Entonces Columba no pudo quedarse callada y terció en mi favor gritando:
—¡Pues creedme a mí, que nada tengo que ver! Yo he estado con la reina Goto en todo momento. Ella dormía plácidamente en nuestro monasterio, ajena a lo que sucedía de madrugada en la iglesia, y el escándalo de las voces la despertó…
Estando en esta porfía, se presentó de improvisó el ministro Musa aben Rakayis, que venía deprisa, abriéndose paso entre la gente como podía, seguido por sus secretarios y por Didaca.
—¡Oh, gracias a Dios! —exclamé—. ¡Ministro, ved qué desastre!
Fui hacia él y le conté lo que estaba pasando, ante las atentas miradas de la muchedumbre.
Dejó escapar un suspiro y, con el rostro desencajado, dijo:
—¡Ha sido don Julián. ¡Maldito impaciente!
Detrás del ministro llegó el cadí de la ciudad con otros prohombres sarracenos y numerosos guardias armados. El obispo y los magnates mozárabes les explicaron detalladamente qué había sucedido, enojados, desesperados, reclamando justicia.
El cadí se quedó circunspecto, con aire ensombrecido. Luego señaló hacia la iglesia y sentenció:
—Hay que derribar esa puerta inmediatamente. Nadie tiene derecho a venir a usurpar con violencia nada de lo que se custodia en esta ciudad.
La gente al oír estas palabras empezó a aplaudir y a lanzar albórbolas de satisfacción.
—¡Eso, echad la puerta abajo! ¡Defendednos! ¡Dadles su merecido a esos infames!
—¡No! —gritó el obispo alzando las manos—. ¡Por Dios, no! ¡Esas puertas tienen más de dos siglos! ¡Nadie debe violentarlas!
El gentío entonces empezó a porfiar sobre si deberían derribarse las puertas o hacer caso al obispo. Pero este los hizo callar con un gesto de su mano y añadió:
—Antes de hacer un desatino peor aún, intentemos que entren en razón esos salvajes.
—¡Bien dicho! —exclamé yo—. Os ruego que nos permitáis al ministro Musa y a mí hablar con ellos. Dejadnos que lo solucionemos entre nosotros.
El cadí meditó y luego dijo:
—Sea. Que todo el mundo guarde absoluto silencio. Llamemos a la puerta y esperemos a ver qué contestan.
Así se hizo. La gente se calló obediente, se esperó durante un rato y, cuando el ambiente estuvo calmado, se dieron fuertes golpes en la puerta.
Nadie contestó de momento. Todos allí nos mirábamos impacientes. Se volvió a llamar y luego Musa exhortó a voz en cuello:
—¡Abrid, don Julián, por todos los santos! ¡Estamos aquí aguardando para solucionar esto de una vez!
Pasó otro rato e, inesperadamente, la puerta se abrió de par en par. Aparecieron detrás del arco, en la penumbra del interior, el obispo de Palencia, el conde Fruela y varios caballeros; todos pertrechados con sus armaduras, mostrando las espadas en las manos, amenazantes. No me pude aguantar y corrí hacia ellos, conteniendo las lágrimas, suplicando:
—¡Por Dios, qué habéis hecho! ¡Qué locura es esta! ¿No os dais cuenta del lío que habéis formado? ¡Menudo desatino! Acabarán encarcelándoos…
Don Julián me miró con severidad y contestó en tono de advertencia:
—¡Que a nadie se le ocurra ponernos la mano encima, dómina! Hemos venido a por lo que nos pertenece y estamos dispuestos a morir por ello.
—¡Virgen Santísima! —exclamé—. No había necesidad…
—El califa nos dio permiso —replicó él—. Vos misma sois testigo de ello. Cuando nos recibió en Medina Azahara, dijo que podíamos llevarnos los huesos a la Gallaecia.
—Oh, no, no, no… —supliqué—. No había necesidad de forzar las cosas de esta manera. Soltad esas armas y entrad en razón. Podemos hablar como hermanos… No hemos venido a Córdoba para hacer violencia. Dejadme entrar y hablemos como Dios manda.
Ellos intentaron oponerse con su actitud desafiante, pero yo avancé y entré para echarme de rodillas a sus pies.
—¡Hablemos! —insistí—. ¡Entremos en razón! Hagamos esto de la mejor manera.
Me dejaron pasar y cerraron las puertas detrás de mí. Sentí entonces que mis lágrimas pugnaban por salir y me abstuve por el momento de decir nada más, pues me rendiría al llanto que había decidido contener. Entonces habló el conde Fruela:
—Dómina —dijo a modo de excusa—, debéis comprender que no nos ha quedado más remedio… Vinimos con la intención de reclamar las reliquias, amparándonos en el permiso que nos dio el califa; pero esta gente cristiana de Córdoba empezó a dar gritos, tratando de echarnos de aquí. Enloquecieron suponiendo que abriríamos los sepulcros para robar los restos de todos los santos. ¡Un disparate! ¿De dónde han sacado eso?
—¡Oh, Dios, Dios, Dios…! —exclamé echándome al fin a llorar—. ¿Por qué, por qué, por qué…?
El obispo de Palencia intervino entonces, diciendo:
—Toda la culpa es del ministro Musa. Si hubiera actuado con decisión desde el principio, no habríamos llegado a este punto…
Me encaré con él y le grité, llena de determinación:
—¡Callaos, por el amor de Dios! ¡No empecemos! Ahora lo único que procede es solucionar este embrollo. ¡Dejadme a mí!
En ese instante volvieron a golpear fuertemente la puerta los de fuera.
—¿Veis? —dije—. Se impacientan. Si no nos apresuramos, echaran abajo la puerta.
—¡Pues que la echen! —contestó don Julián—. No les tenemos miedo. Las reliquias del santo muchacho nos pertenecen.
—¿Os habéis vuelto loco? —protesté—. ¡Vamos, soltad ahora mismo esas armas y salid de la iglesia!
Se miraron entre ellos, dudando. Pero el obispo de Palencia, muy seguro de que los demás harían todo lo que les mandase, repuso:
—Nadie saldrá de aquí sin que antes nos entreguen las reliquias de san Paio.
—Está bien —dije, agotada—. Saldré yo y veré qué puede hacerse.
Afuera me encontré con los rostros severos y anhelantes de los que estaban esperando. Hablé con el obispo, con el cadí y con los magnates y les juré que todos los sepulcros de los mártires estaban intactos. Gracias a Dios me creyeron y se tranquilizaron bastante. Entonces, aprovechando la situación, les expuse las exigencias de los de dentro.
—¡Nada de eso! —contestó el obispo—. Ni un solo hueso de nuestros mártires saldrá de Córdoba.
Al oír esta negativa, terció el cadí:
—El califa ha ordenado que se les entreguen a los embajadores solo los restos del muchacho gallego. No podéis desobedecer a nuestro amo Al Nasir o tendréis que comparecer ante los jueces.
El anciano obispo permaneció hierático, perplejo y dubitativo; mientras, reinaba el silencio y la tristeza entre todos los presentes durante un largo rato, y el cadí, haciéndose consciente de lo que pasaba a su alrededor, añadió:
—Lo importante ahora es que esos embajadores salgan de la iglesia pacíficamente y retorne la tranquilidad al barrio. Mis guardias se encargarán de que no se produzca ningún altercado más.
El obispo reflexionó con tristeza y desolación, luego sentenció:
—Hágase como dices. Pero que ninguno de los que entraron de mala manera en el templo toque siquiera una sola de las tumbas. Nosotros abriremos el túmulo de san Paio y les entregaremos los sagrados huesos.
Al oírle decir aquello, la multitud se agitó en torno; algunas mujeres se llevaron las manos a la cabeza y empezaron a gemir, pero nadie osó replicar ni enfrentarse a la autoridad del obispo.
Entonces entré yo en la iglesia y le comuniqué a los de dentro la decisión que se había tomado. A lo que don Julián contestó:
—Muy bien. Pues que vengan y saquen las reliquias cuanto antes.
—No —repuse—. La gente está ansiosa y desesperada. Temo que pueda formarse un tumulto. Mejor será que salgáis todos y regreséis a vuestras fondas. Así verán que habéis acatado la decisión del cadí. Después, cuando todo esté mas tranquilo, yo me encargaré de que el obispo haga cumplir lo mandado.
Esta propuesta les pareció a todos adecuada y convincente, a juzgar por la aprobación que encontré en sus rostros, y don Julián, al fin conforme, manifestó:
—Está bien. Pero exijo que se haga todo con la mayor presteza, sin más dilaciones ni titubeos. Mañana, antes del amanecer, vendremos a la puerta para recoger las reliquias. A continuación, emprenderemos el viaje de regreso a León. Nada nos retiene aquí ya, excepto cumplir con ese sagrado menester.
—Confiad en mí —dije, llevándome la mano al pecho—. Me encargaré de que todo se haga delante de mis ojos. Y mañana partiremos…
La crónica de Justo Hebencio
El rey Radamiro —por no llamarlo ya más «caballero Bermudo»— nos recibió en el palacio del obispo Hermenegildo. Estaba él revestido con los signos de su poder: manto de armiño, diadema de oro y cetro. Nos atendió de pie al entrar, sin distancias, con aparente cordialidad. A simple vista, a pesar de la parafernalia, me pareció un simple muchacho disfrazado para una función teatral. Pero su inicial sonrisa desenfadada, pronto se fue disipando; sobre todo, después de que uno de sus alféreces alzara la voz para ordenarnos:
—¡Postraos ante el serenísimo y cristianísimo rey, embajadores de Abderramán de Córdoba!
Obedecimos sin titubear, comprendiendo que la cercanía cedía ante los formalismos de la negociación. Y nos hicieron permanecer de hinojos durante un largo rato, mientras un chambelán proclamaba los títulos del monarca:
—Estáis, dignísimos señores, en presencia de nuestro serenísimo y cristianísimo señor,
magnus basileus
del
Regnum Imperium Legionensis.
Con esta solemne proclama, la ineludible soberbia del poder hacía su aparición en la escena. Y Radamiro, como el buen actor que había demostrado sobradamente que era, se entregaba a ella con la naturalidad que otorga la costumbre. A partir de ese momento empezó a ejercer de rey; su rostro se tornó serio y pareció esfumarse definitivamente la personalidad de Bermudo. Con lo que terminamos de darnos cuenta de que se había entregado a ese papel en cuerpo y alma, pero también de que el juego se había acabado. Con todo, en sus ojos asomaba un brillo irónico y, en cierto modo, divertido, que traslucía su regocijo interior por haber conseguido engañarnos. Y, sin dejar de mirarnos, aquel rey vigoroso se sentó con poderío en el trono que descansaba sobre un estrado.
Cuando se nos dio permiso para acercarnos a él, Hasday ben Saprut avanzó por delante, tranquilo y digno, hasta el centro del salón, que no era demasiado grande. Al fondo había un diván cubierto con una mullida tela azul, situado frente al trono. El rey giró la cabeza hacia ese lado y luego hizo un gesto con la mano indicándole que debía sentarse. El judío hizo lo mandado y permaneció sentado, con la espalda recta, pendiente de Radamiro. Los demás miembros de la embajada nos quedamos a veinte pasos, de pie, sin perder ripio de lo que sucedía.
Siguió un rato de silencio, que duró hasta que el chambelán que se ocupaba del ceremonial empezó a proclamar con voz cantarina una larga serie de salutaciones y fórmulas de pura cortesía. Después se descorrió un cortinaje rojo en un lateral y entraron tres ministros del rey, en perfecto orden, y se situaron a la izquierda del trono, bajo el estrado, mirando hacia Hasday. Cada uno de ellos pronunció un discurso breve; pero los tres versaron sobre lo mismo: manifestar la rotunda oposición del rey y todo su Consejo a considerarse vasallos del califa, a toda sujeción a Córdoba y al pago de parias o tributos de cualquier clase o género que fueran.
Hasday escuchó muy atento estas declaraciones, sin pestañear, grave y con dignidad. Luego esperó por si tenía que hablar alguien más y, viendo que los discursos se habían acabado, consideró que podía tomar la palabra. Se puso de pie y, dirigiéndose a los ministros, dijo:
—Antes de nada, queremos manifestar nuestro mayor respeto, consideración y sinceros deseos de paz al serenísimo rey Bermudo…
Y miró de reojo a Radamiro, observando el efecto que le causaba este saludo, para, a continuación, rectificar levemente irónico:
—¡Oh, pido disculpas! He querido decir «serenísimo rey Radamiro».
El rey no pudo ignorar que aquello lo había dicho intencionadamente y sonrió con visible asomo de suspicacia en el rostro, pero permaneció en silencio.
—Señor —prosiguió Hasday muy serio—, nuestra estancia durante dos largos meses en vuestro reino nos ha proporcionado una inestimable oportunidad para apreciar que tanto los nobles como el pueblo llano aman y siguen a su rey todos a una… Ciertamente, no hay fisuras que dividan a las gentes de vuestros dominios ni sombras que entorpezcan el liderazgo que ejercéis, como un guía o como un padre de todos… No hemos necesitado hablar personalmente con el rey para comprobar que todo el reino está unido y con él.
Esto último lo dijo con cierto tono irónico, y volvió a mirar de reojo hacia Radamiro mientras hacía silencio para dejarle meditar. Luego añadió:
—Igualmente, en Córdoba y todo el al-Ándalus la gente musulmana, cristiana o hebrea ama y sigue a su califa sin titubear. Todo el imperio del grande y glorioso Abderramán al Nasir, desde Onoba a Levante, desde Cádiz a Malaca y desde Isvilia a Zaragoza está unido, sin fisuras ni sombras… Somos muy conscientes pues de que dos grandes poderes, dos enormes reinos, están en lid, mirándose, como dos toros se enfrentan el uno al otro, dispuestos a embestirse. Y en medio, entre León y Córdoba, se extiende la oscura Tierra de Nadie… Nosotros hemos viajado desde el sur para venir hasta aquí y hemos recorrido los caminos que unen estas posesiones vuestras con las nuestras; en todas partes hemos encontrado ciudades, pueblos y aldeas, calzadas, labrantíos, prados, mieses, bosques, ganados… En todas partes, menos en una, en aquella Tierra de Nadie: donde todo está arrasado, quemado, desierto y baldío… ¡Qué lástima!
El rey ya no pudo aguantar más y se puso de pie diciendo con aire despechado:
—Eso, ¡qué lástima! ¿Y quién tiene la culpa? ¿Nosotros…? Esa Tierra de Nadie, agostada y triste, en efecto se extiende sombría y abandonada, con sus bosques quemados y todas sus antiguas ciudades, pueblos y aldeas en ruinas. Es lamentable ver tantos campos que antaño fueran fértiles a merced de los bandidos y de las fieras silvestres… Pero, repito, ¿quién tiene la culpa? Vuestro califa no debe olvidar que cada primavera, año tras año, sus tropas traspasan las fronteras y hacen aceifas crueles en nuestros dominios.
—Señor —replicó Hasday con calma—. Esos dominios que mencionáis fueron usurpados a los emires de al-Ándalus.
—¡Vaya! —exclamó Radamiro, alzando el tono de voz—. ¿Y antes de los emires de al-Ándalus quién los poseía en propiedad? ¿No eran de nuestros antepasados? ¿Quién usurpó a quién? ¿Quién usurpó primero?