—Bueno, bueno —intervino con seriedad—. Dejemos esto… De ninguna manera quisiéramos ofender el nombre de vuestro serenísimo rey… Somos embajadores y hemos venido a honrarle.
Bermudo frunció el ceño contrariado y le contestó entre dientes:
—No tienes por qué dar explicaciones. Me ha parecido divertido, sin más… No soy tan estúpido como para suponer que queríais ofender.
Hasday pasó por alto aquella manifestación y dijo:
—Debes comprender que todavía no hemos sido recibidos por tu rey y no quisiéramos entrar en León con mal pie… Te ruego que olvides lo que hemos referido acerca de lo que se dice en Córdoba de Radamiro…
—Está bien, está bien —respondió con suavidad Bermudo—. Todo está olvidado.
Pero enseguida se echó a reír nuevamente y exclamó divertido:
—¡Terca mula! ¡Rey de puercos! ¡Borracho…!
Nos contagió la risa y, aunque hicimos un esfuerzo para tratar de sujetarla, acabó venciéndonos a todos. Reíamos con libertad y franqueza. Tratábamos de volver a la seriedad y nuevamente volvíamos a reír. Y Bermudo decía, entre carcajadas estrepitosas:
—¡No pasa nada! ¡No os preocupéis! ¡Nada diré al rey de lo que me habéis contado! ¡Bebamos otro trago!
Llenábamos las copas una y otra vez y bebíamos aquel vino del año, tan bueno, que nos colmaba de alegría y nos hacía olvidarnos de la tensión de los días precedentes, de la cara estirada del conde Gundesindo, de las peroratas del obispo Ero, del frío, de la lluvia y de la frustración por no ser recibidos en el palacio del rey.
El viaje de la reina Goto
Sabes tan bien como yo, venerable Gemondo, cómo es la primavera en Tuy: nubosa y pesada. Todo está húmedo: los arbustos, los troncos moteados de los árboles, la hierba, las piedras, las rejas… Recuerdo aquel aire sin viento, cálido, con un débil sabor a humo, y la vaga efigie del monte Aloia, hacia el cual miraban nuestros ojos cuando se iba aproximando el verano y temíamos que vinieran los mauros desde el sur o los normandos por las costas del poniente, y en ese caso no había más refugio que las alturas de las sierras. Con frecuencia, si todo estaba en calma, navegábamos por el río Miño hasta su desembocadura, que ya no era tan gris, como en invierno, sino glauco, al pie de las vertiginosas pendientes, donde se mezclan las aguas dulces con las del mar, ahogada su sal por la lluvia, entre olas perezosas que rompen en fragante espuma. Aquella primavera de Tuy, nubosa y pesada, guardaba su propio encanto: en la somnolencia húmeda de su Cuaresma, en la emoción de los sagrados ritos de la Pasión del Señor, en la maravilla de la Pascua. ¡Qué feliz fui allí! Bien lo sabes, hermano, porque todos mis recuerdos se quedaron aferrados al viejo palacio, a las flores violáceas de las orillas del Miño y a las empinadas callejuelas que me empeñaba en recorrer, dichosa, con la cabeza empapada por aquella lluvia de abril y toda mi piel bañada por la dulce humedad, cálida y hospitalaria.
Entonces yo era joven y todos mis sentidos estaban especialmente receptivos; todo lo asimilaba y lo hacía mío: la paz de la iglesia del castro, las casas de piedra, el bosque envuelto en la bruma, el pulso del mar distante, el fluir lento del río y el brillo de la hiedra mojada trepando por las murallas. Mi memoria revive cuando retornan aquellas imágenes y hasta me parece que vuelvo a escuchar cantar a los pájaros en las arboledas. Era muy feliz, ciertamente, reinando en medio de aquel mundo pequeño, de aquel reino al que miraba como una niña mira su casita de muñecas y teme que alguna pieza se rompa o se extravíe.
La corte de Tuy era menguada, apenas dos familias nobles nos servían y nos acompañaban en el transcurso de una vida tranquila, en cierto modo monótona y sin sobresaltos. Bien es verdad que se contaban cosas terribles del pasado: ataques sarracenos, oleadas de normandos y pendencias entre algunos condes díscolos. Pero apenas hubo necesidad de correr a buscar refugio en el monte Aloia un par de veces durante aquellos años. Mi esposo solía decir que éramos muy afortunados y que debíamos dar gracias a Dios constantemente por haber conocido una época tan pacífica y por tener el cariño de unos súbditos sencillos y poco exigentes.
Pero, como todo no se puede tener en este mundo, nos faltó la descendencia. No se nos dieron unos hijos que hubieran completado aquella dicha y esa carencia empañó nuestra vida en Gallaecia durante los primeros años. Después nos conformamos, llegando a comprender que era la voluntad del Creador. Y también fuimos capaces de consolarnos sintiéndonos de alguna manera padres de las gentes que teníamos encomendadas.
Nuestros más fieles servidores eran por entonces el matrimonio formado por Arias Menéndez y Aldara Eriz, con sus siete hijos. Ya habitaban en el palacio cuando mi esposo fue coronado y, como él era así de generoso, no le pareció bien desaposentarlos. Así que se quedaron y vivimos todos en familia desde nuestra llegada a Tuy. Si hubiéramos tenido nuestros propios hijos, tal vez habrían surgido problemas; pero no siendo el caso, acabó resultando una experiencia maravillosa.
A nosotros, al rey y a mí, nos encantaba tener la casa llena. Con frecuencia hacíamos fiestas, sobre todo en otoño, cuando las tardes empezaban a ser más cortas. El humo de las carnes que se guisaban en los calderos y el vapor de los pulpos cocidos ascendían por las chimeneas e iba a mezclarse con el cielo gris y la persistente lluvia. Afuera todo parecía volverse lechoso y pesado cuando el día iba avanzando; pero el viejo palacio, a pesar de ser tan grande y destartalado, bullía de gozo entre conversaciones y música. Aquí y allí el pasado y el presente se entrelazaban, porque se contaban las historias de siempre y se cantaban las canciones de toda la vida. En la parte alta había un salón tosco, con una chimenea enorme, donde ardían gruesos troncos de haya. Todo aquello hubiera sido solitario y seguramente triste si no fuera por la presencia alegre de los siete hijos de Arias y Aldara. Pero, como resultaba que estos todavía eran jóvenes, todavía temerarios, hermosos y fértiles, vino el octavo hijo: Paio.
Este último niño ya fue tan nuestro como de sus padres, porque llegó casi por sorpresa, no lo esperaban y no tuvieron inconveniente en compartirlo. Además, el hermano de Aldara, Hermogio, era por entonces obispo de Tuy; y el día que bautizamos al niño dejó asentadas las obligaciones de sus padrinos, que éramos el rey y yo. Debíamos criarlo con el mismo denuedo y cariño que a un hijo de nuestra sangre. Y así lo hicimos. Desde ese momento pasaba mucho tiempo junto al pequeño. Observaba embelesada aquella carita en la que se reconocía la piel pura de la madre y los ojos grandes y azules del padre. Me encantaba verlo mamar, agarrado con fruición al pecho de la nodriza y después sonreír satisfecho, hasta dormirse en mis brazos.
Queríamos mucho a Paio tanto el rey Sancho como yo, y a punto estuvimos de convertirlo en un niño inquieto, egoísta y desobediente. Si no fuera porque su tío el obispo estuvo muy atento, habríamos hecho de él un verdadero diablillo. Se paseaba por el palacio sabiendo que nadie le regañaría, aunque rompiera cosas, arrancara las plantas del jardín o prendiera fuego en cualquier parte. Y así creció, haciendo lo que le daba la gana hasta que cumplió los ocho años; hasta que Hermogio se percató de que era llegado el momento crítico en el que decidir hacer algo o dejar correr más el tiempo y tener que lamentar luego haber criado una fiera. Entonces nos hizo comprender a todos que debíamos permitir que el niño fuera llevado al monasterio para iniciar sus enseñanzas.
Aquello fue para mí doloroso, porque había desarrollado un sentido maternal fuerte y profundo. Paio fue como un don del cielo para una mujer como yo, que ya no podía esperar amar a una criatura, y era difícil asimilar que el tiempo había pasado y que ya todo debía seguir su propio camino, sin aferrarse, sin poseer, sin revelarse…
Recuerdo que, como despedida, le hice un manto de nutria y le encargué una pequeña corona. Después lo senté en el trono, ¡qué disparate!, todo delante de los otros niños. Pero yo estaba un poco loca, a causa de la mezcla del amor y la pena. Y recordando una antigua melodía de mi infancia, le cantaba:
Este, este es nuestro pequeño rey, el rey de la casa;
que Dios nos lo conserve para siempre…
Entonces, como otras veces me había pasado a lo largo de mi vida, un pensamiento oscureció toda mi alegría, como una nube del cielo de primavera, porque aquellas últimas palabras de la canción resonaban muy dentro de mí alma: «para siempre».
Ya sabes, venerable Gemondo, todo lo que sucedió después. Como antes, como en los tiempos antiguos, retornó la guerra y traía las fauces muy abiertas, con deseo de devorarlo todo: tanto los bienes como la dicha de las gentes. Partieron a la hueste los reyes, los caballeros, los obispos; los hombres parecían encantados devolviéndole el brillo a las armas herrumbrosas. Una euforia grande, como una locura, se apoderó de todos: jóvenes y viejos. Hasta los niños querían ser llevados a toda costa para ver, aunque fuera de lejos, el sucio y polvoriento fragor, al cual llaman insensatamente «gloria» y «grandeza».
Marchó mi esposo el rey en aquella campaña, marcharon el obispo Hermogio, Arias y todos sus hijos varones; partiste tú, hermano Gemondo, cuando todavía ardía dentro de ti el fuego del siglo…
Vencieron los mauros en Valdejunquera y regresasteis los que habíais sobrevivido al desastre, agotados y heridos en los cuerpos y en las honras. Se perdieron muchas vidas de cristianos en aquella batalla y muchos fueron hechos cautivos y arrastrados hasta Córdoba. Entre ellos, el obispo de Tuy y el obispo de Talamanca. Y nuestro pequeño Paio, que había ido con su tío Hermogio, también fue apresado. Después, como siempre, se sucedieron las largas negociaciones, los viajes de los rescatadores de cautivos, los pagos abusivos y el consiguiente rescate de algunos, aunque no todos. Regresó el obispo, pero el niño se quedó allí, en Córdoba, sin que supiéramos el verdadero motivo. Solo nos dijeron que el obispo estaba muy enfermo y que era condición necesaria para su libertad que el muchacho se quedase como rehén, esperando el segundo pago. Pero pasó el tiempo, retornaron las guerras y no se pudo ir.
Una tarde de mayo, tan esperada como fatídica, llegó a Tuy un comerciante que traía la horrible noticia: en Córdoba todos sabían que Paio había muerto.
Enloquecimos de dolor en el viejo palacio. Y Hermogio ya no volvió a ser el mismo; abandonó su sede y las cosas del mundo e ingresó como simple monje en el monasterio de Santo Estevo de Rivas de Sil.
La crónica de Justo Hebencio
Resultaba inevitable pensar que, al menos de momento, el rey Radamiro no tenía intención alguna de recibirnos. Pasaron tres largas semanas de espera en las que llegamos a tener la sensación de que en el palacio incluso se habían olvidado de nosotros. El obispo Ero de Lugo dejó de venir a castigarnos con las largas caminatas y las grandilocuentes lecciones de historia; y el conde Gundesindo aparecía por el caserón solo el tiempo justo para saludarnos y preguntarnos si necesitábamos algo, y esto siempre a primera hora de la mañana, luego se marchaba y no volvía hasta el día siguiente. La única novedad en aquel estado de frustración e incertidumbre eran las visitas de don Bermudo, las comidas con él y las largas conversaciones. Aunque no acudía todos los días, cuando lo hacía nos alegraba el alma; especialmente a Hasday ben Saprut, con quien empezó pronto a tener mayor trato y hasta cierta intimidad. Ambos se pasaban dilatados ratos jugando al ajedrez, concentrados, sin decir una sola palabra. Pero a veces les daba por hablar y podían alargar la conversación durante horas.
Aunque, como ya señalé más atrás, en un principio esto no fue así. El judío se manifestó inicialmente desconfiado. En sus primeras visitas tuvo cierta reserva y, aunque todo se desenvolvía con una cordialidad extraordinaria, cuando se marchaba Bermudo no se quedaba del todo convencido; pues sospechaba que aquel hombre tan cortés, tan generoso y amable en el fondo ocultaba algo.
Uno de aquellos días primeros, se sinceró conmigo Hasday y me dijo:
—Noto algo raro. No sabría decir por qué, pero no me fío del todo de don Bermudo.
—Solo busca complacernos —traté de tranquilizarle yo—. Hasta ahora no ha pedido nada a cambio.
—Pregunta demasiado —observó el judío—. Su curiosidad me resulta sospechosa, no deja de mosquearme… ¿No te extraña tanto interés por Córdoba?
—¿Crees que nos espía? ¿Te refieres a eso?
—Posiblemente. Se me ha metido en la cabeza que nos lo han enviado aquí para sonsacarnos.
—Eso tiene fácil remedio. Con poner cuidado y no decirle nada más que lo que consideremos oportuno… Aunque, en todo caso, ¿qué tenemos nosotros que ocultar? Hemos venido aquí con la verdad por delante, sin dobleces ni engaños. Si así lo desea, que indague todo lo que quiera, ¿no te parece?
—En efecto. Que indague lo que quiera, nada extraño podrá descubrir, ni averiguar secretos.
—Pues, entonces, no nos preocupemos. Dejémosle preguntar. Tal vez incluso nos beneficie.
Pero Hasday no se quedaba del todo tranquilo. Seguía rondándole que Bermudo ocultaba motivos muy diferentes a los que manifestaba, que venía al caserón para espiarnos.
Hasta que un día de aquellos no pudo aguantar más, en medio de la agradable comida, el judío se le quedó mirando muy fijamente y, con toda tranquilidad, le preguntó directamente y sin preámbulos:
—Caballero Bermudo, ¿no es verdad que te envía tu rey? Vienes aquí para comer y beber con nosotros porque Radamiro te ha ordenado que nos investigues. ¿No es así?
A esta interpelación siguió un silencio en el que todos nos quedamos atónitos, pues no nos lo esperábamos. Bermudo en cambio no se inmutó y se limitó a bajar la vista huyendo de los ojos de Hasday. A pesar de lo cual, este insistió con terquedad:
—Te ruego que seas fiel a la verdad. ¿Te envía tu rey?
Pero la lengua del caballero parecía trabada y no soltaba palabra ni se movía, aunque su rostro aparentemente estaba impasible.
Hasday preguntó de nuevo, con una voz reposada, segura y firme:
—¿Vienes a comer y beber con nosotros por orden de Radamiro? Te ruego que contestes; bastará con que digas «sí» o «no» y me quedaré conforme.
Bermudo bebió un trago de vino, le sostuvo la mirada fijamente durante un instante y después respondió muy serio:
—Sí, me envía el rey.