Todos nos quedamos aturdidos por esta contestación. Cruzamos miradas nerviosas y permanecimos en silencio sin saber qué decir ni qué hacer. Entonces Hasday se puso de pie y, encarándose con el caballero leonés, dijo esforzándose para no alterarse:
—No había ninguna necesidad… Tu rey no tenía por qué hacer uso de una artimaña tan simple, tan infantil. ¿Pensaba acaso que no nos daríamos cuenta? No, no somos como él piensa que somos. No hemos venido a ocultar nada, no tenemos intenciones secretas, no pensábamos engañarle… ¡Se equivoca tu rey!
Bermudo alzó las cejas con cierto apuro y se sonrojó:
—No he pretendido ofenderos —murmuró con humildad—. He hecho simplemente lo que me mandaron.
Hasday se apresuró a responder:
—¡Qué pena me da! Han pasado algunas semanas desde que llegamos a León y, como habrás comprobado tú mismo, hemos perdido el tiempo. Radamiro en persona debería habernos recibido, tratar con nosotros directamente y ver cuáles son nuestras intenciones. Hemos venido sencillamente a negociar, somos embajadores y nada más. Estos clérigos de al-Ándalus que me acompañan son prelados cordobeses, hombres de vuestra religión; tres obispos y un monje que cumplen fielmente con los mandatos de la Iglesia. ¿Pensáis acaso que hemos venido con subterfugios? ¿Creéis que pretendíamos engañaros?
La boca de Bermudo se entreabrió en una débil sonrisa y contestó:
—Me alegra mucho oírte hablar así; me alegra oírlo de ti más que de nadie, puesto que eres hebreo. En efecto, suponíamos que vuestra fidelidad y vuestro temor al califa os impedirían ser del todo veraces; creíamos que vendríais con prepotencia, con exigencias e intransigencia, como otros legados que os precedieron. Pero ahora veo que, como bien has dicho, nos equivocamos esta vez.
La mirada de Hasday vagó errante por el salón y se detuvo luego en el obispo de Isvilia:
—Decídselo vos —le pidió—. Decidle que solo traemos buenas intenciones. Tal vez la desconfianza sea hacia mí por ser yo hebreo. Pero a vos deben escucharos, si en verdad creéis en el mismo Dios.
El obispo se puso de pie, se inclinó hacia Bermudo y le habló en tono quejoso:
—Hemos venido con la única intención de intentar conseguir una paz beneficiosa para todos. El califa nos envía para parlamentar y hallar soluciones. ¡No pretendemos engañaros! ¿Se puede saber por qué vuestro rey recela tanto de nosotros? ¿Por qué no nos recibe? Esta actitud es injusta y ofensiva. ¡Deberíamos irnos a Córdoba mañana mismo!
—¡Eso, mañana mismo! —saltó el de Pechina—. ¡No hay derecho!
Y el de Elvira, alzando las manos, exclamó:
—¡Nuestro Señor está aquí presente! ¡Como lo está en todas partes! Él es testigo de que no somos embusteros ni engañadores. Hemos venido buscando la paz.
Se hizo un silencio triste y doloroso, en el que todas las miradas estaban puestas en Bermudo, esperando sus explicaciones. Él también se levantó de su asiento, suspiró con cierto apuro y dijo:
—Señores, debéis comprender que hemos tenido una cruel guerra muy recientemente. No es fácil dejar a un lado las armas y poner a fiarse así, de un día para otro, en un enemigo tan temible. No es que nuestro rey desconfíe de vosotros; lo que sucede es que necesitaba asegurarse del tipo de hombres con los que ha de tratar. En otras ocasiones, los embajadores de Abderramán han venido exigiendo tributos y amenazando con severas represalias. Ahora las cosas han cambiado. Después de lo acaecido en Simancas, la negociación debe ser entre iguales. ¿Estáis de acuerdo con esto?
Hasday extendió las manos, levantó las cejas con reprobación y contestó:
—¡Y ahora vienes con eso! ¿No hubiera sido mejor hablar de esta manera desde el principio? ¿Qué necesidad había de enredos y ocultaciones?
—Sí —respondió Bermudo, dando un sonoro suspiro—, tienes razón. Ha sido un error iniciar la negociación de esta manera. Pero todavía estamos a tiempo de solucionarlo.
—¿Nos recibirá entonces Radamiro? —inquirió el judío.
El caballero se le quedó mirando fijamente, en silencio, como si no hubiese oído la pregunta.
—¿Nos recibirá? —repitió con obstinación Hasday—. ¿Nos recibirá de una vez?
Bermudo siguió callado, insistiendo en el silencio.
—¡¿Nos recibirá?! ¿O será tal vez cierto que es como una mula terca?
Al oír esto, el caballero se echó a reír con ganas, a carcajadas, rompiendo el ambiente tenso que reinaba. Luego dijo con una sonrisa brillándole en los ojos:
—Mañana mismo hablaré con él y le convenceré para que os reciba cuanto antes. Ya no tengo la menor duda de que sois gente como Dios manda.
—¡Alabado sea el Altísimo! —exclamó el obispo de Isvilia.
Respiramos todos con tranquilidad por primera vez desde que Hasday lanzó aquella pregunta inesperada. Nos sentamos y nos quedamos en silencio, mirándonos sin atrevernos a decir nada tras la tensión pasada. Entonces Bermudo alargó la mano, cogió la jarra del vino y llenó las copas.
—Mejor será que bebamos un trago —dijo—. Ahora que no hay nada oculto entre nosotros, ¿podemos ser amigos de verdad?
—¡Naturalmente! —respondió con alegría contenida Hasday.
Bebimos, volvimos a intercambiar miradas y otra vez nos quedamos callados. Hasta que el judío, entre burla y broma, le dijo al caballero:
—Ya no tienes por qué hacernos beber vino para que se nos suelte la lengua. Ahora puedes preguntar lo que desees con toda tranquilidad y puedes estar seguro de que, si podemos, responderemos a tus preguntas…
Y Bermudo le siguió la broma contestando:
—Aun así, algo de vino tampoco os vendrá mal; ya que en al-Ándalus, según tengo entendido, escasea, y lo poco que hay es más bien malo.
—¡Quién ha dicho tal cosa! —saltó enojado el obispo de Pechina—. Has de saber que el vino del sur de Hispania se cuenta entre los mejores del mundo; es amable, espirituoso y vigoroso a la vez, aromático…, ¡excelente! No como este vuestro que parece aguado y agrio. Ya se hacía vino en la Bética en tiempos de los romanos y nuestros antepasados godos lo degustaban, sabedores de su inestimable calidad. Se cuenta que, reinando el gran Recaredo, que convirtió a la Iglesia católica toda la Hispania Ulterior y Citerior…
Temiendo que la perorata se alargase sin previsible final, Hasday carraspeó fuertemente y dijo:
—Bebamos el vino, pero no hablemos de él; dejemos que nos ayude a ser sinceros en las cosas que nos interesan de verdad…
Y después de hacer esta petición, se volvió hacia Bermudo y le habló de nuevo directamente y sin ambages:
—Ahora que no debemos andarnos con secretos entre nosotros, permíteme que te haga una pregunta. Si quieres y puedes, la contestas; si no, haz como estimes oportuno… ¿Sabes dónde se guardan los libros del califa? ¿Puedes decirnos dónde tiene tu rey el Corán, el estandarte y la cota de malla de Abderramán?
El caballero alzó las cejas con asombro, y respondió con una voz tranquila, seria, como si fuera un juez dictando una sentencia:
—Todo eso está donde debe estar. Después de la victoria de Simancas, el rey trajo los libros, el estandarte y la armadura a León para que lo vieran toda la corte y el pueblo. Luego mandó que fueran llevados a Compostela, para ser expuestos como ofrenda a los pies de san Yago. Están pues en la iglesia donde se halla el sepulcro del apóstol.
—¿Podríamos verlo? —preguntó Hasday—. ¿Podríamos ir para comprobar si son las verdaderas pertenencias del califa?
Con la misma voz que antes, mirándolo muy seriamente, Bermudo respondió:
—¿Por qué lo dudas? El rey jamás urdiría un engaño con algo tan serio. Yo estuve en aquella batalla y te juro que esos libros, el estandarte y la armadura son auténticos. Pero, si seguís dudando y queréis verlo con vuestros propios ojos, nadie os lo impedirá.
—¡Bendito sea Dios! —exclamé sin poder aguantarme—. ¡Vayamos a Compostela! ¡Allí está el sepulcro de san Yago!
El viaje de la reina Goto
Pasé días de incertidumbre y espera en Córdoba. Nadie me enviaba noticias. Didaca no volvió a venir y no pude evitar una sombra de sospecha hacia ella. Luchaba contra ese sentimiento, pero siempre acababa venciéndome.
Cuando por fin una mañana, avanzado el mes de julio, se presentó en el monasterio un criado del obispo de Palencia, ya había llegado a pensar que todos los miembros de la embajada se habían olvidado de mí; e incluso algo peor: que no tenían ninguna intención de hacerme partícipe de lo que se estaba negociando. No era para menos, puesto que habían transcurrido dos largos meses desde nuestra llegada.
El criado del obispo era reservado y cerril, únicamente me dijo:
—Mi amo don Julián os pide que acudáis a la fonda donde se hospeda.
Columba me acompañó y fuimos, como siempre, montadas en el borrico. El criado iba delante, caminando deprisa y sin apenas volver la cabeza. Mi sorpresa fue grande cuando resultó que la fonda no estaba lejos del monasterio, sino a las afueras del mismo barrio, después de dar algunas revueltas. Era un edificio amarillento, de tres pisos, que daba a la parte posterior del mercado. No tenía casas enfrente, sino un pretil hecho de piedras que separaba la muralla del lugar donde se instalaban los tenderetes de las verduras.
El hospedaje era espacioso por dentro, con un patio central en el que había un amplio pozo protegido por un brocal alto, abrevaderos, cobertizos, galerías techadas con alfajías y unas cocinas enormes donde podían encenderse varias hogueras al mismo tiempo.
Una escalera bastante ancha y fuerte subía hasta el segundo piso. Por ella, deprisa y muy alegre, vi descender a Didaca, que venía exclamando:
—¡Dómina! ¡Qué alegría!
Actué con frialdad, sin poder evitar todas las dudas que suscitaba en mí su comportamiento.
—Podías haber ido tú a verme —dije—. Hace un montón de tiempo que no sé nada de ti.
Bajó la mirada, confusa, pero no tardó en recuperar la sonrisa que no dejaba de parecerme un tanto hipócrita.
Un momento después, por la misma escalera descendió el ministro Musa aben Rakayis seguido por su secretario Aglab. Me besó la mano y, con una concisión que me desconcertó, explicó que debíamos partir inmediatamente hacia Medina Azahara, donde el califa iba a recibirnos.
—Nadie me ha avisado con antelación —me quejé—. He esperado durante semanas a que alguien viniera a decirme cómo iban las negociaciones… ¡Me he sentido ignorada!
—Ninguno de nosotros sabía que hoy sería la recepción —contestó el ministro—. Los secretarios y los consejeros del califa han actuado con parquedad y desconfianza. Al parecer esperaban noticias de sus embajadores en León. No querían decidirse a negociar mientras no se supiera con certeza si era verdad que todos los volúmenes del Corán estaban allí y en perfecto estado. Pero, si la espera os ha molestado, os pido disculpas, dómina. Debéis comprender que esta misión es delicada y que requiere su tiempo.
—¡Excusas y necedades! —se oyó la voz potente del obispo de Palencia—. ¡Todo esto podría haberse resuelto en cuestión de días!
Alcé la cabeza y vi que don Julián descendía del piso alto por la escalera, haciendo crujir las maderas con sus fuertes pisadas. Venía envuelto en un manto purpúreo, ampuloso y tocado con un llamativo gorro carmesí. Decía visiblemente enojado:
—No había ninguna necesidad de soportar esta larga espera. Hemos dejado que estos zorros agarenos tanteen nuestras intenciones; hemos entrado torpemente en su juego y ya veremos cómo nos tratan hoy, una vez que están seguros de que nos tienen comiendo en su mano.
El ministro Musa me miró con aire de agobio y comprendí que habían surgido muchos problemas y discusiones entre ellos. El ambiente tenso y la discrepancia se hacían patentes en los rostros de todos los miembros de la legación; igualmente en los prelados, en los condes y en los simples escribientes y secretarios. Incluso el conde Fruela, de ordinario un hombre tranquilo, estaba nervioso y con apreciable prisa. Cada uno de los que iban saliendo de las alcobas para reunirse en el patio manifestaba a su manera el temor y el nerviosismo por lo que pudiera ocurrir en la recepción del califa.
—Vamos a procurar tener calma —les dijo a todos el ministro Musa—. Si manifestamos disensiones y nervios podemos perder muchos de los frutos que esperamos obtener hoy.
—¡Será posible! —gritó alterado don Julián—. ¿Dices eso por mí?
—Oh, no, no, no… —negó el ministro llevándose las manos a la cabeza—. ¡Por Dios! Lo digo por mí, por todos nosotros… ¡Tengamos calma!
—Yo estoy bien tranquilo —replicó estirándose el obispo de Palencia—. No temo nada a ese diablo sarraceno. ¿Qué puede hacernos? ¿Matarnos? Cuando decidimos venir a esta embajada cada uno de nosotros asumió ese riesgo. Pero no se atreverá a causarnos daño alguno. Así que, hermanos, estemos confiados en el Dios que todo lo puede.
—Eso es precisamente lo que yo quería decir —observó Musa, echando una ojeada a los presentes—. Nada debemos temer ninguno de nosotros. Pero os ruego que seamos una sola voz. Hablaré yo en nombre del rey Radamiro, pues así me lo encomendó él mismo.
—¡Otra vez lo dices por mí! —protestó don Julián—. Soy mucho más sutil e inteligente de lo que imaginas. ¿Crees acaso que metería la pata?
—No, no lo creo —respondió Musa—. Simplemente estoy tratando de que actuemos organizados; de que tengamos algunas normas para obrar con acierto. He dicho que hablaré yo porque, además de habérmelo encomendado el rey, conozco la lengua árabe.
Toda la ansiedad y la tensión que había en aquel patio penetraron dentro de mí. Hubiera intervenido con violencia, cansada de tanta discusión; les habría rogado a gritos que se callaran, de no salir al paso el conde Fruela para exhortarles:
—¡Señores, deberíamos evitar perder más tiempo! Salgamos de una vez, no sea que lleguemos tarde y desairemos al califa.
La mayoría de los presentes asintió con elocuentes movimientos de cabeza; se veía que también ellos estaban bastante hartos de la rivalidad entre el ministro y el obispo. Y estos parecieron calmarse al menos de momento.
Antes de salir, se inspeccionó convenientemente la comitiva; se revisaron los regalos, los atavíos, los jaeces de las bestias, los estandartes y aderezos y la disposición y el orden que debía guardar cada una de las comitivas. Después recargaron las alforjas de las mulas y la larga fila se puso en movimiento, lenta y parsimoniosamente. Atravesamos los mercados repletos de gentes que nos observaban llenas de asombro. Auténticas oleadas humanas nos seguían después, cuando abandonamos los angostos callejones y logramos alcanzar el ancho adarve que nos condujo hasta la puerta de Amir. El claro sol del verano proyectaba sus ardientes rayos cuando cruzamos los amplios baldíos donde se veían los infinitos cementerios sembrados de sepulturas cavadas en el suelo polvoriento. Luego el camino se adentró por unos campos de ciruelos, para seguir por los terrenos agrestes y montuosos, entre peñascos y retorcidas encinas.