El camino mozárabe (49 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

Los intermediarios y las fórmulas del ceremonial habían dejado de funcionar. Hasday y Radamiro hablaban ya frente a frente. Al fin y al cabo, estaban acostumbrados a hacerlo, puesto que habían compartido incontables conversaciones durante el tiempo que el rey apareció ante nosotros bajo la engañosa apariencia de Bermudo. Durante aquellas comidas y tertulias, cada uno de ellos había manifestado con libertad y cordialidad sus pareceres. Solo quedaba saber ahora si Radamiro había sido sincero cuando simulaba llamarse Bermudo o si, muy al contrario, fingía para sonsacar, como en el fondo sospechábamos.

Pero Hasday ben Saprut era suficientemente hábil e inteligente como para no ser capaz de reconducir la situación. Así que no se alteró lo más mínimo; permaneció en silencio, con serenidad, sosteniendo la dura mirada del rey. Y este, dejándose dominar por su enfado, acabó diciendo:

—¿Te das cuenta, Hasday? ¿Te das cuenta de que yo necesitaba urdir esa artimaña? Tanto tú como esos prelados cristianos que han venido contigo os debéis a la obediencia a vuestro único amo, Abderramán al Nasir. Esto no es otra cosa que un juego de intereses, y por eso yo debía conocer bien vuestras verdaderas intenciones.

Hasday suspiró hondamente y luego se volvió hacia nosotros:

—Habladle vosotros —nos dijo—, y convencedle de que no tenía ninguna necesidad de urdir ese engaño. Porque, ciertamente, debemos obediencia al califa de Córdoba y por mandato suyo hemos venido hasta aquí; pero no tenemos nada que ocultar…

Y dicho esto, se giró de nuevo guiñando un ojo en dirección a Radamiro, para añadir sonriendo con picardía:

—Si no os habéis dado cuenta vos de eso después de tantas conversaciones, de poco os ha servido el enredo…

El rey soltó una carcajada, pero en sus ojos apareció el desconcierto:

—Me he dado cuenta de todo lo que debía darme cuenta —afirmó—. En ningún momento he dicho que desconfíe de vosotros; únicamente que, a fin de cuentas, haréis lo que pueda beneficiar más a Al Nasir.

—¡Naturalmente! —contestó con aplomo Hasday—. ¿No hemos venido a eso? ¿Qué esperabais? Pero no traemos intenciones ocultas… Durante dos meses hemos hablado vos y yo como verdaderos amigos, sin que yo adivinara que ese caballero llamado Bermudo erais vos. ¿Dónde estaban pues ocultas nuestras intenciones…?

—La finalidad de la treta no era otra que la de hacer relucir la verdad —repuso Radamiro.

Hasday se señaló a sí mismo, como diciendo: «Aquí me tienes». Luego sonrió ampliamente y dijo:

—Me habéis engañado, Radamiro, lo habéis conseguido… Entonces, ¿a qué viene esta discusión absurda y este empeño en no intentar el logro de un acuerdo? ¿No podemos hablar dejando de lado todo lo que nos separa? En efecto, unos usurparon las tierras antes que otros; todos usurparon… Por desgracia, siempre hubo invasiones. Pero lo que sucedió en el pasado ya es inevitable… Insisto: ¿podemos dejar todo eso de lado y hablar como si fuerais de nuevo Bermudo?

Al oír esto, Radamiro dio un respingo e hizo un gesto espontáneo de arrogancia; pero luego recapacitó, se esforzó para sonreír y contestó:

—Estoy de acuerdo. Puedes empezar tú. ¿Qué tienes que decir?

El judío se quedó pensativo, mirándolo durante un rato, quizás sorprendido por aquella inesperada reacción del monarca. En sus ojos apareció una sombra de duda y estuvo reconcentrado durante un rato, como si escogiera concienzudamente sus palabras.

Entonces el rey lo invitó a sentarse en el diván, y después de que lo hiciera se sentó también él en su trono, diciéndole:

—Estoy esperando para oírte.

Hasday suspiró de forma audible, como si lo que fuera a pronunciar lo hiciera a su pesar, se llevó la mano al pecho y dijo:

—Seré completamente sincero, el Eterno me castigue si no lo soy. Y lo que voy a decirte quizá no debiera decírtelo… No obstante, considero que será la única forma de llegar a un acuerdo —tragó saliva y prosiguió—: Tú, rey Radamiro, venciste en el barranco de Alhándega, eso es indiscutible. Aquella circunstancia resultó un doloroso golpe para nuestro califa Al Nasir, que verdaderamente no se lo esperaba. Allí perdió sus apreciados libros del Corán y otras pertenencias de gran valor; y allí fue hecho cautivo su querido amigo y siervo Muhamad al Tuyibí, señor de Zaragoza. Eso te coloca en una buena posición para negociar. Por eso hemos venido; bien lo sabes…, mejor que nadie, puesto que enviaste emisarios a Córdoba para solicitar conversaciones.

A esta declaración siguió un silencio, en el que todos allí respiramos con tranquilidad, después de la tensión pasada; y el rey sonrió lleno de satisfacción, paseando la mirada por los rostros de sus ministros. Luego, con aire de suficiencia, afirmó:

—Veo que podemos llegar a entendernos. Y bien, ¿qué me ofrece Abderramán?

—El asunto es sencillo —respondió Hasday—. Devolved los libros del Corán y conceded la libertad al emir de Zaragoza; el resto del botín podéis quedároslo. Y a cambio, mi señor Al Nasir os otorga un tratado de paz duradero.

Radamiro se echó hacia atrás, pegando la espalda al respaldo del trono, y alzó la mirada a lo alto, como dándole gracias a Dios. Pero seguidamente hizo un esfuerzo por ocultar sus sentimientos y, arrojando una mirada severa sobre Hasday, contestó:

—El asunto es sencillo, muy bien. Pero yo exijo una condición más para llegar al acuerdo. Esta es que primeramente regrese la embajada que mandé a Córdoba y sepa yo por su testimonio cuál es la actitud de Abderramán hacia mí, la manera en que ha tratado a mis legados y las verdaderas intenciones que ha manifestado al recibirlos. Porque creo que es justo lo que pido, en un auténtico pacto de reciprocidad; ya que anteriormente, cuando partieron los embajadores, fue Al Nasir quien impuso sus condiciones y exigió la presencia de mis enviados en Córdoba antes de despachar a los suyos.

Hasday movió la cabeza negando y repuso:

—Eso alargará una vez más la negociación…

—No —contestó con tranquilidad el rey—. Porque esta misma mañana ha llegado a Santiago un veloz correo para comunicarme que mis embajadores salieron ya de Córdoba y deben de ir al día de hoy atravesando los montes de la frontera.

Dos semanas más permanecimos en Compostela, aguardando la llegada de los legados que regresaban de Córdoba. Durante este tiempo, las relaciones con el rey Radamiro y su gente no pudieron resultar más amistosas. Nos trataron con delicadeza y honor; nos cubrieron de presentes y nos proporcionaron la dicha de ir a contemplar el extremo del mundo, en la costa que llaman Finisterrae.

Hay allí un promontorio de pura roca elevado sobre el pavoroso océano, que rompe violentamente en olas cuajadas de espuma. Desde aquel lugar inquietante vimos ponerse el sol en el horizonte, en la infinita lejanía que se pierde en la nada que había antes de que Dios creara el orbe. No puede evitarse el estremecimiento al contemplar el astro precipitándose vertiginosamente en las aguas; y hasta se llega a sentir que estas hierven en contacto con la inextinguible llamarada que alumbra el universo.

De esta manera, mi señor Asbag aben Nabil, culminamos nuestra misión y nuestra peregrinación. Hoy, pasado el tiempo, recuerdo todo aquello emocionado. Porque no hay esfuerzo en este mundo, por abnegado y loable que sea, más hermoso que buscar la paz.

Así quedó sellado por cantos de ángeles hace ahora mil años al proclamarse la Buena Noticia, cuando se abrió el cielo para anunciarles a las gentes sencillas que la gloria empieza cuando hay paz entre los hombres de buena voluntad. ¿Y qué son mil años? ¡Nada! Bien lo sabéis vos en la hondura de vuestra gran sabiduría; porque un milenio es solo un tiempo que se halla entre este tiempo de los hombres y la eternidad; un ayer que pasó, una sombra que se va. Ya que cuanto nos rodea es pasajero y esta vida supone solo un camino por el que transitamos mientras todo se va quedando atrás…

63

El viaje de la reina Goto

El camino de regreso hacia el norte se hizo rápido en extremo, sin las paradas y dilaciones de la ida a Córdoba. Radamiro envió uno de sus veloces correos y nos apremió, porque estaba impaciente y quería saber cuanto antes lo que había manifestado el califa y los términos precisos del pacto que ofreció en la recepción de Medina Azahara. Debíamos llegar pues a la Gallaecia antes de que los legados de al-Ándalus emprendieran su retorno. Y nuestro viaje, no obstante el cansancio por la premura, fue dichoso, esperanzado; nuestros embajadores parecían volver plenamente satisfechos y despreocupados. Todos menos yo, por los motivos que a continuación referiré.

Estaban en primer lugar felices el ministro Musa aben Rakayis y la dama Didaca. ¿Cómo no iban a estarlo si ambos habían descubierto el amor? Resultó que don Julián tuvo razón en sus sospechas. Pues el amorío se confirmó y el asunto ya no se pudo disimular más. Claramente, solo tenían miradas el uno para el otro y el mundo entero parecía haber desaparecido a su alrededor. Con esta circunstancia tan evidente a los ojos de todos, el resto de los viajeros encontraron un terreno abonado para la guasa. Aunque ellos no se daban cuenta, ¡tan arrobados estaban! El ministro parecía otra persona: había dejado atrás su carácter retraído, su circunspección y toda su cordura; cabalgaba ensimismado, con una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos embobados pendientes tan solo de su dama. Y esta cabalgaba a su vez siempre a unos diez pasos de él, por delante, volviendo el rostro a cada momento para dirigirle a su amado delicadas sonrisas y miradas centelleantes.

El obispo de Palencia, por su parte, disfrutaba maliciosamente por haberse salido con la suya al descubrir aquella debilidad tan humana en su rival, y no desaprovechaba ninguna ocasión haciendo chistes y chanzas a costa de los tortolitos, para de esta manera acabar de socavar la autoridad de Musa.

Esto propició que yo, que sufría por ver que ellos no se percataban, me decidiera a intervenir, temiendo a la vez que el chismorreo pudiera llegar a León antes que nosotros y estropear el prestigio de la embajada con un asunto que, a fin de cuentas, era tan menor y natural.

Así que, en unos llanos donde el camino discurría cómodamente recto, me puse al lado de Didaca y le hablé con franqueza. Ella se asustó mucho al principio, palideció y se quedó muda. Luego se echó a llorar y acabó reconociéndolo. Le dije:

—¿Y qué hay de malo en ello? ¿Por qué ocultarlo? Eres una mujer viuda, todavía joven. ¿Acaso eres la única en el mundo que encuentra la posibilidad de contraer segundas nupcias?

—Él no quiere hacerlo público —contestó compungida—. El ministro teme que lo nuestro estropee el éxito que ha conseguido en esta misión.

—Entonces, ¿no quiere casarse?

—Sí. Pero esperaremos a llegar a León. Musa quiere antes de nada presentarse al rey y rendirle cuentas de la embajada. Dómina, ¡no sabes qué feliz se siente! Ese pacto que ha logrado con el califa asegurará una paz indefinida en las fronteras. ¿Te das cuenta? Los reinos cristianos podrán prosperar al fin, sin que cada primavera y cada verano aparezca la amenaza de los mauros. ¡Nunca se ha conseguido un éxito semejante! Y todo… todo eso gracias a él…

Dijo esto último con mirada soñadora, completamente embelesada, como suele sucederle a quienes están enamorados y no ven más allá de la persona amada.

Yo sonreí compresiva, y repuse:

—Bueno, Didaca. En esta misión han intervenido muchas personas. Y no se puede olvidar a todos aquellos que lucharon en Simancas y vencieron en el barranco. Digamos mejor que el éxito ha sido de todos.

Se puso seria de repente, me miró con suspicacia y replicó:

—Sí, sí, sí…, dómina. Pero ahí tienes al obispo don Julián; si se le hubiera dejado, lo habría echado todo a perder…

Volví la mirada hacia atrás, temiendo que alguien pudiera estar escuchando y, viendo que nos seguían de lejos, le contesté conciliadora:

—No vamos a discutir tú y yo ahora por eso. ¡Bastante se ha discutido ya en este viaje! Solo quiero decirte una cosa: todos los miembros de la embajada son muy conscientes de lo vuestro… Seguir ocultándolo es un error. ¿Qué hay de malo en que un hombre y una mujer se amen siendo libres? La gente es muy comprensiva con esas cosas…

Hizo un mohín de disgusto y respondió:

—Él tiene pudor… ¡Es superior a sus fuerzas! Hablad vos con él…

—¿Me das pues permiso?

—Sí, naturalmente. Me haréis un gran favor… Convenced vos al ministro. Dios os lo pagará.

Hablé con Musa aben Rakayis esa misma tarde. Como era de esperar, me costó mucho abordar la cuestión, por su carácter reservado y su vergüenza. Pero acabó comprendiendo que negar la evidencia suponía un error.

Y por la noche, en torno al fuego donde se compartió la cena, anunció que tenía previsto solicitar a nuestra llegada el permiso del rey para contraer nupcias con la dama Didaca. Hubo albórbolas y brindis, sobre todo porque el enamorado pagó las viandas y todo el vino que se bebió. En medio de la dicha por el éxito de la embajada, cualquier motivo era bueno para hacer una fiesta.

Por la mañana me tocó hablar con el conde Fruela Gutiérrez. También él se sentía dichoso, por los mismos motivos que los demás, y porque llevaba consigo media docena de halcones sacres que había adquirido en Córdoba, donde se pueden encontrar, según es sabido por quienes entienden de eso, las mejores aves de altanería del mundo.

—¡Nunca imaginé que Córdoba iba a gustarme tanto! —me dijo emocionado—. Si no fuera porque es la capital del enemigo… Si no fuera por eso, ¡qué ciudad tan maravillosa!

—Bueno —repuse—. Gracias a Dios, con el pacto que se ha logrado, ahora vendrá al fin la paz con todos sus frutos; los sagrados bienes que propicia…. ¿Verdad que aquella Córdoba, antes feroz y distante, ahora no la vemos tan lejana?

—Claro que no, dómina. Nuestro rey estará contento. En Simancas se ganó lo que nunca antes pudo siquiera soñarse.

—¡Bendita sea la paz! —exclamé—. Las mujeres lo celebrarán más que nadie, por tener por fin a su lado a sus padres, esposos, hermanos e hijos… ¡Alabado sea Dios!

Me miró guiñando un ojo, y replicó con ironía:

—¡Qué aburrimiento! ¿Y qué haremos los caballeros ahora, todo el día en casa, mano sobre mano, a merced de las mujeres…?

—¡No digáis eso ni en broma! —rugí.

Prosiguió el camino, por aquellos paisajes tan hermosos, siguiendo la vieja vía romana que servía de calzada a tantos peregrinos y cruzaba los montes, más allá de la Tierra de Nadie. Íbamos deprisa. Hasta los lacayos montaban en buenos caballos árabes, regalo del rey agareno; resistentes monturas que debían llevarnos velozmente a nuestro destino. En las alforjas colmadas de las mulas y en los carros llevaban los viajeros toda suerte de rico género: paños, plata, gemas, cerámica fina, especias, incienso… Porque era verdad aquello que decían de Córdoba: que en ella se hallaba el postrimero de los mercados del Oriente, el más lejano, el que reunía los mejores productos del mundo.

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