Se vio al fin Medina Azahara. Las puertas estaban cerradas, pero delante de las murallas estaba alineado, en perfecta formación, un gran ejército: hombres a caballo con largas lanzas, hileras de arqueros y peones armados con hachas. Las corazas y los yelmos brillaban; tanto acero y bronce pulido junto componía una visión apocalíptica, terrible.
—Todo, todo esto es para sobrecogernos —me indicó el obispo de Palencia.
—Es verdaderamente impresionante —dije.
—Lo que hace falta ahora es que el ministro Musa no se achante, abrumado por el alarde…
—Confiemos en él.
De repente, una atronadora explosión de tambores hizo temblar el suelo. Resultaba difícil sustraerse al espanto que causaba aquel recibimiento y el corazón me latía con fuerza. Algunas cabalgaduras se encabritaron y a punto estuvimos varios de nosotros de caer a tierra. Menos mal que el ruido solo duró un breve instante.
Luego se hizo un gran silencio. Las puertas, revestidas de metal obrado, se abrieron y apareció todo lo que ocultaban detrás: infinidad de jardines cuajados de verde espesura, maravillosamente ordenados en terrazas y senderos, ascendiendo por la ladera del monte. Nunca en mi vida he visto tantas flores como aquel día, tantas rosas de todos los colores y aromas.
Después de hacernos esperar una vez más en una explanada cuadrada rodeada de cipreses, aparecieron por fin los chambelanes del palacio, ceremoniosos y vestidos con lujo y adornados con el relumbre del oro. Sonreían y en todo momento se mostraron amables. Con delicadeza y gestos obsequiosos, nos hicieron pasar a un salón amplio, inundado por una luz tenue; las paredes estucadas y los techos altísimos. El aire era perfumado y cálido. Al fondo, una galería adornada con columnas abrigaba los divanes donde nos fueron acomodando, frente a un cortinaje de seda verde que ocultaba el lugar donde, según nos indicaron, haría su aparición el califa.
Nos sentamos. Estábamos impacientes y silenciosos. De vez en cuando intercambiábamos miradas cargadas de impaciencia, de soslayo; porque apenas nos atrevíamos a movernos ante la abrumadora realidad de aquel salón, su fasto y su grandeza.
Con delicadeza, sin asomo alguno de exigencia, los chambelanes nos indicaron que debíamos quitarnos las capas en señal de respeto. Obedecimos. Después, dirigiéndose a las mujeres que allí estábamos, nos hicieron comprender mediante gestos que era obligado que nos cubriéramos los rostros, dejando visibles únicamente los ojos. Así lo hicimos. Luego se retiraron dejándonos solos a los invitados con nuestra gran impaciencia.
Pasado otro largo rato, sonó una dulce flauta, y la cortina verde subió enrollándose sobre sí misma. Aparecieron detrás, sentados en divanes, los parientes del califa, sus hijos y los servidores privados. Luego entraron en orden los visires, alfaquíes y escribientes. Un chambelán grande, en cuya abultada barriga resonaba su voz, fue presentando a unos y otros, sin prisas.
La flauta dejó de sonar y alguien gritó en lengua cristiana:
—¡En pie!
Nos alzamos, comprendiendo que el momento esperado había llegado, y vimos que una segunda cortina se descorría detrás de las anteriores, blanca esta vez.
Apareció el califa vestido de oro, sentado en un trono alto, bajo un dosel de brocado.
—¡Grande es Allah! —exclamó el grueso chambelán—. ¡Grande es su Profeta! ¡Grande es el excelso Príncipe de los Creyentes, comendador de Allah, descendiente del Profeta! ¡Grande es nuestro amo y señor Abderramán aben Hamad, el tercero de su nombre, Al Nasir li din Allah!
Estábamos a unos veinte pasos de él y, merced a la luz que proporcionaban las lámparas del salón, se le veía muy bien. El califa era un hombre de mediana estatura, robusto; al menos eso parecía bajo el fastuoso ropaje. Su tez era clara y sus ojos profundos; la barba y el bigote de pelo muy negro, extraordinariamente brillante, como igualmente sería el cabello que ocultaba el voluminoso turbante. En aquel momento no pude evitar pensar qué sentiría su abuelo, el cristianísimo rey Fortún Garcés de Pamplona, o su tía, la reina Tota.
A continuación, la recepción transcurrió según lo previsto. Se intercambiaron los regalos: cofres de marfil labrado, arquetas de plata y alhajas por parte del califa; y un precioso manto de armiño y una diadema de oro que había enviado Radamiro. Luego hubo discursos, parabienes y largas palabras de cortesía por una y otra parte. Nada dijo de momento Al Nasir, sino que permanecía serio y callado, observándolo todo con su penetrante mirada.
Llegada la hora de negociar, todo se habló en árabe; por lo que yo, desconocedora de esa lengua, no me enteré de nada. Únicamente alcanzaba a entender algunas palabras y, según las expresiones de los rostros y los gestos de quienes conversaban, me parecía adivinar cuándo las cosas iban bien o si, por el contrario, había dificultades.
El ministro Musa estuvo sereno, cauteloso, sonriente y, gracias a Dios, el obispo de Palencia tuvo cerrada la boca, pues tampoco sabía hablar la lengua agarena. Así pasaron algunas horas, que se me hicieron eternas, a la espera de saber lo que se había tratado sobre el asunto de la sepultura de san Paio.
En un determinado momento, se levantó el secretario de Musa y se acercó hasta el estrado con un envoltorio. Los visires y alfaquíes fueron hacia él, con ardiente interés en las miradas. También Abderramán, por primera vez en toda la recepción, se puso de pie, apreciablemente interesado. Deshicieron los lazos, desliaron los cordones y retiraron las diversas envolturas del paquete: era el valioso libro del Corán capturado en la batalla del barranco.
Sonrió Al Nasir, satisfecho, emocionado, y toda su corte se alegró con él; incluso hubo entre sus súbditos quienes elevaron las manos al cielo y lanzaron albórbolas de entusiasmo. Un ambiente de cordialidad y agradecimiento inundó la reunión.
Entonces, no resignándose a perder la ocasión de intervenir, don Julián se levantó y preguntó en alta voz:
—¿Qué hay de las reliquias de Paio?
Se hizo un silencio espeso, expectante, en el que todos estuvimos pendientes de él durante un instante.
Uno de los visires preguntó luego algo en árabe y siguió un rato de interpelaciones, preguntas y respuestas, traducidas unas y otras no. Al cabo, el visir se aproximó al califa y le habló al oído. Al Nasir le contestó a su vez, también al oído.
Don Julián volvió a impacientarse y gritó:
—¿Podremos llevarnos los huesos del muchacho? Igual que ese libro es sagrado para el califa, lo son para nosotros las reliquias de Paio.
La tensión fue entonces grande. Miré al ministro Musa y vi que se agitaba en su asiento y que se llevaba la mano a la frente sudorosa.
—¡Dadnos las reliquias! —insistió el obispo—. ¡Dios os lo premiará!
Otro de los visires, también alto, pero más delgado, se puso entonces de pie y caminó hacia el centro del salón. Dirigiéndose con arrogancia a don Julián, dijo:
—Nada significan para el Comendador de los Creyentes esos huesos, aunque le pertenecen, como todo lo que hay en Córdoba y en sus extensos dominios. Podéis llevároslos a vuestra tierra y darles sepultura donde mejor os parezca.
Con esta maravillosa noticia se puso fin a la reunión. Hubo luego breves palabras de agradecimiento y despedida. Se volvieron a correr los cortinajes y los chambelanes nos condujeron hasta la salida. Por el camino, de vuelta a Córdoba, íbamos contentos, celebrando lo bien que todo había resultado y dándole gracias a Dios.
La crónica de Justo Hebencio
Recordaréis, sapientísimo y venerable obispo Asbag aben Nabil, lo que más atrás referí sobre la inexorable inquietud que embargaba al califa Abderramán; el desasosiego que le causaba la incertidumbre del futuro y su desordenada afición a las predicciones, los augurios y las artes adivinatorias. Precisamente, ese fue el motivo de que yo fuera enviado a la Gallaecia acompañando a Hasday ben Saprut: para indagar acerca de las antiguas profecías y a la vez enterarme de la interpretación que los sabios habían hecho cuando aconteció el eclipse de sol que precedió a la batalla de Simancas. Pues bien, considerando que no debía dejar pasar más tiempo sin ocuparme de dicho menester, inicié mis averiguaciones.
Primeramente acudí, como no podía ser de otra manera, al obispo Ero de Lugo, que todavía se hallaba en León prestando algunos servicios al rey. Me pareció que, por ser él un cronista destacado que se dedicaba a guardar rigurosa memoria del pasado en sus escritos, forzosamente tendría conocimientos que pudieran resultarme valiosos. Y no anduve nada descaminado al dar este primer paso, pues el obispo no solo no se extrañó nada por mi interés en estas cuestiones, sino que incluso pareció alegrarse. Naturalmente, no cometí la imprudencia de desvelar el nombre de quien de verdad se hallaba detrás de ese interés; y en todo momento hice ver que se trataba de una curiosidad únicamente mía.
Cuando le pregunté sobre el eclipse, Ero se manifestó encantado de tener una oportunidad para desgranar toda su sapiencia y facundia. Y no se conformó ateniéndose a lo solicitado, sino que estimó oportuno remontarse mucho más atrás, a lo que aconteció casi un siglo antes, cuando las huestes asturianas y gasconas vencieron unidas a las tropas de los Banu Qasi en Albaida, entre los montes de Viguera y Clavijo; batalla en la que, según me contó muy emocionado, se apareció nada menos que el apóstol Santiago, milagrosamente, para intervenir en favor de los combatientes cristianos.
—Aquello fue sublime —relataba el obispo de Lugo medio en trance—, portentoso, providencial… Eran los tiempos del rey Ramiro I, cuando todavía nuestro reino tenía que cumplir con el infamante e ignominioso tributo de las cien doncellas; aquella aberrante obligación que contrajo el bastardo rey Mauregato, que usurpó el trono de Oviedo con la ayuda de los sarracenos, comprometiéndose a cambio con ellos al pago anual de unas parias consistente en cien doncellas… ¡Qué barbaridad! ¡Cuánto sufrimiento acarreó el dichoso tributo a nuestra gente! Hasta que Ramiro I se negó a pagarlo, y estuvo dispuesto a presentar batalla si fuera preciso… Fue en aquella circunstancia tan terrible, estando gravemente amenazado el reino, cuando hizo el voto al apóstol Santiago, ofreciendo peregrinar a su santo sepulcro con toda la corte y entregar a la iglesia de Compostela cada año la primera cosecha y vendimias, y también una parte del botín que se tomara a los sarracenos.
—Todo eso que me cuentas resulta admirable, en efecto —dije—; pero yo quisiera saber si fue predicho con anterioridad. ¿Alguien escribió algo de lo que pudieran inferirse consecuencias y hechos posteriores? ¿Hubo alguna profecía?
—Sí, sí —contestó el obispo Ero—. ¡Claro que la hubo!
—¿Cuándo? ¿Y en qué consistió?
Él reflexionó un poco y luego afirmó con suficiencia:
—Siempre hubo profecías en estas tierras… Las hubo desde muy antiguo… Ya antes de la llegada de los sarracenos a las tierras de Hispania hubo conciencia de que se aproximaba un mal inminente. Dicen que surgió un sabio antiguo, un historiador armenio llamado Sebeos, que vaticinó la invasión y la dominación musulmana interpretando las antiguas profecías. Sus escritos pasaron de monasterio en monasterio y llegaron hasta el extremo de Occidente. ¿Te das cuenta? ¡Estamos hablando de hace más de tres siglos!
—He oído hablar de Sebeos —dije—. El preclaro Álvaro Paulo se refiere a él en uno de sus escritos; pero no indica con precisión lo que predijo.
—Bien —respondió Ero, encantado de ilustrarme—. Sebeos interpreta las indicaciones del profeta Daniel alejándose por primera vez de las exégesis tradicionales, que percibían en sus visiones apocalípticas la sucesión de los Imperios babilónico, persa, griego y, finalmente, romano. Porque el Imperio romano sería el último de todos; y después de desmembrarse llegaría el final. Para Sebeos, en cambio, el primero de los Imperios es el griego, el segundo el de los persas, el tercero el de aquellos pueblos temibles, Gog y Magog, y el cuarto y último se alzaría desde el sur; este es el reino de Ismael, que transformará toda la tierra en un desierto… ¿Comprendes? Se refiere claramente a los árabes y a los beréberes muslimes, a los ismaelitas…
—Eso lo he leído y lo he oído decir muchas veces —observé algo desilusionado—. Muchos son los sabios antiguos que interpretaron la invasión de los agarenos como la llegada del Anticristo. En la biblioteca del monasterio Armilatense, donde yo sirvo a Dios, hay numerosos libros que se refieren a eso. Habrás oído hablar del
Apocalipsis
de Metodio o de las profecías de Atanasio, que identifican al pueblo de los sarracenos con la nación que ejecutará la sentencia final que ha de recaer sobre el mundo de forma terrorífica, transformándolo en un desierto. Pero, ya ves, llevamos ya más de tres siglos de existencia desde que Mahoma hizo germinar su herejía y no ha llegado el fin del mundo…
—En efecto —asintió él—. Ya hace doscientos años Beato de Liébana profetizó el fin del mundo al rey Ordoño I en presencia de todo el pueblo, en Oviedo, durante la vigilia de la noche de Pascua; aquello aterrorizó a las gentes, hasta el punto que estuvieron sin tomar alimentos durante días, ayunando, convencidos de que debían esperar la venida del Señor haciendo penitencia… Y cuentan las crónicas que pasaron algunos días, incluso varias semanas, sin que nada extraordinario apareciese en el cielo. Así que, apremiado por el hambre y viendo que el pueblo se debilitaba, el rey se dirigió a la multitud y les exhortó: «¡Hermanos, comamos y bebamos! Si hemos de morir, mejor será alimentados».
Me eché a reír sin poder evitarlo. Y él me miró muy serio, de momento; pero luego también rio muy a gusto, a carcajadas; tras las cuales, secándose las lágrimas de la risa con la manga, dijo:
—¡Qué demonios! ¿A qué ese empeño de saber el día y la hora exacta del fin del mundo? Cuando nadie puede saberlo a ciencia cierta… Ya nuestro Señor Jesucristo dejó dicho: «Pero de aquel día y hora nadie sabe, ni siquiera los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre». Así quedó escrito en el Evangelio de Mateo, en el capítulo XXIV, y esa es la voluntad de quien todo lo sabe…
—Me alegra mucho oírte decir eso —contesté, lleno de sinceridad y satisfacción—. Porque yo también pienso de la misma manera: debemos vivir como si el fin del mundo fuera a llegar hoy o mañana, pero sin desalentarnos ni mucho menos querer conocer aquello que está oculto a nuestras pobres mentes. El credo niceno afirma que este mundo algún día llegará a su fin; pero no dice cuándo ni que pueda saberse el día exacto. Por eso no me interesan las quiméricas profecías que tratan de encontrar esa fecha. Lo que yo quisiera saber es si aquí, en el norte, se ha llegado a tener conciencia del final de la dominación agarena. ¿Hay predicciones que hablen de la caída del pueblo mahomético?