El camino mozárabe (20 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

—¡Ay, Dios mío!

Los padres acudieron enseguida para ver qué le sucedía y él, llevándose las manos a la cabeza con espanto, exclamaba:

—¡Dios mío! ¡He encanecido! ¡Mirad, mi pelo está lleno de canas en las sienes!

El padre soltó una risotada y luego dijo:

—Es normal; tienes más de treinta años… ¿Crees que eres un crío?

Él no dejaba de mirarse horrorizado, diciendo:

—Pero… ¿Así? ¿Tan de repente? El pelo se me ha puesto gris desde que me lo quemaron…

—No te sorprendas —terció la madre con su habitual dulzura—. Te has pasado casi media vida tiñéndote y ya no sabías cómo era el verdadero color de tu pelo… Ahora que te ha crecido desde la raíz puedes verlo tal y como es.

—Este hijo nuestro parece tonto —añadió el padre con aire divertido—. ¿Se pensaba acaso que no le saldrían canas?

Desesperado, Lindopelo ignoró estos comentarios del viejo y se dirigió solo a su madre entre gimoteos:

—¡Ay! ¿Cómo voy a presentarme así en Zahara? ¡Mira qué desastre!

—No pasa nada —le dijo la vieja—. Te lo tiñes como antes y en paz. Todo tiene remedio excepto la muerte, hijo.

—¡Anda, vete de una vez a echarte los mejunjes! —le espetó malhumorado el padre.

—Dios mío —suspiró él con disgusto—, solo falta que me echéis de casa precisamente ahora…

—No hagas caso a tu padre —terció la vieja—. Puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que quieras, ya lo sabes. Pero pienso que deberías continuar con lo que tenías decidido… Anda, ve a tu casa y aplícate el tinte como bien sabes hacer. Tienes el pelo más corto que de costumbre; una vez teñido con su color te dará un aire más hombruno.

—¿Hombruno? —masculló él fastidiado—. ¿Qué significa eso?…

—Pues eso, hombruno…, de macho —dijo el viejo, con sorna y sonriente.

—¡Ay, me estáis poniendo todavía más nervioso! —gritó él con una voz entre irritada y desafiante al mismo tiempo—. ¡Mejor será que me vaya cuanto antes!

Recogió sus cosas y se estuvo envolviendo al cabeza con el turbante, entre ahogados sollozos. Los padres lo acompañaron hasta la puerta y le despidieron con abrazos y consejos.

—No te preocupes, hijo —decía la vieja besuqueándole y palmoteándole las mejillas—. Ya verás como todo se arreglará. El califa estará encantado, como siempre, y te cubrirá de oro…

—Dios lo sabe —apostilló el viejo con benevolencia—. Rezaremos mucho para que sea así. Sé valiente y cumple con tu obligación.

—Ay, gracias, gracias… —contestó él—. ¡Os quiero tanto!…

—Pues no te olvides de lo de la esclava —agregó el padre moviendo la mano en señal de exigencia.

Cuando Lindopelo atravesó la puerta de la casa, el sol de la tarde caía sobre el callejón; un sol de noviembre, otoñal, modorro, que brotaba a ratos entre nubarrones. Miró a un lado y otro y anduvo con pasos vacilantes. Se volvió y vio la mirada perdida de su madre, y a su padre junto a ella, haciéndole señas para que se apresurara. A continuación echó a correr y desapareció rápidamente adentrándose en el laberinto del barrio.

Haciendo caso a sus miedos, eludió las calles más concurridas y recorrió el adarve en dirección a la puerta de Al Yadid, con la intención de seguir la muralla que daba al barrio de Furn Birril. Era el camino más seguro para ir hacia su taller sin toparse a cada paso con conocidos. Pero, cuando cruzó bajo el arco de la puerta, se sobresaltó al ver mucha gente congregada frente a la pequeña mezquita de Sidi al Muin. De momento supuso que se trataba de alguna de las fiestas de los musulmanes y avanzó sin preocuparse demasiado mezclado entre la multitud, hasta que llamó su atención la voz de un almuédano que gritaba a voz en cuello desde el delgado alminar:

—¡Venid y ved, hermanos! ¡Mirad! ¡Asombraos! ¡Venid y ved el poder de Allah!

Se detuvo allí, extrañado y lleno de curiosidad, observando el gentío bullicioso que se movía en oleadas en torno a la mezquita, atraído por la estridente llamada de los pregones:

—¡Venid y ved, hermanos! ¡Maravillaos!…

Su conciencia se dejó arrastrar por la inflamada convocatoria, a pesar de su excesiva preocupación, y acabó incorporándose al torrente humano que fluía en una misma dirección. Por delante no veía sino espaldas y nucas, y pronto empezó a sentirse comprimido a los costados y apretujado por detrás.

—¡Venid, venid y ved!… —proseguía el almuédano con entusiasmo.

También la gente que se concentraba en primera fila, delante de la mezquita, empezaba a dar voces exaltadas y a crispar las manos alzadas por encima de las cabezas.

—¿Qué hay ahí? —preguntaban a un lado y otro los que, como Lindopelo, acababan de llegar—. ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que hay que ver?

—¡Vamos a verlo! —decían otros—. ¡Avanzad!

—¡No empujéis! —se quejaban algunos—. ¡Ay, me han pisado!

El hedor de algo putrefacto alcanzó repentinamente la nariz de Lindopelo, al mismo tiempo que los empujones en su espalda le hicieron alcanzar la primera fila, donde la multitud hacía un cerco en torno a algo frente a la mezquita. Ese algo resultó ser una visión pavorosa: un enorme montón de cabezas humanas cortadas; medio corrompidas, sangrientas; las bocas abiertas, las cuencas de los ojos vacías, los huesos de los cráneos asomando en las descarnaduras… ¡Un horror!

—¡Mirad! —se desgañitaba el almuédano—. ¡Ved cómo acaban los enemigos de Allah! ¡Estas son las cabezas de doscientos monjes politeístas de la puerca Gallaecia! ¡Doscientas bocas blasfemas que ya no ofenderán más la memoria de nuestro Profeta!

Retrocedió como pudo Lindopelo, espantado, y se abrió paso entre la gente para escapar de allí, con náusea y amargor en la garganta. Luego caminó apresuradamente, sin rumbo fijo, pero tratando de alejarse del barrio de Furn Birril. Sus pasos lo llevaron entre las altas tapias de los huertos hasta el camino de Toledo y entró de nuevo en la medina por la puerta de Al Yabbar. Durante un largo rato anduvo por los mercados y los callejones, perdido entre la gente, sin buscar nada en concreto. Más tarde logró poner en claro su mente y se dirigió al barrio de Al Dimma. Entró en la iglesia de San Cipriano y encendió velas en el lampadario de los mártires. Las mujeres que, como siempre a esa hora, rezaban arrodilladas delante del ara le miraron de reojo. Pero él las ignoró y se situó algo apartado. Su miedo y su angustia habían vuelto y necesitaba el consuelo de los santos.

En esto, sintió que alguien le ponía la mano en el hombro con ternura y, al volverse, se encontró con la presencia bondadosa del anciano Isacio. Intercambiaron una mirada cargada de significado; y apareció el desconcierto en el rostro de Lindopelo a la vez que la compasión en el del sacerdote. Este preguntó:

—¿Dónde has estado durante todo este tiempo?

Lindopelo movió la cabeza, abatido, respondiendo en voz baja:

—Me oculté en casa de mis padres…

—Hemos rezado por ti —dijo Isacio con lástima—. Temíamos que te hubiera sucedido algo malo… Pero ya veo que tu cabellera está repuesta.

Lindopelo dio un sonoro suspiro y contestó:

—Mi mente está hecha un lío… ¡Dios mío! Acabaré volviéndome loco.

—¿Qué te sucede? ¿Por qué dices eso?

—¡Ay, si supieras…! ¡Si supieras cómo temo perder la cabeza…!

Después de decir esto, miró hacia donde estaban arrodilladas las tres mujeres y se percató de que permanecían muy atentas a su conversación.

—¿Tanto os importan mis problemas? —les gritó—. ¿Habéis venido a encomendaros a los mártires o en busca de chismes?

—¡No perderás la cabeza! —contestó una de ellas—. ¡Ya la tienes perdida del todo!

—¡Bueno, bueno! —terció Isacio—. No riñamos aquí, en este santo lugar…

Lindopelo se puso de pie y le rogó con una voz que casi no se oía:

—Vayamos a tu casa, padre, necesito hablar contigo.

Al salir de la iglesia se toparon en la plazuela con el gentío que regresaba de los mercados. Sobre la altura de las casas se espesaban las nubes y se mezclaban con el humo de las chimeneas. Las voces se entrechocaban en un torbellino estrepitoso rodeado de crujidos de puertas y ventanas, golpes de bastón, chirridos de ruedas metálicas, chasquidos de cascos de asno… y por encima se propagaba el aroma de las comidas y el carbón encendido.

Ya en la casa, el clérigo invitó a Lindopelo a sentarse en la cocina. La anciana Teódula estaba dedicada al puchero y no se dio cuenta de su llegada; tan sorda como estaba. Al volverse y verlos allí, se asustó y exclamó:

—¡Dios santo! ¿Y esta aparición…?

—Pon tres platos —le dijo Isacio.

—Tres platos, tres platos… —refunfuñó ella—. Como siempre, sin avisar…

El anciano clérigo no se había acomodado aún en su asiento cuando Lindopelo se echó a llorar repentinamente y se cubrió el rostro con las manos.

La anciana se le quedó mirando con asombro y luego le reprendió:

—¡A ver cuándo te haces un hombre, Estebano! ¿Con más de treinta años y todavía estamos así? ¡Los hombres no lloran!

—Calla, mujer —le amonestó el sacerdote—. ¡Tengamos caridad!

Lindopelo alzó unos ojos abatidos e inundados en lágrimas, exclamando como si hablara consigo mismo:

—¡Es terrible, terrible…! Esta vida es feroz… ¡Dios nos ampare!

—Bueno, bueno… —le dijo Isacio—. Desahógate y cuenta de una vez lo que te sucede.

—¡Me muero de miedo! —se quejó él—. ¡He visto cosas horribles esta tarde!

—¿Qué has visto?

Lindopelo le miró con sus pequeños ojos afligidos y aterrados. Luego dijo:

—Esta tarde, en Bab al Yadid, he visto una montaña hecha con cabezas de monjes delante de la mezquita de Sidi al Muin… El almuédano pregonaba que los generales de Al Nasir habían hecho una aceifa al norte de Toledo, destruyendo muchos pueblos y monasterios. Cosecharon cruelmente esas cabezas de monjes, junto con muchos cautivos… Esa visión horrible ha despertado todos mis miedos… Temo enloquecer…

Isacio frunció el ceño horrorizado y se refugió en el silencio. Teódula se santiguó y se dejó caer en el asiento, como si se derrumbara, antes de murmurar sombría:

—Dios nos castigará… Dios no puede perdonar tanto sacrilegio…

Lindopelo bajó los ojos; gimoteó pensativo durante un instante y pareció dudar. Luego prosiguió:

—Tengo mucho miedo, porque presiento que Al Nasir acabará ordenado a sus verdugos que me corten la cabeza… Lo sé. Sueño con ello todas las noches… ¡Es terrible, terrible…! Esa pesadilla me persigue… Y hoy, al ver esos horribles despojos de los monjes, he presentido muy cercano mi fin…

Isacio bajó la cabeza y no habló. Lindopelo entonces se alteró todavía más y gritó:

—¡Acabará matándome! ¡Me matará! ¿No dices nada? Tú sabes igual que yo que el califa me cortará la cabeza un día u otro…

El clérigo se enderezó en su asiento y, clavándole una intensa mirada, le dijo:

—No temas. Déjalo en manos de Dios… No es bueno vivir constantemente con ese miedo…

—¡Tú no sabes cómo es Al Nasir! —exclamó exaltado él—. Pero yo he visto cosas… He visto cosas terribles en Zahara y he sufrido mucho…

Con la mano izquierda comenzó a retorcerse el flequillo a una velocidad nerviosa, prosiguiendo:

—¿Sabes por qué mandó que me quemaran el pelo?

Isacio le miró interrogativamente y con lástima. Lindopelo añadió:

—Por una insignificancia… Mandó que me abrasaran la cabeza por nada, por una minucia… Mientras le teñía derramé apenas una gota de tinte en su oreja… Tenía quemada algo la piel a resultas de su viaje y el amoniaco debió de causarle escozor… ¡Ya ves! Se levantó de repente como una fiera y empezó a dar voces… ¡Como un demonio! Después me ordenó que terminara el trabajo y esperó pacientemente a que lo hiciera, a pesar de su mal humor… Pero, una vez que le hube enjuagado y ungido con aceite de nutria, como de costumbre, se retiró y mandó a uno de sus secretarios que, en vez de pagarme por el trabajo, me abrasasen toda la cabellera con una antorcha ardiente empapada en aceite… ¡Cómo no voy a temer por mi vida! Ahora he de volver allí y ya no me siento seguro…

27

León

Noviembre del año 939

El ministro Musa aben Rakayis salió temprano del castillo acompañado de su ayudante Aglab, y ambos, a paso rápido, cruzaron la puerta del Conde para ir caminando al palacio real. Pese a la lluvia mañanera, multitudes de soldados y gente del burgo, empujados por la curiosidad, se dirigían hacia la parte oriental de la ciudad para ver los preparativos de la hoguera antes de entrar en el palacio. Bordearon la iglesia de San Salvador y, al llegar a la plaza del mercado, se encontraron frente a una montaña de palos secos rodeada por una muchedumbre vociferante, que, bajo la lluvia, esperaba asistir a un gran festejo. Si bien lo que podía verse no tenía nada de particular, aquella leña empapada, apilada en la zona despejada delante de la muralla, prometía ser, según se decía, el mayor espectáculo ordenado por el rey tras la victoria de Simancas. Los dos o tres últimos días, y sobre todo aquella misma mañana, estuvieron circulando incontables rumores al respecto. Lo que se pronosticaba era de lo más variado: algunos sostenían que la hoguera tenía que ver con la perniciosa herejía mahomética, aunque sin ser capaces de explicar con exactitud lo que ardería en ella; otros, en cambio, afirmaban que iban a ser quemados los libros heréticos del califa sarraceno y que, sobre ellos, el fuego purificador consumiría también los demás enseres requisados, el pabellón, la cota de malla, el estandarte… Otros, en fin, explicaban todo aquello de modo bien diverso: ardería el traidor emir de Zaragoza, Al Tuyibí, junto con los cautivos muslimes de mayor rango, cumpliéndose así la justa venganza por los doscientos monjes asesinados en Coca. Había pues un general convencimiento de que iba a suceder algo grandioso y excepcional; sobre todo cuando se vio aparecer a un grupo de condes procedentes del barrio noble y después a un destacamento de la guardia personal del rey que se fueron alineando entre el mercado y la explanada.

Uno de los oficiales superiores, que estaba encargado de dirigir los preparativos de la hoguera, gritó:

—¡Encended el fuego!

Al momento acudieron unos soldados con antorchas y otros empezaron a derramar pez hirviente sobre la leña.

La lluvia arreciaba y no eran capaces de lograr que las llamas se elevaran convenientemente.

—¡Qué pena! —se lamentó alguien a la espalda del ministro—. No arde a causa de la lluvia.

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