el día lucía el sol y hacía suaves las horas, especialmente a mitad de la jornada. Najda ben Husayn, el gran cadí de Córdoba, salió de su palacio con la capa de abrigo doblada sobre el brazo izquierdo y contempló con placer la intensa luz del mediodía. La frescura del ambiente exterior se mezclaba con los humos de la leña quemada y de los guisos que escapaban de las casas por las chimeneas. Había gorjeos de pájaros en los tejados y revoloteos de palomas en los árboles de los jardines. Hinchó el pecho e hizo suyos los familiares aromas de la hora del almuerzo. Tenía apetito y se sentía eufórico, feliz, esperanzado…; porque iba a Medina Azahara para compartir la mesa del gran visir Badr, el hombre más importante del reino después del califa. Su guardia personal le esperaba a caballo en la puerta y un palafrenero sostenía las riendas de su yegua alazana, enjaezada con lujo para la ocasión. Por delante, abriendo paso en las calles, iban el estandarte y cuatro músicos, dos de ellos con chirimías y los otros dos con atabales, tal y como requería el ceremonial para el traslado de un personaje de su rango por la ciudad. Era un breve recorrido, por los barrios más nobles, hasta la puerta de Al Yauz, desde donde se iniciaba la calzada empedrada entre almendros que conducía hasta los muros de Zahara.
Al entrar en la prohibida ciudad de Abderramán y transitar por la vía principal, Najda echó una furtiva mirada hacia el majestuoso palacio, que estaba aún en obras por la parte que daba a Córdoba. El sol iluminaba las celosías y permitía ver varias siluetas inquietantes, inmóviles, que espiaban su paso por los jardines. Se preguntó si podría ser uno de aquellos perfiles el del mismísimo califa. Pues decían que nadie allí entraba ni salía sin su conocimiento. Pero raramente se dejaba ver, especialmente desde lo de Simancas. Se había vuelto Al Nasir reservado e inaccesible, y tanto misterio había pasado de ser desconcertante a resultar incluso funesto, porque nada trascendía de su estado de ánimo ni de sus intenciones. Najda no trataba personalmente con él desde la malograda batalla y no esperaba verle ni siquiera allí.
El gran visir estaba sentado a solas en un lateral del jardín, en un cenador sin sombra bajo los retorcidos sarmientos de una parra desprovista de hojas. Se puso de pie sonriente y extendió los brazos. Era un hombretón rubicundo, de anchas espaldas, miembros largos, grandes manos; desgarbado y lento, pero juicioso y agudo. En su cara, siempre enrojecida, aparecían los rasgos eslavos muy marcados: nariz recta, ojos grises y fríos, mandíbula cuadrada y vello claro hirsuto. Pertenecía a la casta de los esclavos que formaban la guardia de los omeyas desde el principio, hombres originarios de los países del este, cuya raza decíase que había sido ideada por el Creador para sostener las guerras en el mundo, aunque Badr no se había criado entre guerreros, sino entre los eunucos del alcázar cordobés, donde fue ascendiendo peldaños desde niño en la jerarquía de los servidores privados del emir Abdala, predecesor de Abderramán, hasta encaramarse en la cúpula y llegar a ser liberto, visir y finalmente
hayib
, es decir, primer ministro y hombre de mayor confianza del califa.
Ambos magnates se saludaron con un fuerte abrazo, mientras sus corazones brillaban con la alegría de la amistad; porque ambos se tenían desde hacía muchos años por confidentes y dignos compañeros; estaban unidos indisolublemente por el agradecimiento suscitado por incontables favores mutuos y por una complicidad que ni siquiera necesitaba palabras, sino simples miradas. No en vano compartían colaboradores, ideas, adversarios y recelos. El gran cadí le debía su cargo al gran visir, y este no podría pagar la fidelidad y los denuedos del primero a la hora de ejecutar cualquier plan. Pero había algo que los unía más que ninguna otra cosa: su veneración y lealtad a Abderramán, quien, a fin de cuentas, les había dado todo lo que poseían y gozaban, que era mucho: poder, prestigio, gloria e inmensa fortuna.
En el abrazo pareció que se unían almas y mentes. Al acogerlo, Najda le oyó decir a Badr en un susurro pegado a su oído:
—¡Bienvenido, hermano mío!
—¡Deseaba verte! —contestó el gran cadí con tono alegre y franco.
Cuando se separaron después del apretón, Najda se quitó la capa de abrigo y la echó sobre la mesa del cenador. Entonces Badr soltó una carcajada y dijo con guasa:
—¡Con capa de gruesa lana! ¿Dónde está ese guerrero curtido en las batallas de la puerca y fría Gallaecia? La próxima vez vendrás con bufanda y bastón…
—Gracias a la misericordia de Allah, en Córdoba casi siempre es primavera —contestó el gran cadí.
—Pues aquí, en Zahara, lo es siempre —apostilló el hayib.
Najda echó una mirada en torno y, poniéndose muy serio, preguntó:
—¿Cómo está el Comendador de los Creyentes? ¿Se recupera del mal trago?
La respuesta de Badr fue echarle el pesado brazo por encima de los hombros, diciendo: