—Perdonadme, mi señor… Espero que no me tachéis de despreocupado. Supuse que deberíais tratar la cuestión con el resto de vuestros consejeros. Después, el invierno se echó encima tan de repente… Sabéis que estoy completamente a vuestro servicio; nada me complace más que servir a Dios y a vos. ¿Qué pormenores necesitáis tratar conmigo?
Disminuyó la tensión. Quizás el rey se alegró al recibir estas delicadas expresiones de obsequio de una persona a la que desde hacía tiempo consideraba uno de sus más brillantes y sus fieles consejeros, no obstante las diferencias de opinión y carácter que se interponían entre ambos, especialmente en lo relativo a los asuntos de la guerra.
—He pensado mucho en lo que me dijiste —manifestó Radamiro con tranquilidad, suavizando la voz todo lo que podía—. Créeme que, si no hubiera estado reflexionando tanto acerca de ello, no se me habría ocurrido venir a tus habitaciones. A pesar de que fuiste demasiado insistente, incluso molesto…
—Perdonadme, mi señor —suplicó Musa inclinándose con humildad—. Consideré mi obligación advertiros sobre algunos peligros e inconvenientes que podían derivarse de aquella hoguera. El santo y sabio Isidoro de Sevilla dijo que…
—¡Déjate ahora de sermones! —replicó con sequedad Radamiro—. Hablemos sobre esa embajada. ¿Qué es lo que tienes pensado al respecto? ¿Qué me propones?
El ministro permaneció pensativo un momento y luego extendió la mano indicándole al monarca que tomase asiento en una silla junto a la chimenea. Radamiro se sentó y señaló otra silla invitándole a hacer lo mismo. Musa, tras un instante de vacilación, se sentó en el suelo, y observó de soslayo que los ojos del rey lo examinaban con una minuciosidad expectante. El silencio reinó de nuevo y volvieron a sus oídos los graznidos de los cuervos.
—Mi señor —dijo—. Para esa embajada no podéis escoger a cualquiera. Se trata de una misión sumamente delicada.
Radamiro clavó en él una mirada audaz y contestó:
—Eso no hace falta que tú me lo digas; lo sé de sobra. Lo que yo necesito de ti es que elijas a los embajadores; porque nadie mejor que tú sabe, precisamente, cuál es el alcance y la importancia de esta misión. ¿Has pensado en quiénes deberían ir?
El ministro respondió sin poder evitar cierto aire de apuro:
—Sin duda, señor. Deben ir súbditos mozárabes. En la delegación deben ir inexcusablemente Aben Umar, Asad al Alladi y Said aben Ubayda; son mercaderes ricos que conocen muy bien Córdoba y hablan a la perfección las lenguas árabe y cristiana; ellos podrían hacer acopio de obsequios adecuados para el califa y sus cortesanos. También debería ir algún obispo. Se me ocurre que el más idóneo es don Julián de Palencia, pues se entenderá muy bien con los obispos mozárabes de al-Ándalus. El conde Fortún puede ocuparse de la escolta; conoce muy bien el camino entre Córdoba y León, porque lo ha hecho muchas veces. En fin, debe ser una legación abundante y bien pertrechada, con ricos regalos y buen acompañamiento. La ocasión lo merece y el califa debe asombrarse ante la demostración de vuestros poderes y tesoros. De esta embajada dependerán muchas cosas… Si les causamos la impresión adecuada, podremos obtener un tratado de paz y beneficios duraderos.
El rey lo miró como se mira a un adivino y levantó las cejas diciendo:
—Nadie mejor que tú lo sabe. Nadie sería capaz de cumplir este cometido mejor que tú, Musa aben Rakayis.
El ministro recibió estas palabras como un pinchazo en su corazón, palideció apesadumbrado y bajó la cabeza.
—Señor, yo… —balbuceó—. Me siento tan inútil…
Radamiro observó su inquietud y se rio de forma indolente, mientras le decía en broma, señalándole con el dedo:
—Has sido capaz de renunciar al amor de las mujeres por servirme y, sin embargo, te cuesta complacerme haciendo lo que sabes que deseo.
—¡Señor! —suplicó el ministro, moviendo la cabeza con un gesto de negación—. ¡Os ruego que no me lo ordenéis!
—¡¿No quieres ir a Córdoba?! —replicó asombrado el rey—. Aun siendo consciente de que nadie mejor que tú sería capaz de cumplir la misión… ¿De verdad no quieres ir?
Musa se hincó de rodillas exclamando:
—¡Me da mucho miedo! ¡Es superior a mis fuerzas!
Radamiro, que deseaba oírle esta confesión, soltó una risita, a la que siguió el silencio. Afuera los cuervos volvieron a graznar. El ministro sintió un escalofrío en las entrañas y el cabello se le erizó en la nuca, al saber que el rey no se apiadaría de él; bajó la vista por temor a mirar y permaneció quieto y humillado.
—Lo siento —dijo el rey con aplomo—. Siento darte esta orden, porque sabes cómo te aprecio. Irás a Córdoba al frente de esa embajada. Ese es mi deseo y lo que estimo más conveniente en este asunto. Y acatarás mi voluntad porque juraste con voto sagrado obediencia a mi persona. A cambio, te dispenso del voto de castidad, puesto que de nada me serviría ya esa promesa de fidelidad si no fueras capaz de complacerme en esto. ¡Serás valiente por mí e irás a Córdoba! Es mi última palabra.
Córdoba, Medina Azahara
Marzo del año 940
Era una mañana de primavera, nítida, con un sol taimado e intenso que matizaba el verde de los jardines. En el edificio de la cancillería de Zahara que se alzaba frente a la puerta norte, en la sala principal, estaban reunidos el gran cadí y el hayib de Córdoba. El primero de ellos permanecía sentado, con las piernas cruzadas en un diván, mientras que el segundo se hallaba de pie, al lado de la celosía, observando la entrada y lo que sucedía en la pequeña explanada que se extendía entre la garita de los guardias y el palacio. Con un movimiento de cabeza, que revelaba fastidio, este se quejó:
—Qué raro… Parece que tarda…
—Todavía es temprano —repuso Najda.
Los grandes y azules ojos del hayib Badr seguían clavados con extrañeza en lo que podía verse a través de la celosía. Los proveedores entraban con sus pequeños asnos cargados con alforjas llenas de verduras, vasijas de barro, sacos de harina, piezas de carne, aves… Allí estaban también esperando su turno los cocineros, jardineros, albañiles, carpinteros, ceramistas, azulejeros, pulidores… Todos se saludaban y se comunicaban entre sí únicamente con gestos. Y procuraban permanecer en silencio mientras uno de los chambelanes distribuía las tareas. Nadie se salía del orden impuesto. Hasta que entró un lechero que parecía inexperto y no pudo evitar que se le encabritara el asno. Los cántaros cayeron al empedrado rompiéndose y la leche se derramó salpicando a todo el mundo. El chambelán se enojó, gesticuló, pataleó e hizo señas a los guardias para que expulsaran a aquel proveedor inútil. Rápidamente acudió un regimiento de esclavos que fregaron el suelo y todo retornó a la calma inicial.
Badr y Najda se entretenían observando estos movimientos propios de las mañanas de Zahara, mitigando de esta manera su impaciencia y el deseo de encontrarse cuanto antes con el hombre cuya espera les mantenía allí, a hora tan temprana, a pesar de las muchas ocupaciones que ambos tenían en virtud de sus importantes cargos. Porque el hombre con quien debían hablar sin mayor dilación ese día también era importante: el judío Baruj, mensajero personal del rey Radamiro, quien era considerado príncipe tanto por los hebreos de León como por los de Córdoba, por ser talentoso, hábil negociador, conocedor de lenguas y dueño de una gran fortuna que le permitía organizar caravanas y armar escoltas para custodiarlas en sus frecuentes desplazamientos entre el norte y el sur. Viajes en los que, además de hacer negocios, portaba las misivas de los gobernantes de uno y otro lado.
Estando pendientes de lo que sucedía abajo en la puerta, el hayib Badr observó revuelo de guardias y oficiales. Suponiendo que el momento esperado había llegado, le dijo a Najda:
—Ya está ahí.
El gran cadí se levantó del diván y se puso a su lado en la celosía. Ambos vieron entrar a tres hombres con lujosos atavíos que intercambiaban saludos con los chambelanes y que, con gravedad y cortesía, les hacían entrega de algunos presentes.
El hayib esbozó una sonrisa de satisfacción y dijo con entusiasmo:
—De momento parece que traen buenos propósitos. Aunque siempre es bueno considerar lo listo que es este endiablado Baruj… No debemos dejarnos ganar demasiado pronto por sus zalamerías. Le haremos esperar un buen rato para que no piense que estábamos pendientes de su llegada.
—Muy bien —asintió Najda—, que espere y, mientras tanto, que se asombre contemplando Zahara. Así tendrá con qué excitar la envidia del puerco Radamiro a su regreso a Gallaecia.
De acuerdo con lo dicho, se sentaron el uno frente al otro y sonrieron sin añadir nada más ante estas últimas palabras. Hasta que, pasado un instante, entró uno de los mayordomos y les anunció:
—Los judíos enviados por el rey de Gallaecia ya están aquí.
El hayib respondió, aparentando indiferencia:
—Que sus criados lleven a abrevar las bestias y que el séquito descanse.
El mayordomo puso en él una mirada llena de suspicacia y preguntó:
—¿Debo pues hacerles esperar?
—No hay prisa —añadió Badr, acariciándose la barba.
Pasado el tiempo que estimó oportuno para cumplir lo mandado, el chambelán regresó:
—¿Hago pasar ya a los judíos?
Badr y Najda se miraron, sonrieron con aire de complicidad, y el primero de ellos respondió una vez más:
—No hay prisa.
Después de un largo rato, volvió el mayordomo:
—¿Ya?
El gran visir se puso de pie sin decir nada y lo mismo hizo el gran cadí. Ambos descendieron hasta el recibidor y el mayordomo entendió que debía conducir allí a los mensajeros.
Baruj no tardó en llegar, radiante, aun siendo un hombre pequeño, cetrino, de larga nariz y acento judío. Venía seguido por sus dos acompañantes: uno alto, cargado de hombros y larga barba enmarañada, y el otro muy grueso, de rostro colorado y sonrisa bobalicona. Los tres se inclinaron ceremoniosamente y luego depositaron dos arquetas de plata en el suelo.
—Aquí traemos doscientas monedas de oro, cien en cada cofre, acuñadas por los reyes de la Gallaecia —explicó Baruj con alegría—. Altísimos señores, ministros del poderosísimo Comendador de los Creyentes, ¡nos sentimos felices por estar en Córdoba una vez más! ¡Córdoba es reflejo del paraíso!
El rostro del gran visir se iluminó durante un instante, acogiendo aquella demostración de cortesía, pero enseguida se tornó grave para contestar:
—Se acepta el tributo y se acoge la manifestación de buena voluntad.
Baruj se rio, señalando las arquetas, y repuso cordial:
—Si lo tomáis como tributo estáis en vuestro derecho, pero las doscientas monedas de oro son un obsequio, una prueba de esa buena voluntad que, sin embargo, habéis aceptado.
Parecía que el hayib se disponía a replicar con cierto enojo a esta respuesta, pero se contuvo y, simplemente, les hizo un gesto a los chambelanes para que retirasen de allí las arquetas. Entonces el judío, muy sonriente, sentenció:
—El Eterno premia siempre la prudencia y el buen arte de tomar sabias decisiones, sin el consejo de la torpe soberbia y los engaños del orgullo.
El gran cadí Najda lo examinó con ojos penetrantes, luego soltó una sonora carcajada y le espetó:
—¡Allah premiará a la leona hebrea que te parió, viejo zorro!
Baruj le respondió, guiñándole un ojo:
—A buen seguro que la premiará, gran cadí, tanto como a ti la fidelidad y el amor que profesas al elevadísimo califa Abderramán al Nasir.
—Bien, pasemos al salón —propuso el hayib—, que es mucho lo que hay que tratar.
Entraron los cinco y se sentaron en los divanes, en torno a una pequeña mesa donde un criado sirvió sirope de moras y almendras fritas. Aunque era pleno día y el sol lucía afuera dejando que sus rayos penetrasen a través de la celosía, del techo colgaba un gran fanal con multitud de llamas encendidas y refulgentes espejuelos.
En silencio, se oía el roer de las almendras en las bocas, mezclándose con los sorbos del líquido caliente. Hasta que el judío fue el primero en hablar preguntando:
—Y bien, ministros, el altísimo califa, ¿cómo se encuentra vuestro señor Abderramán al Nasir?
Badr y Najda se miraron. Era una pregunta esperada e incómoda, y no quisieron interpretar en ella ninguna alusión velada al disgusto por la derrota de Simancas. El hayib tomó la palabra y respondió con unas frases hechas para salir del apuro:
—Al Nasir es resistente e inagotable como los caballos de Arabia, paciente como el desierto y de mirada alta y larga como la de los montes.
Baruj tomó una almendra, la sujetó debidamente entre los dedos y se la acercó a los labios, diciendo con tranquila naturalidad:
—No sabéis cuánto nos alegra saber que nada turba su espíritu —se comió la almendra y añadió masticando—: ¡El Eterno le ampare!
El gran cadí Najda frunció el ceño y, poniendo en él una mirada dura, preguntó:
—¿Por qué dices eso?
El judío masticaba la almendra sin ponerse en guardia, a pesar de aquella mirada, y respondió:
—Por nada, por nada… La paz en el corazón del califa de Córdoba se estima en Gallaecia tanto como el sol del verano; porque esa paz hace madurar buenos frutos…
—Nos alegra mucho oír eso —dijo Badr con un tono alegre y triunfante—. Y nos satisface saber que teméis ofender a nuestro califa enturbiando esa paz.
Se hizo un breve silencio, en el que todos estuvieron rumiando estas palabras. Luego, con aire más severo, el hayib añadió:
—Lo que hace falta es que el rey de Gallaecia medite, sopese en la balanza de su prudencia el valor de esa paz y obre en consecuencia.
El judío suspiró hondamente y observó:
—El serenísimo rey Radamiro no desea en modo alguno ofender al califa de Córdoba.
—¡Allah te oiga! —exclamó el gran cadí.
Retornó el silencio a la reunión. Todos se lanzaban miradas interpelantes, a veces furtivas, y trataban de leerse el pensamiento y de detectar la sinceridad en la conversación que se iba desenvolviendo cada vez con mayor soltura. Podría decirse que esperaban con ansiedad un cierto entendimiento, no obstante la dificultad de la negociación. Porque no era la primera vez que se reunían; no eran desconocidos cuyos rostros se enfrentaban por primera vez. Ya tuvieron la ocasión de encontrarse cuatro años antes, casi por las mismas fechas y en aquel mismo salón, cuando se intercambiaron cartas y embajadores entre Córdoba y León intentándose por primera vez un acuerdo amistoso entre ambos reinos. En los tres años siguientes, y hasta los últimos momentos que precedieron a la pasada guerra, Baruj y sus ayudantes hicieron repetidas veces el viaje a Córdoba portando las insistentes peticiones de paz de Radamiro; las cuales unas veces aceptó Abderramán y otras no. Hasta que definitivamente se rompieron las negociaciones y el curso de los acontecimientos acabó enfrentando a los ejércitos en Simancas.