El camino mozárabe (54 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El cuerpo de San Pelayo se conservó en Córdoba venerado por los mozárabes hasta el año 967, en que fue llevado a León reinando Ramiro III.

11. La Córdoba del califato

En la segunda mitad del siglo X, momento álgido de la ciudad, Córdoba contaba con una población de medio millón de habitantes, y en ella, según los historiadores árabes, había ciento treinta mil casas, setecientas mezquitas, trescientos baños públicos, setenta bibliotecas y un montón de librerías. Y todo aquello cuando en todo Occidente no había ni una sola ciudad cuya población superara los cien mil habitantes.

La metrópoli, en gloriosa emulación con las metrópolis árabes de Oriente, gozaba entonces, tanto en el exterior como en el propio califato, de una reputación estudiosa que ninguna otra ciudad de la península podía soñar en disputarle.

12. Los mozárabes

Como es sabido, la doctrina coránica ordena a los musulmanes respetar, bajo ciertas condiciones, las creencias religiosas de la «gente del Libro», es decir, de judíos y cristianos. Al producirse la conquista de la península ibérica, los vencedores permitieron a las poblaciones que se habían sometido mediante pactos —la mayoría del país— el libre ejercicio de la religión cristiana y la plena posesión de sus iglesias y propiedades.

Más tarde, incluso después de las conversiones en masa de muchos mozárabes deseosos de gozar de un estatuto fiscal preferencial, puesto que los cristianos habían de pagar el
jaray
o impuesto, pervivía una considerable proporción de súbditos cristianos que formaban florecientes comunidades en las ciudades del al-Ándalus. En ninguna otra parte del mundo musulmán fueron tan necesarias las relaciones permanentes entre las diversas comunidades religiosas; porque una parte de la población había conservado su religión, leyes y costumbres anteriores a la conquista por los árabes de la España visigoda. A estas comunidades de cristianos se las llamó «mozárabes».

La voz procede del árabe
mustarib
, «arabizado», «el que quiere hacerse árabe o se arabiza», y bajo diversas formas (
muztárabe
,
muzárabe
,
mosárabe
, etcétera) aparece en los documentos hispanolatinos de la Alta Edad Media con la misma acepción que actualmente le damos. El término es inusitado en la literatura hispanoárabe, en la que los mozárabes son llamados con los nombres generales de ayamíes, nasraníes, rumíes, dimmíes, etcétera. Hoy también se aplica el adjetivo mozárabe a la liturgia hispanovisigótica, a la escritura visigótica y al arte hispanocristiano de los siglos IX al XI.

En el siglo X los mozárabes formaban un minoritario grupo religioso, jurídico, étnico y lingüístico, dentro de la sociedad hispanomusulmana, vivían en barrios propios y poseían sus cementerios. Tres autoridades civiles elegidas entre ellos eran encargadas de la administración y el gobierno de cada comunidad: un
comes
, personaje notorio, que ejercía las funciones de gobierno civil, siendo el más destacado el de Córdoba; un
judex
, llamado por los musulmanes cadí de los cristianos; y un
exceptor
o recaudador de tributos. En el nombramiento de estas tres autoridades influyó por lo general el gobierno musulmán, bien designándolos directamente, bien aprobando la propuesta presentada por los nobles mozárabes.

A esta minoría el califa le garantizó sin restricciones el libre ejercicio de su religión y culto. Los templos anteriores a la invasión, salvo aquellos que fueron convertidos en mezquitas tras la conquista, fueron respetados, y los mozárabes tenían derecho a repararlos, pero no a construir otros nuevos. Se tiene noticia, por ejemplo, de la existencia en Córdoba de más de diez iglesias, nueve en Toledo, cuatro en Mérida, etcétera. Las campanas podían ser utilizadas, aunque con moderación para no escandalizar a los buenos musulmanes. Abundaron las comunidades monásticas. En los alrededores de Córdoba llegaron a existir más de quince monasterios.

En el reinado de Abderramán III y Alhakén II, tenemos algunas noticias sobre importantes personajes mozárabes: el juez Walid ibn Jaizuran, que sirvió de intérprete a Ordoño IV cuando este visitó, en el año 962 (351), al soberano cordobés en su capital, por ejemplo. Pero hemos de señalar especialmente la labor destacada de los dignatarios eclesiásticos como embajadores en países cristianos. Así, la misión que se encomendó, luego de su elevación al episcopado, a Rabí ben Zayd, el renombrado Recemundo, como embajador ante el emperador de Otón I de Alemania y más tarde en Constantinopla. Era un cristiano de Córdoba, buen conocedor del árabe y del latín, y celoso de la práctica de su religión, que estaba empleado en las oficinas de la cancillería califal, antes de ser nombrado obispo de la diócesis andaluza de Iliberis (Elvira). Se puso en camino en la primavera de 955 y, al cabo de diez semanas, arribó al convento de Gorze, donde fue bien recibido por el abad, así como luego por el obispo de Metz. Unos meses más tarde llegaba a Fráncfort, corte del emperador, donde tuvo ocasión de conocer al prelado lombardo Luitprando, a quien decidió a componer su historia, la
Antapodosis
, que el autor le dedicó. Más tarde, Rabí ben Zayd siguió desempeñando un buen papel en la corte califal de Alhakén II, quien tenía en gran estima sus conocimientos filosóficos y astronómicos, y para quien redactó, hacia el 961, el celebre
kitab al-anwa
, más conocido como «calendario de Córdoba».

Como vemos, los miembros más influyentes de la Iglesia mozárabe estuvieron próximos al califa, realizando funciones de consejeros, intermediarios, intérpretes y embajadores. Conocemos el nombre de un arzobispo de Toledo, Juan, muerto en 956 (344), al que sucedió un prelado del que solo sabemos el nombre árabe, Ubaid Allah ibn Qasim, y que parece haber sido trasladado poco después a la sede metropolitana de Sevilla. Como obispo de Córdoba conocemos a un Asbag ibn Abd Allah ibn Nabil.

En los siglos IX y X los mozárabes de al-Ándalus tradujeron el Salterio y los Evangelios a la lengua árabe. Se conservan algunos manuscritos de dichas traducciones. Igualmente, se conserva en latín y en árabe el calendario publicado en 961 por el obispo de Elvira, Recemundo; y glosarios latino-árabes como el guardado en Leiden (Holanda) se remontan, según todas las probabilidades, al siglo X mozárabe.

Fueron también los mozárabes los que procuraron a los historiadores islámicos de Occidente el conocimiento —lleno de lagunas— de la historia romana, a través de una traducción árabe de las
Historias contra los paganos
compuestas antaño en latín, a principios del siglo V, por el galaico Orosio, discípulo de san Agustín.

13. La Córdoba mozárabe

En efecto, como se ve, la Iglesia mozárabe española, en todo el resto del siglo X, no sufrió nuevos males y mantuvo sus comunidades dentro de las ciudades gobernadas por los musulmanes. Aunque por falta de documentos desconocemos los detalles, sabemos que perseveraban las antiguas diócesis y poblaciones cristianas, con sus obispos y clero, pues se han conservado los nombres de algunos prelados, condes, jueces y magistrados mozárabes en todo este tiempo. La silla metropolitana y primada de Toledo mantenía su importancia y autoridad.

Por los cronistas árabes tenemos noticias detalladas de las embajadas cristianas recibidas por el califa, en las que intervenían como intérpretes y mediadores los obispos mozárabes. El despacho de estas embajadas era muy lento y difícil. Un ejemplo de ello es la embajada enviada por el emperador Otón I a la Córdoba de Abderramán III entre los años 954 y 956 en la que venía como embajador principal el santo abad Juan de Gorce. En su
Historia de los mozárabes de España
, Francisco Javier Simonet y Baca nos da un relato completo del asunto. Al parecer, Abderramán le envió a un obispo mozárabe llamado Juan, el cual justificó su sujeción al poder del califa arguyendo al abad con la sentencia de san Pablo, de que no debemos resistir a la potestad:

Nosotros, añadió, somos más condescendientes con estos musulmanes. En el medio de la gran calamidad que sufrimos por nuestro pecados. Les debemos aún el consuelo de que nos permitan usar nuestras propias leyes, y de que viéndonos, como nos ven, muy adictos y diligentes en el culto y fe cristiana, todavía nos consideran y atienden, y cultivan nuestro trato con agrado y placer, cuando, por el contrario, aborrecen del todo a los judíos, en las circunstancias en las que nos hallamos, nuestras conducta para con ellos consiste en obedecerles y darles gusto en todo aquello en que no redunda en detrimento de nuestra creencia y religión.

Provocado en su ánimo con estas razones, Juan de Gorze repuso:

A otro cualquiera, y no a un obispo como tú, le sería lícito usar de ese lenguaje. Tú, ministro de la verdadera fe, y que por razón de tu alto cargo debes ser su defensor, no ya por respetos y temores humanos habías de contener a todos en la predicación de la verdad; pero ni aun sustraerte tú mismo de esta obligación. ¿Pues cuánto mejor es absolutamente para un varón cristiano no sufrir los rigores del hambre que no participar de los manjares de los paganos para destruir la fe de los otros? Además, y esto es cosa detestable y repugnante para toda la Iglesia católica, he oído que os circuncidáis a usanza de los musulmanes, estimando no bastante la enérgica sentencia del Apóstol: «Si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo». También advierto que por el trato de ellos desecháis ciertos manjares, cuando todas las cosas son limpias y puras para los de corazón limpio… y la santificación no se alcanza por la abstención de comestibles que Dios crio, sino por la palabra divina y por la oración».

La necesidad, replicó el obispo mozárabe, nos constriñe a hacerle así, pues de otro modo no podríamos habitar entre ellos. Además, que esto es ya para nosotros una práctica tradicional, observada por nuestro mayores desde tiempo inmemorial y conservada hasta nosotros.

De manera ninguna, insistió el santo, yo aprobaré que por miedo, afición o favor de los mortales se quebranten los estatutos de nuestra santa religión.

Prosigue narrando Simonet que, en tan complicada situación, pareció a Abderramán que lo más provechoso sería enviar al emperador Otón un embajador que allanase las dificultades. No encontrándose quien se atreviera a desempeñar una misión tan larga y peligrosa, el clérigo Recemundo se ofreció a llevarla a cabo, y en premio de lego fue elevado, de repente y
per saltum,
a la dignidad episcopal, siendo luego consagrado obispo de Iliberis.

Por varios documentos de aquella época, sabemos que en el siglo X poseían los mozárabes de Córdoba no pocas iglesias, monasterios y santuarios. Se conserva en el museo provincial de Córdoba la pequeña campana mozárabe del abad Sansón. Ambrosio de Morales se refiere en su
Crónica general de España,
lib. XIV, cap. I, y en sus escolios a las obras de san Eulogio a ella, cuando escribía:
«Ipsa templa, etiam intra urbe, suas turres, anea sua cymbala habuere. Et druat adhuc Cordubae exiguani unum ab illis usque temporibus… conservatum…».
Y el P. Flórez en su
España sagrada,
tomo X, trat. XXXIII, cap. VII, detalla el estado de la cristiandad en Córdoba durante el cautiverio. Debemos advertir que siendo poco probable la erección de nuevos templos cristianos desde el siglo IX en adelante, no dudamos reconocer como existentes a mitad de dicho siglo los que se hallan mencionados en autores de época posterior, y especialmente en el curioso calendario de Recemundo, escrito en Córdoba, año 961. Según los cuales, estaban dentro de Córdoba las basílicas o iglesias de San Acisclo, San Zoilo, los Tres Santos, San Cipriano, San Ginés y Santa Eulalia, y además, según el P. Flórez, la
Basilica S. Mariae.

La antigua sede episcopal de época visigoda, consagrada a san Sebastián, fue destruida durante la invasión musulmana y sepultada bajo los cimientos de la mezquita mayor. El templo principal conservado por aquellos mozárabes era la famosa basílica llamada de los Tres Mártires o de los Tres Santos (
Basilica Sanctorum Trium
), donde se veneraban las cenizas de los bienaventurados mártires cordobeses san Fausto, san Januario y san Marcial, sacrificados en aquella ciudad por el pretor Eufenio, que los hizo morir en un hoguera. Adscrita a esa basílica, había una congregación o especie de cabildo eclesiástico. Según Morales y el padre Flórez, este templo estaba dentro de la ciudad y es la misma que hoy se conoce con la advocación de San Pedro.

También dentro de la ciudad de Córdoba había una iglesia, servida por clérigos dedicada al mártir cartaginés san Cipriano, donde fueron depositadas reliquias de varios mártires. En un edificio inmediato hubo una escuela episcopal en la que se educaron durante décadas santos y doctores ilustres. A ambas iglesias situadas en el recinto de Córdoba puede agregarse con verosimilitud una basílica consagrada especialmente a la Reina de los Ángeles (
Basilica Santae Mariae
), y que posiblemente fue la conservada cerca de la plaza llamada de la Corredera, con la advocaciones de Nuestra Señora del Socorro.

Extramuros de Córdoba, en su parte occidental, saliendo por la puerta de Sevilla, se hallaba la afamada iglesia de San Acisclo, donde se veneraba el cuerpo del santo martirizado con su hermana santa Victoria por Dion, prefecto de Córdoba, a fines del siglo III. Muchos autores, tanto musulmanes como cristianos, nos dan referencias de esta iglesia, que existía ya a mitad del siglo VI. Los árabes le pusieron el nombre de Canisatalharca o iglesia de los Quemados, y Canisatalasra o iglesia de los Prisioneros, en memoria de los cristianos que fueron abrasados dentro en el año 711.

La monja cisterciense sira Carrasquer en su libro
Madres mozárabes
hace una extraordinaria relación de aquellos monasterios que tanto amara san Eulogio, y que sufrieron a partir del año 854 las violencias de Abderramán II, que hicieron huir a sus moradores, emigrando al entonces seguro norte cristiano, donde fundaron luego en la Gallaecia numerosos monasterios e iglesias. A pesar de la diáspora, todavía en el siglo X permanecía la tradición monástica en la sierra de Córdoba. Los numerosos epitafios hallados entre la maleza y junto algún resto de desmochados muros nos hablan de monjes y monjas, abades y madres que moraron y murieron allí en el siglo X. Hacia el sur de la ciudad, seguía en pie el monasterio de Santa Eulalia; en él fue abadesa una gran monja, cuya losa sepulcral reza:

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