El camino mozárabe (46 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

Sentía el poder que encerraba el flujo de su voz. Era una mujer anciana, acostumbrada a sufrir, que sabía transformar cualquier circunstancia, por penosa que fuera, en esperanza.

—No me rebelo ante el dolor y el mal que hay en el mundo —dije—. He ido comprendiendo que es inútil buscarle explicación a eso, tratar de huir de ello o desesperarse… Pero me gustaría entender, sin embargo, de dónde viene toda esa felicidad que a veces puede vivirse; ese espasmo que es capaz de transformar repentinamente el mundo en algo transparente y precioso, y hacer que nuestra alma sea algo inmenso… Porque, no obstante tanto dolor, tanta contrariedad y tanta maldad como he visto a lo largo de mi vida, me niego a renunciar a los momentos en que fui feliz… Han sido pocos y cortos, pero intensos y verdaderos… ¡Gracias a Dios! Esos momentos felices me hacen soñar con un reino justo, con una vida nueva, diferente, realmente dichosa… ¿Cuándo vendrá el Rey verdadero? ¿Cuándo reinará al fin el Señor…?

Columba suspiró profundamente y me cogió la mano.

—Me alegra oírte decir eso —susurró con compasión—. Todo lo que dispone el Señor está bien y debe ser aceptado. Si no se es capaz de entender eso, siempre se acaba siendo esclavo de tristes ambiciones y ansias ruines: ser poderoso, temido, invulnerable… Los momentos de felicidad nos hablan de otra vida… Pero esta debe ser vivida con todo lo que conlleva.

Me volví hacia ella, para encontrar en sus ojos la sinceridad de aquellas palabras, y la encontré extrañamente sonriente. Se rio de manera espontánea y exclamó como asombrada:

—¡Y qué otra cosa podemos hacer! Aquí estamos todos de paso; todos somos peregrinos…

—Lo sé y así siento la vida —afirmé de acuerdo, y añadí—: Esta noche, como no podía dormir, he estado pensando mucho… Lo que ayer nos contó Lindopelo es espantoso… ¡Horrible! Pero mi honda tristeza y mi dolor no provienen de ese relato, de la crueldad, de la brutalidad, del sinsentido… Porque comprendo que la maldad está ahí y, según creemos, es obra del diablo, del príncipe de todo mal… Sin embargo, mi queja es más bien una pregunta: ¿cómo un Dios que decimos que es amor guarda silencio ante algo así? ¿Por qué ese abandono? ¿Por qué esa ausencia?… Estamos inexorablemente separados de nuestros muertos… Hay entre nosotros y ellos un universo indiferente y frío…

—¡No digas eso! —gritó arrojándome una mirada cargada de sorpresa y a la vez de reproche—. ¡Así hablan quienes no tienen fe!

—Perdóname —repliqué protestando—, pero debo expresar lo que siento. No me prives de mi lamento…

—Tienes razón —contestó a modo de excusa—. Soy una vieja tonta. Y comprendo esa queja tuya con respecto a nuestros muertos, porque se parece a los reproches que todo creyente alguna vez le hace al Creador…

Después de decir estas palabras, se quedó pensativa, como extrañada por haberlas pronunciado. Luego se echó a reír de nuevo y se tapó la boca.

—¡Claro! —observé yo—. ¿Acaso no sufrimos todos por ese silencio? Rezamos, tratamos de hablar con Él; pero nuestros formularios recitados a veces parecen perderse en el abismo… Es inevitable llegar a sentir que se deshacen muy fácilmente todos los lazos, todos los momentos felices que hemos ido tejiendo en nuestra vida para defendernos de la soledad… He pensado en todo esto durante la noche y he recordado, he recordado mucho… He sentido mi alma sacudida como si fuese una barca expuesta a un temporal. Antes de emprender este viaje tenía el ánimo tranquilo, porque sentía con claridad que debía venir. Me impuse esa obligación tal vez para distraerme, para consolarme, para olvidar… Y ahora resulta que todo se me ha revuelto por dentro. Aquí, en vez de hallar al muchacho, no he encontrado otra cosa que el frío de la muerte, la soledad y el espanto de un sepulcro. Y la verdad, durante mi estancia en Córdoba, ha bastado para que flotase una idea o aflorasen recuerdos, o alguien pronunciase el nombre de Paio, para que empezase inevitablemente a pensar que hubiera sido mejor no venir, dejarlo todo como estaba y no remover esa sepultura. Acaso eso hubiera sido lo mejor para alcanzar el sosiego y la paz del corazón.

Mientras decía esto, me vino el recuerdo del monje Hermogio en su lecho de muerte, allá en el monasterio de Santo Estevo, y el de su hermana Aldara, la madre el muchacho; y me pareció que ambos habían sido mucho más sensatos que yo cuando trataban de disuadirme de que emprendiera esta aventura.

Columba me había escuchado con atención y empezaba a mover la cabeza de derecha a izquierda, luchando contra la confusión que la dominaba al oírme lamentarme de aquella manera. Noté que no sabía qué contestar y ello me infundió una lástima aún mayor. Así que añadí:

—Pero ahora estoy aquí, una vez cumplida mi peregrinación, sé que debo resolver esto lo mejor posible. Recogeré las reliquias y las llevaré conmigo a la Gallaecia. Seguramente los de allí se alegrarán por ello y algo de felicidad se alcanzará al menos después de tanta desgracia.

Columba se puso ahora muy seria, enarcó las cejas y clavó en mí una mirada llena de desasosiego.

—Ay, ay, Dios misericordioso… —rezó—. No sé cómo decirte esto…

—¿Qué sucede? —le pregunté extrañada—. ¿Qué tienes que decirme?

Apretó mi mano entre las suyas, frunció el ceño para concentrar su mente y permaneció en silencio, sin dejar de mirarme.

—No me asustes —le dije ansiosa.

—Te ruego que seas comprensiva —contestó en tono susurrante y lleno de súplica—. Lo que he de decirte debes aceptarlo; aceptarlo como si fuera la voluntad del Señor…

—¡Dímelo de una vez!

Se puso a acariciarme la mano cariñosamente, suspirando con nerviosismo, como tratando de infundirse ánimo, y respondió:

—Han surgido complicaciones… Precisamente venía a hablar contigo para decírtelo cuando te encontré sumida en tu tristeza y desalentada… Me da muchísima lástima, pero no me queda otro remedio que decirte lo que pasa.

Hizo un silencio y, con voz turbada y firme a la vez, prosiguió:

—Lo siento, pero no podrás llevarte a la Gallaecia las reliquias de san Paio.

—¡¿Qué?!

—El obispo de Córdoba lo ha prohibido terminantemente. El santo muchacho es venerado entre nuestros mártires como uno más de ellos; lo sentimos ya como parte de nuestra piedad…. La gente cristiana de la ciudad se niega a que sus sagradas reliquias sean sacadas del túmulo y llevadas lejos. Lo sienten como una profanación, como un robo injusto. Ha habido una asamblea esta mañana y todos los clérigos, monjes y fieles se han manifestado dispuestos a no ceder. Ha sido promulgado un edicto de los jueces mozárabes, rubricado, sellado, sancionado… Siento tener que decírtelo, hermana, pero no hay marcha atrás posible. Si tratáis de llevaros las reliquias, surgirán problemas.

Me quedé tan estupefacta que no daba crédito a mis oídos. No me pude contener y clavé en ella una mirada furiosa; pero, al encontrarme con sus ojos doloridos, azules y penetrantes, me refugié en el silencio. Después lloré amargamente, desalentada del todo, aunque ya no me quedaran más lágrimas…

60

La crónica de Justo Hebencio

Mi querido y admirado señor, obispo Asbag aben Nabil, Dios os ha otorgado un alma grande, una mente prodigiosa, una inteligencia sutilísima y, además, una sabiduría que vos habéis ido acrecentando diligentemente, enriqueciéndola con la lectura de incontables libros. En la vasta biblioteca de nuestro amo, el bondadoso y preclaro califa Alhakén, habéis encontrado las obras de insignes sabios de la humanidad. Ambos hemos escudriñado juntos esos saberes humanos y hemos compartido el deleite del conocimiento. Por eso, cuando me pedisteis que pusiera por escrito lo que vi y pude apreciar en mi estancia en la Gallaecia, inmediatamente acepté y me impuse como obligación esforzar la memoria para no omitir nada verdaderamente interesante de todo aquello que sucedió ante mis ojos entonces, aunque hayan pasado ya por mí las fatigas de dos largas décadas. Trataré pues de narrar con fidelidad lo que encontré en la última etapa de mi viaje, siendo consciente de que, como vos mismo me manifestáis, es lo que os resulta de mayor utilidad a la hora de preparar vuestra próxima peregrinación.

Llegar a Santiago de Compostela es —como tantos que han ido cuentan— una experiencia inolvidable. Después de ascenderse en abrupta pendiente por los apretados montes, entre bosques en los que el camino siempre discurre adentrado en las sombras, se llanea un tiempo. Pero luego aparece, como por la llamada de un ensalmo, la ciudad allá abajo, en el ensanchamiento de unos valles luminosos, proporcionándote una visión tan dichosa y formidable que los peregrinos han bautizado aquellos altos como «monte del gozo». Se avista en una primera mirada la portentosa iglesia mayor, la que alberga el sepulcro del Apóstol, con sus torres asomando en medio de un conjunto de edificaciones que circunda una muralla casi perfectamente redonda, admirable por emerger en el verdor de los prados, los huertos y las arboledas. Después se camina laderas abajo, salvándose todavía algunos altozanos en los que crecen, al pie de los altísimos árboles, matorrales resinosos y aromáticos arbustos. Los arrabales de Compostela constituyen una sucesión de pequeñas aldeas en las que la gente sale al paso de los peregrinos para ofrecer sus productos e indicarles la dirección de la única puerta que permite la entrada a la ciudad santa, la cual se abre hacia el poniente.

Por dicha puerta penetramos jubilosos en una plaza grande, a cuyo fondo, conforme se mira de frente, está el santo templo. Al que llega por primera vez, le admira y sobrecoge el soberbio soportal, bajo el que fluye como un río la multitud de fieles, arrobados los rostros, tanto de los que entran como de los que salen.

Descabalgamos en el centro de la plaza, abarrotada de gentío y bestias de carga; y fuimos apresurados, llevados en vilo por nuestra emoción, hacia la basílica. Nada más penetrar vimos a lo lejos el altar mayor, bajo el ábside principal, todo de piedra. Avanzamos a trompicones y tuvimos que hacer cola para penetrar en la cripta.

Velas y las lamparillas de todos los tamaños iluminaban tenazmente un espacio pequeño, cuadrado, en cuyo centro está el sepulcro. El alma se estremece en aquel sagrado lugar, porque se presiente muy cerca la fuerza del misterio…

Nos arrojamos de bruces al suelo frío y brotó de nuestros labios el rezo del credo:

Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem

factorem coeli et terrae, visibilium omnium

et invisibilium…

Ciertamente, sapientísimo señor mío, Asbag aben Nabil, es más fuerte y más verdadero lo que no se ve que aquello que alcanzan a ver nuestros pobres ojos; porque ver de verdad es saber ver más allá; bien lo sabéis vos…

Se guarda puntual memoria en Santiago de Compostela de lo que sucedió hace dos siglos, en tiempos de Teodomiro, obispo de Iria Flavia, cuando en el sitio que por entonces era el bosque de Libredón un eremita vio una aparición de luces en el cielo, como de estrellas, que iluminaban un antiguo cementerio, revelando el lugar exacto donde descansaban los restos del apóstol san Yacub el Mayor. Se dice que el cuerpo fue llevado por mar a la Gallaecia en una barca por los discípulos del santo, que lo enterraron allí precisamente por hallarse muy próxima la costa que se conoce desde tiempo inmemorial como Finisterrae, pues más allá está el dilatado mar que termina donde se acaba el mundo. Así se dio cumplimiento al mandato del Señor: «Id por toda la tierra y llevad la buena noticia», prometiendo a su vez: «Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo».

Enterado el obispo Teodomiro de que se había hallado el sitio donde yacía el cuerpo de san Yacub, lo puso en conocimiento del rey Alfonso II el Casto; el cual mandó edificar una iglesia en aquel lugar, al que desde entonces se llamó Campus Stellae, por la aparición de estrellas que se vio al descubrirse. Desde entonces, miríadas de peregrinos caminan hacia la nueva ciudad santa, con semejante anhelo que a Jerusalén o Roma.

Todo esto, con ensimismada elocuencia, nos relató el obispo Ero de Lugo, sin desdeñar aquellas leyendas o acontecimientos posteriores que la imaginación de la gente habría ido forjando con el tiempo. Y siempre, como antes hiciera en León, buscando excitar nuestra admiración y convencernos de que con el auxilio de tan poderoso valedor se habían ganado muchas batallas, como la reciente de Simancas, cuya sonada victoria tenía reunido al reino allí con motivo de la fiesta.

Todo el mundo en Compostela esperaba la llegada del rey, que podía producirse, según decían, de un momento a otro. Y para recibirlo, se había instalado en un lateral de la plaza una elevada tarima, cubierta con un dosel de paños de seda purpúrea, donde descansaban el solio real y las cátedras que debían ocupar la reina y los infantes. También, dispuestos en torno, estaban los escaños preparados para los miembros del Consejo y las banquetas donde debía sentarse la corte al completo. Fronteros a los muros del templo, resplandecían infinidad de estandartes, gallardetes y flámulas, creando un colorido tapiz que se agitaba levemente a causa de la brisa.

En las inmediaciones de la entrada aguardaban cientos de prohombres ataviados ricamente, expectantes, nerviosos por el gran acontecimiento que se avecinaba. Y allí mismo nos recibió y cumplimentó el obispo de la sede, Hermenegildo: hombre de poderosa presencia y pocas palabras. A su lado estaban Oveco, obispo de León, y el insigne Rodesindo, de quien decían que, no obstante su juventud, era la mente más lúcida de toda la Gallaecia. Incontables prelados, caballeros y damas revoloteaban alrededor, impacientes, escudriñando con sus miradas atentas la puerta de la muralla que se abría al poniente.

En un determinado momento, se aproximó a nosotros el frío conde Gundesindo, con su rostro terroso y consumido, por fin trasluciendo algo de entusiasmo, y nos dijo:

—Amigos, embajadores de Córdoba, hoy, si está de Dios, podréis al fin conocer en persona a nuestro señor el rey Radamiro. Pues, según anuncian los alféreces reales, es inminente su llegada.

Hasday ben Saprut acogió estas palabras con una sonrisa escéptica y observó irónico:

—Demasiada gente hay aquí reunida esperándole como para confiar en que pueda dedicarnos al menos un momento de atención.

—No os desesperancéis —repuso el conde con una enigmática expresión—. Todo será tener fe…

Esta contestación nos dejó algo en suspenso, pero decidimos renunciar a las protestas para disfrutar del vistoso espectáculo que teníamos ante nuestros ojos.

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