Subimos por eso al paso, fatigosamente, las cuestas que escalaban las sierras. El estío vestía los altos de bellos tonos y en el cielo azul aparecían nubes blancas como el mármol. Pronto empezó a correr el céfiro serrano que refrescaba la cara y anunciaba la proximidad del norte, mientras se divisaba abajo en la distancia un espacio inmenso de bosques, loma tras loma, monte tras monte.
Cuando tomamos la vía militar empedrada, supimos que León estaba ya cerca. Entonces el obispo de Palencia se adelantó hasta donde yo cabalga y se puso con su yegua ágil a mi lado.
—Dómina —dijo—. El camino se acaba y nuestra misión concluye. Hay que dar muchas gracias a Dios, ¿no os parece?
—Sí, muchas, muchas gracias sean dadas —contesté con prudencia—. Todo ha salido muy bien.
—Demasiado bien para lo que se esperaba —observó—. Hemos logrado que el demonio sarraceno firme la paz; se ha quedado conforme, halagado y muy seguro de que le devolverán sus dichosos libros de herejías mahométicas… Encima nos ha colmado de regalos y atenciones. Y mirad todo lo que llevamos después de haber hecho nuestras buenas compras en los mercados de Córdoba. ¡Menudo negocio!
—Lo mejor de todo es la paz —dije—. Nada puede compararse a eso.
—Sí, claro que sí. Pero vos y yo tenemos, además, un motivo más para sentirnos dichosos y darle gracias a Dios especialmente: ¡las reliquias! ¡Las sagradas reliquias de san Paio! ¡Es maravilloso! Cuando lleguemos por fin a León esta misma tarde, la feliz noticia será como la guinda encima del pastel. La gente de Gallaecia será feliz al poder venerar por fin al santo muchacho, después de tantos largos años de espera…
—Ya se le venera con muchísima devoción en todas partes —repuse—. En realidad, Paio no dejó nunca de estar con nosotros…
—Por supuesto. Pero siempre será mucho mejor mantener toda esa devoción en torno a las reliquias teniéndolas cerca. Ahora el rey, según hizo voto, construirá un gran monasterio donde albergarlas y a buen seguro acudirán miles de peregrinos. En fin, todo como debe ser.
Lo miré y asentí con un movimiento de cabeza, sin decir nada. Entonces él añadió muy seguro de sí:
—Por cierto, dómina, antes de que lleguemos a León yo debo manifestar algo; algo que considero de extrema justicia y que deberá solventarse antes de entrar en la ciudad, para evitar complicaciones…
—Bien —contesté—. ¿De qué se trata?
Él se puso extremadamente serio, se irguió sobre su montura y me temí lo peor, a sabiendas de lo exigente que era.
—Antes de emprender este viaje —dijo—, el rey me prometió que, si conseguíamos las sagradas reliquias, podría yo llevarme alguno de los huesos a Palencia. Estoy construyendo ya la iglesia mayor donde pondré la sede de mi episcopado. Me vendrá muy bien presentarme ante mis fieles con ese regalo… Así que tendremos que abrir la urna y sacar el hueso…
—Hágase todo como manda el rey —asentí, enteramente dispuesta a no porfiar con él.
—Perfecto, no esperaba menos de vos —dijo muy satisfecho—. Debéis comprender que si se abriera la arqueta que contienen las reliquias en León todo el mundo reclamaría una parte… Y no consentirían que yo me llevara mi hueso… ¡Menudo problema!
—Tenéis razón —otorgué—. Antes de entrar, os daré lo que solicitáis.
Dos leguas antes de llegar a León, nos detuvimos según lo acordado en una ermita que había a un lado del camino, donde brotaba una fuente bajo un bosquecillo de tilos. Descabalgamos todos y entramos en la pequeña nave, austera, que estaba en penumbra merced a la única luz que penetraba por un ventanuco abierto en el ábside.
Los rostros estaban transidos de emoción y el silencio y el respeto eran enormes; puestos todos los ojos en la arqueta de plata repujada que fue depositada delante del altar.
A petición mía, se entonó entonces el cántico de Isaías:
Así dice el Señor, creador del cielo
—Él es el único Dios—,
Él modeló la tierra,
la fabricó y la afianzó,
no la creó vacía,
sino que la formó habitable…
Luego, con sumo cuidado para no deteriorar la arqueta, que era muy delicada y hermosa, se fueron sacando uno por uno los clavos que la aseguraban, hasta que pudiera abrirse. Entonces yo me aproximé y levanté la tapa.
Los que se hallaban alrededor no pudieron aguantar más el deseo de ver los huesos santos; don Julián el primero. Así que miraron dentro, e inmediatamente todos los ojos se giraron hacia mí, llenos de perplejidad.
—¡Aquí no hay nada! —exclamó con un vozarrón el obispo de Palencia, encarándose directamente conmigo.
De la misma manera, los demás estuvieron pendientes de mí, desconcertados.
Entonces me acerqué a la arqueta, metí la mano dentro y volví a sacarla con el puño cerrado.
—Acercad la palma de vuestra mano —le pedí a don Julián—, para que os dé lo que os corresponde por derecho.
Él, confundido, alargó la mano mirándome con desconfianza y gravedad.
—Aquí tenéis —le dije, haciendo como si le hiciera entrega de algo—. Aquí os doy esta reliquia: un poco de nada; de esa misma nada que había antes de que Dios creara el mundo… Esa maravillosa nada de donde se creó prodigiosamente cuanto hay: el cielo infinito, el sol, la luna, las estrellas, el día y la noche…, y este mundo inmenso y maravilloso en el que vivimos, nos movemos y existimos. De esta nada invisible hizo el Padre bueno a Adán y Eva; hizo a nuestros antepasados, por generaciones y generaciones; hizo a nuestros amados progenitores que nos dieron el ser…; nos hizo a todos nosotros; os hizo a vos, don Julián… Y, con inmenso amor, de esta nada creó el Dios a nuestro bello y querido Paio… Aquí tenéis pues el origen de todo, en esta nada, en esta inesperada reliquia que tenéis en vuestra mano… ¿Qué más podéis pedir?
El obispo se miró la palma, dio un salto hacia atrás y gritó enfurecido:
—¡Qué suerte de farsa es esta! ¿Me tomáis por idiota? ¿Habéis urdido toda esta fantasía engañosa para quedaros con las reliquias?
—No —negué—. ¡Nada de eso! Las reliquias están donde deben estar, en su sitio, en Córdoba.
Todos me miraron, aturdidos, y con sus ojos me exhortaron a que diera una explicación.
—Soy muy consciente de lo que he hecho —añadí—. Pero debéis comprender que no podía obrar de otra manera sin causar un mal mayor… Si se hubiera violentado a la fuerza aquel túmulo donde Paio reposa desde su martirio, nuestros hermanos cristianos de Córdoba habrían sufrido un gran dolor; nunca lo hubieran aceptado ni entendido… ¿No os dais cuenta?
—Pero… —repuso el conde Fruela—. El califa dijo que…
—¡Sí, el califa lo dijo! —le salí al paso—. ¿Y qué? ¿Acaso debiera ser finalmente el califa quién decidiera lo que debía o no hacerse con los restos del muchacho? ¡Cuando fue él y solo él quien lo asesinó cruelmente…! ¡Por Dios, razonad! ¡Hice lo que debía hacer!
Don Julián entonces se encaró conmigo, lleno de ira, gritando:
—¡El rey os pedirá cuentas! ¡Dios os pedirá cuentas!
Dicho esto, salió de la ermita, montó en su yegua y se marchó seguido de su gente, sin despedirse.
Nunca más volvió don Julián a dirigirme la palabra desde entonces, hasta el día de hoy, que sigue rencoroso sin hablarme.
Venerable Gemondo, muy querido hermano mío en el Señor, ya expresé mis sentimientos cuando tú y yo hablamos al termino de mi viaje y fui a verte a San Pedro de Rocas. Te conté todo esto que ahora escribo, cuando todavía, por la proximidad de los hechos, no sabía yo si había obrado bien o mal. Llovía ese día pausadamente y el pequeño monasterio tenía un aura especial, húmeda y encantadora, como siempre…Y tú te reíste entonces, porque te hizo mucha gracia lo que te referí acerca de aquella nada que le entregué a don Julián. Pero luego, más serio y con esa serenidad tan tuya, hablaste con palabras semejantes a estas:
«Obraste sabiamente, hermana mía, y debes sentirlo así, porque lo que hiciste brotó directamente de tu conciencia. Creo que Dios mismo te dictó al corazón la solución de todo aquel embrollo. Porque en tu forma de actuar, más que otra cosa, veo humildad… Y toda humildad viene de Dios. Ya que, aunque esta rara virtud a veces se disfraza como pobreza o incluso indigencia, es algo mucho más profundo. La palabra “humildad” viene de la raíz latina
humilis
, que a su vez deriva de
humus,
que significa sencillamente “tierra”. ¿Te das cuenta? “Humilde” quiere decir “inclinado a la tierra”; es decir, reconocer que todo, absolutamente todo, cuanto somos y tenemos, lo que amamos y el amor que recibimos, ¡todo!, viene de la tierra y a ella vuelve… Entonces, ¿qué más da aquí o allá, este sitio o el otro? Todo está lejos y, al mismo tiempo, próximo a nosotros… La tierra es tierra y nada más; espacio entre el presente y la eternidad… De la tierra venimos y a ella retornamos… Hiciste muy bien en recordarle al presuntuoso y fanático don Julián aquello de donde todo procede y a donde todo vuelve…
»¡Líbrenos Dios de toda soberbia y fanatismo!; de la falsa religión que se impone a los demás por la fuerza; de los llamados “piadosos”, que basan su fe en rígidos e insoportables principios y obligaciones para perpetuar su poder, para retener bajo sus pies a los sencillos… Así nacen tantas guerras y conflictos, ya sea amparándose en la religión o en las inestables ideas de los hombres…
»Cuando no somos más que eso: nada. Pero qué difícil resulta ser verdaderamente humildes… Dios es el único que puede enseñarnos, hablándonos en su silencio, en su preciosa nada, directamente al corazón… Porque Él es el único que puede mostrarnos nuestras propias debilidades y maldades; nuestra incapacidad ante situaciones difíciles y peligrosas; nuestros errores y fracasos…
»Y solo seremos medianamente humildes, bien lo sabes tú, hermana mía, cuando seamos capaces de reconocer con sinceridad que nada, absolutamente nada, tenemos por nosotros mismos, ni por herencia, ni por sabiduría, ni por regalo, ni por experiencia, ni siquiera por puro amor…Vivamos pues felices, como seres agradecidos y siempre en deuda…»
1. La Gallaecia
Desde los primeros años de presencia romana en Hispania, se establecieron dos provincias: la Citerior [cercana], al norte y este, y la Ulterior [lejana], al sur y al oeste peninsular. Pero el sometimiento a los romanos de los galaicos, astures y cántabros fue tardío debido a la fuerte resistencia que opusieron estos pueblos del área atlántica. Ya en el año 27 a. C., tras la conquista efectiva de la mayor parte de la Península, Augusto divide Hispania en tres provincias, llamadas Baetica, Lusitania y Tarraconensis. Tres ciudades encabezaban los tres
conventus
o subprovincias romanas en el extremo noroccidental: Lucus Augusti (Lugo), Bracara Augusta (Braga) y Asturica Augusta (Astorga), que con la reforma de Diocleciano del año 298 quedarían unificados bajo una única provincia segregada de la Tarraconensis: la Gallaecia.
Tras la conquista musulmana de la península ibérica en el 711 y la disolución del reino visigodo, este amplio territorio quedó convertido en espacio fronterizo y fue escenario durante la segunda mitad del siglo VIII de la expansión del reino de Asturias en tiempos de Alfonso I en oposición al dominio de los omeyas, conformando una entidad política propia conocida durante varios siglos como «reino de Gallaecia».
2. El rey de Gallaecia Sancho Ordóñez y la reina Goto Núñez
Sancho Ordóñez (895-929) fue rey de Galicia, aunque subordinado al rey de León, desde el año 926 hasta su muerte. Era hijo del rey Ordoño II de León y de la reina Elvira Menéndez. A la muerte de su padre en el año 924, su tío Fruela II el Leproso ocupó el trono leonés, pero murió apenas un año después, siendo sucedido por su hijo Alfonso Froilaz, que inició un enfrentamiento con sus primos, los hijos del difunto Ordoño II de León. En el año 926, con la ayuda del rey Sancho Garcés I de Navarra, estos consiguieron expulsar a Alfonso Froilaz del trono y lo obligaron a refugiarse primero en Galicia y posteriormente en Asturias.
Sancho Ordóñez, a quien por su condición de hijo primogénito correspondía la corona, renunció en favor del mediano, Alfonso, quien fue coronado como Alfonso IV de León. Los tres hermanos se repartieron el reino de León, correspondiéndole a Sancho el reino de Galicia, que se extendía desde la costa cantábrica hasta el río Miño; al menor de los hermanos, el infante Ramiro, le correspondió el territorio portocalense, con capital en Viseo. Tanto Sancho como Ramiro gobernaron de manera subordinada a Alfonso en su condición de rey de León. Sancho Ordóñez fue ungido como rey de Galicia por Hermenegildo, obispo de Santiago de Compostela, y durante los tres años que duró su reinado, mantuvo buenas relaciones con su hermano menor, Alfonso IV, como prueba el hecho de que visitara en varias ocasiones el reino de Galicia.
Sancho Ordóñez murió en el año 929 sin dejar descendencia. Recibió sepultura en el monasterio de Castrelo de Miño, municipio gallego localizado en la provincia de Orense. En dicho monasterio profesó como religiosa su viuda, la reina Goto, según se desprende del documento que consigna una donación realizada por el rey Ramiro II de León al monasterio de Castrelo de Miño en el año 947, siendo Goto en esas fechas abadesa del mismo.
El origen de la reina Goto es confuso. Según una genealogía legendaria, Goto Núñez descendería de un don Osorio que acompañó al rey don Pelayo en los inicios de la restauración de España, o de un Osorio Gutiérrez que se halló en la batalla de Clavijo por lo que fue hecho canónigo de León, en el año 844. La rama familiar Osorio tenía la mayor parte de sus bienes en la región gallega de Mondoñedo. A la misma genealogía pertenece el conde Osorio Gutiérrez, celebre personaje de la España medieval del siglo X, fundador del monasterio de San Salvador de Villanueva de Lorenzana (Lugo), donde ingresó como monje en los últimos años de su vida. Sus contemporáneos le consideraron un hombre santo, atribuyéndole diversos milagros que fueron más numerosos después de su muerte, con lo que siempre fue conocido como «el conde santo».
3. El monacato gallego en el siglo x
San Fructuoso de Braga, inspirador de reglas monásticas de clara influencia oriental, fundó varios monasterios partiendo de la
Regula Monachorum
, ocupó la sede de la abadía-obispado de Dumio y llegó a ser nombrado en el 656 arzobispo de Braga. Con su
Regula Communis
propagó por Galicia la fórmula del compromiso por pactos, ya extendido entre los monjes visigóticos, llevando a los monasterios el concepto jerárquico del abad. Los pactos monacales unificaron la vida monacal, como contrato entre monje y abad, o bien entre una comunidad, comprometiéndose a una vida en observancia y obediencia, que perduró hasta que se fue imponiendo la regla de san Benito.