Como se decía más arriba, lo que voy a narrar sucedió en los meses que siguieron a la campaña de la Omnipotencia, que tanto pesar causó en Córdoba, cuando se supo que el hasta entonces invicto ejército de Al Nasir había sido derrotado y empujado al profundo barranco de Alhándega, despeñándose muchos y pisoteándose de puro hacinamiento, del que apenas pudo escapar difícilmente el califa con su guardia, abandonando su real y sus pertenencias, de las que se apoderó el enemigo. Allí fueron hechos cautivos muchos servidores fieles al califa, como el gobernador de Zaragoza, su muy apreciado pariente Muhamad al Tuyibí.
Vuelto a su refugio de Medina Azahara, en los meses posteriores al desastre, el califa vivió apesadumbrado y comido de remordimientos y rencores; porque entre las pérdidas sufridas estaban sus preciados libros del Corán, regalo de los fieles muslimes de Persia, y sentía en lo profundo de su alma que Dios le habría de pedir cuentas por ello. En vista de su disgusto, los visires y generales buscaron la manera de darle contento. Planearon una nueva campaña contra la Gallaecia, para atacarla esta vez con servidores y mercenarios en número suficiente para castigarla y vengar el agravio. Pero, enviadas las órdenes y juntada la hueste, no llegó a salir de Córdoba, porque en los primeros días del año siguiente vinieron mensajeros de la Gallaecia portando cartas que proponían el intercambio de embajadores.
En un primer momento, las exigencias del terco Radamiro irritaron sobremanera a Abderramán, hasta el punto de pensar en rechazar el ofrecimiento y lanzar las tropas. Mas los visires supieron por los mensajeros que los libros del Corán, tan queridos, estaban salvos y en manos del tirano enemigo. El califa recapacitó y, recordando el largo y penoso cautiverio de Muhamad al Tuyibí, a la vez que consideraba la posibilidad de recuperar sus pertenencias, estimó prudente condescender y recibir embajadores al tiempo que enviaba los suyos.
Con tal fin, se organizó en Córdoba una comitiva oportuna por el número e importancia de quienes la formaban, con vistas a impresionar al tirano, ganárselo y hacerse escuchar por él y sus condes, para informar sobre los deseos e intereses de Al Nasir.
Nadie mejor había por entonces en Córdoba para ponerse al frente de tan arduo cometido que el hebreo Hasday ben Saprut, hombre sin par entre los servidores de reyes, por su prudencia, sabiduría, cultura y sutileza. Él mismo se encargó con suma habilidad de componer el resto de la embajada; y resolvió, con preclara intuición, que debían ir en ella los principales obispos de al-Ándalus, con el fin de convencer al cristiano Radamiro y a los magnates y obispos de Gallaecia de la lealtad y condescendencia de Al Nasir. De esta manera, fueron enviados Abas al Mundir, obispo de Isvilia; Yacub aben Mahran, obispo de Pechina, y Abdalmalik aben Hasan, obispo de Elvira. El obispo de Córdoba, Julián aben Casim, estuvo muy atento a los preparativos e intervino asesorando a los visires, pero su débil salud no le permitió finalmente emprender un viaje tan largo y fue eximido por el califa del servicio.
Por aquel tiempo, por obediencia a mis superiores, me ocupaba yo de los trabajos de copia y anotación en la biblioteca del monasterio Armilatense. Aunque nunca antes en mi vida había salido de Córdoba, el trato con los libros y el estudio de las disciplinas necesarias para mi cometido me dotaban por fuerza de notables conocimientos en los escritos antiguos. Estaban bajo mi responsabilidad una pléyade de códices que eran conservados, leídos, copiados y anotados en el
scriptorium
. Entre todos ellos, algunos muy antiguos y valiosos para los sabios, como las antiguas crónicas: La
Giropedia
de Jenofonte, las
Vidas
de Plutarco, la
Geografía
de Estrabón, la
Historia romana
compuesta por Dion Casio o la obra del mismo nombre escrita por Apiano; las de los historiadores Livio y Polibio o los abreviadores posteriores Eutropio y Orosio. Pero ningún libro era más copiado y solicitado que las célebres
Etimologías
de Isidoro de Isvilia; baste decir que los amanuenses del monasterio dedicaban una cuarta parte de su tiempo exclusivamente a copiar esta obra y que, con su sola venta, se sufragaban todos los gastos necesarios para el sustento de la comunidad.
Sucedió por entonces, y en relación con lo que acabo de referir, que vine a conocer y trabar gran amistad con el susodicho Hasday ben Saprut, el judío más preclaro de su tiempo. Hecho que me veo en la necesidad de narrar en esta crónica para que se aprecie el alcance de la inteligencia y la sutileza de aquel hombre. Pero primeramente he de revelar algunos antecedentes obligados para comprender lo que sigue.
De todos es sabido que Abderramán al Nasir en su juventud fue muy dado a consultar magos y adivinos. Esta afición le sobrevino a temprana edad por influencia de uno de los eunucos del harén de su abuelo Abdalah, donde se crio. Cuentan que un nigromante venido de África invocó a petición suya a los espíritus de sus antepasados y estos le vaticinaron que llegaría a gobernar un gran reino. Nadie ha podido confirmar hasta el día de hoy si esto es o no cierto. Pero consta ser verdadero que, contra todo pronóstico, el emir Abdalah eligió para sucederle con preferencia a sus propios hijos a su nieto Abderramán; y que este, diecisiete años después, misteriosamente, rompería todo lazo de sumisión con Damasco para hacerse proclamar califa, algo a lo que no se atrevió ninguno de sus antecesores. Mediaran o no los dictámenes de los adivinos y magos en tan trascendental decisión, siempre ha corrido por ahí que Al Nasir no daba ningún paso importante sin encomendarse antes a los astrólogos. Cierto es que entre sus consejeros abundaban hombres sabios, sensatos y cultos, pero, junto a los pareceres basados en la cordura y la razón, intervenían también la superstición, la disposición de las estrellas y las más aventuradas y exóticas profecías. Aunque este estado de cosas no duró siempre y, en su madurez, el califa aborreció a magos y adivinos.
Antes de iniciar la campaña de la Omnipotencia, todos los vaticinios eran favorables. Los charlatanes que alimentaban las supersticiones de Al Nasir leyeron el cielo, consultaron a las almas de los difuntos, indagaron en el vuelo de los pájaros y concluyeron que la victoria era segura y que resultaría un torrente de beneficios. Tanto llegaron a inflar las expectativas de Abderramán que lograron que este les recompensase por anticipado y que, sobrepasados todos los límites de la prudencia, se alzasen en las mezquitas plegarias en acción de gracias por el triunfo, antes de la batalla. Nadie en Córdoba dudaba de que el tirano Radamiro sería vencido y la Gallaecia subyugada. Máxime porque, extrañamente, en los días anteriores a la batalla hubo signos que parecían venir a confirmar la evidencia: viento ardiente de sur, ocultamiento del sol y cometas en las noches.
Cuando sobrevino el inesperado fracaso, Al Nasir se vio tan defraudado por los adivinos y magos que acabó condenándolos al tormento y la muerte. Los aniquiló y confiscó todos sus bienes. Ninguno de ellos se salvó, porque ninguno había acertado en sus vaticinios. A partir de entonces no volvieron a resonar los agüeros en Zahara.
No obstante, la inclinación a conocer el futuro le duró toda la vida a Abderramán, como a tantos poderosos. Quería saber el devenir de los tiempos y proveer el curso de los acontecimientos, aunque ya no a tan corto plazo, sino en la sucesión de los reinos y las épocas. Abandonó los vaticinios y empezó a interesarse por las antiguas profecías.
Esta mutación en sus intereses fue, precisamente, por causa de su fiasco en Simancas. Tan frustrado e impotente se vio que nunca más volvió a salir de Córdoba al frente de su ejército. Algunos llegaron a pensar que había tomado miedo a las batallas, al haber sentido tan cerca la amenaza. Pero ¿cómo iba a manifestarse timorato Al Nasir en su madurez si nunca antes lo había sido? Tal vez supuso, fruto de los rescoldos de su ser supersticioso, que una fuerza oculta, un hado, se interponía en su destino para negarle las glorias del triunfo en la guerra que antes le habían favorecido tanto.
Llegados a este punto y expuestos los antecedentes a que me refería, es el momento de narrar cómo conocí al judío Hasday ben Saprut y el motivo por el que el obispo Julián aben Casim acabó considerando oportuno que me incorporase a la embajada que fue enviada a la Gallaecia.
Una plomiza mañana del otoño cargado de pesadumbre que siguió a la derrota de Simancas, el portero del monasterio vino a avisar de que un ministro del califa peguntaba por mí. No era usual que alguien tan importante se presentara sin avisar y me sobresaltase, temiendo que hubiese algún grave asunto que pudiese afectar a los monjes. Fue esta la primera vez que vi a Hasday, y su sola presencia en el recibidor me tranquilizó enseguida. Esperaba encontrar a un hombre cargado de dignidad, entrado en años, vestido con lujo y distante. Todo lo contrario: allí estaba un joven de aspecto sencillo, con el simple atavío de los maestros hebreos; de mediana estatura, ojos castaños, cara redonda y barbita escasa, negra y rizada.
—¿Eres Justo Hebencio? —me preguntó sonriente—. ¿El bibliotecario?
—Efectivamente —respondí algo aturdido.
—Desearía consultar los libros de vuestra biblioteca. Pero necesito tu ayuda. El obispo Julián me ha informado sobre tus muchos conocimientos. Al parecer conoces cada uno de esos libros como la palma de tu mano…
Tenía una voz insólitamente agradable, sin altibajos, suave y de tono mate. A pesar de su juventud —tenía entonces veinticinco años— alrededor de sus ojos de mirada serena e inteligente se formaban arrugas de benévola expresión.
Sorprendido, levanté las cejas y no fui capaz de decir nada. Entonces él, adivinando comprensivamente mi estupor, añadió:
—Sé que la biblioteca está dentro de la clausura del monasterio… No te preocupes, ya me encargué de solicitar el permiso del obispo. Si no me lo hubiera dado no se me habría ocurrido venir a molestar.
Confusamente, pensé: «¿Quién es este judío tan joven, que dice ser ministro del califa y conocer al obispo? ¿No será esto un engaño?». Y, como si en alguna parte hubiera escuchado mis dudas, el abad Martino entró súbitamente y, con el rostro desencajado, se inclinó en profunda reverencia ante el visitante, manifestando con humildad:
—Señor, acabo de recibir recado del obispo Julián avisando de vuestra visita. Nuestra biblioteca y nuestras pobres personas están a tu servicio.
Dicho esto, se volvió hacia mí y observó:
—Es el Señor Hasday ben Saprut, ministro y médico del califa. Viene a consultar algunos libros en la biblioteca obedeciendo a las necesidades de sus altas ocupaciones.
A partir de aquel momento, Hasday tomó posesión de la biblioteca Armilatense y yo no tardé en apercibirme de que en mi vida entraba un ser verdaderamente excepcional.
Hasday ben Saprut estuvo visitando la biblioteca Armilatense durante dos semanas, creo recordar. Tal vez fue más tiempo. En principio, se conformaba examinando los libros por su cuenta y tan solo acudía a mí para preguntarme por la ubicación de alguno en especial. Era respetuoso. Cuando localizaba algo que le interesaba no lo tomaba por sí mismo; me lo pedía. Yo lo ponía en sus manos y esperaba pacientemente a su lado por si necesitaba hacerme alguna indicación o consulta. A veces se pasaba horas ojeando los manuscritos más viejos, empezando siempre por el final y aguzando la vista de manera incansable sobre las letras menudas de la caligrafía griega y latina. Pero raramente, y siempre con evidentes reservas, manifestaba qué era lo que estaba buscando en concreto. Hasta que uno de aquellos primeros días, sería el cuarto o quinto de sus visitas, repentinamente me preguntó:
—¿Sabes algo acerca de la llamada sibila Tiburtina?
Si bien me extrañó al principio su interés por algo tan raro, luego recordé que el primer día, aunque veladamente, se había referido a las profecías antiguas. Hice memoria y respondí:
—El sabio Isidoro de Isvilia, en sus
Etimologías
, mencionaba a las diez sibilas conocidas en la Antigüedad. Entre ellas, a la sibila Tiburtina.
—¿Y qué dice de ella? ¿Quién era esa tal Tiburtina y qué hizo?
—Las sibilas fueron mujeres sabias del pasado a quienes los antiguos sabios atribuían espíritus proféticos.
—Eso lo sé —dijo sonriente—. Háblame de la tal Tiburtina.
Viendo el gran interés que tenía en aquello y no queriendo fiarme solo de mi memoria, fui al estante donde estaban los libros de Isidoro y extraje el
Etymologicorum sive originum Libri
, en cuyo libro VIII habla de los poetas que deben ser considerados como adivinos. Leí lo referente a las sibilas y después le expliqué:
—La llamada sibila Tiburtina ofreció al emperador Augusto de los romanos una visión en la hora del nacimiento de Cristo, en la que se profetizaba que Nuestro Señor sería el más grande de los nacidos de mujer en la Tierra.
La sonrisa de Hasday se agrandó y me pareció advertir en ella cierto aire irónico. Titubeó unos instantes y me preguntó:
—¿Y qué opinas tú de eso? ¿Lo crees?
Lo miré fijamente y contesté molesto:
—¿Por qué no habría de creerlo? El sabio Isidoro recoge en su obra todo el saber humano hasta su tiempo. Si escribió eso en sus célebres
Etimologías
es porque otros sabios antiguos lo consignaron con anterioridad a sus escritos.
—No te ofendas por mi pregunta —dijo con voz serena. Reflexionó un momento y añadió—: Te ruego que no pienses siquiera que no siento respeto por vuestros sabios. Simplemente, me ha resultado curioso lo que se dice ahí sobre esa tal sibila… Será porque esperaba otro tipo de explicación… Pero, en todo caso, el gran Isidoro merece toda mi admiración. Gracias a él, en efecto, conocemos muchas cosas acerca de los antiguos. Toda sabiduría, venga de donde venga, es digna de la mayor consideración.
Con este razonamiento me convenció de su sinceridad y de que, en modo alguno, era un hombre intransigente. No obstante, permanecí sin atreverme a contestar, no porque vacilara sobre la conversación, sino porque no resultaba fácil hablar delante de un hombre que, además de ser judío, estaba tan cercano al califa.
Entonces él, humildemente, se llevó la mano izquierda al pecho y añadió:
—Te ruego que no sientas ningún recelo hacia mí. Estoy aquí para aprender y… necesito tu ayuda. Sé que atesoras muchos conocimientos sobre los sabios de la Antigüedad y nadie como tú en Córdoba podrá conducirme hacia lo que estoy buscando.