Mientras cubríamos las primeras leguas que nos alejaban de Córdoba, se agitaban en mi interior todos los temores; aunque, también, algunas luminosas ilusiones. Solo pensar en la Gallaecia, ¡tan remota!, atraía la misteriosa resonancia de los ecos del fin de la tierra. En Córdoba, aquel lejano país se presentía oscuro y hostil; era la tierra del enemigo, el refugio de los indómitos hombres que habían resistido oponiéndose al domino de los ismaelitas. Allí, más allá de los montes, tenía asiento el trono y la corte del puerco y tirano rey. De esta manera era nombrado y evocaba el odio acumulado durante los doscientos años del poder agareno. Todas las guerras, los desastres, las carestías y los males tenían en la Gallaecia su génesis; los perniciosos bandidos que hollaban las cosechas ante los ojos del labriego venían de allí, después de atravesar la Tierra de Nadie; como también los salteadores de caminos y los orgullosos guerreros que campeaban libres, sin encomendarse a ningún señor. En el norte no se gestaban sino inquinas y desórdenes, porque, para los dueños de al-Ándalus, era la sombría región de los pérfidos y salvajes infieles.
No obstante, a Córdoba llegaban viajeros desde la Gallaecia; como también desde aquí muchos viajaban hasta allá. No únicamente hacían la vieja ruta los ejércitos; asimismo los hombres de paz comunicaban ambos mundos e intercambiaban informaciones veraces, limpias de todo prejuicio, que descubrían la realidad tanto en un lugar como en el otro.
En la biblioteca del monasterio se conservaban los escritos de numerosos clérigos que habían viajado al norte, durante décadas, regresando a Córdoba para cantarlo. Yo los había leído y sabía que en la Gallaecia no moraban solo hoscos hombres de armas, montaraces pastores y bebedores de vino, como imaginaba aquí casi todo el mundo. En aquel lejano reino, así como en toda la cristiandad, se asienta desde hace siglos la verdadera fe. Por el relato del monje Gaudosio de Zamora tuve conocimiento de que se conserva y transmite allí el cristianismo más genuino, tan antiguo como el nuestro, desde su tradición secular hispana, tal y como lo vislumbró el sabio Isidoro. El testimonio más evidente lo constituían las fundaciones de sedes episcopales, monasterios, iglesias, capillas, ermitas, villas y aldeas santificadas. Porque no había sido en vano el arduo esfuerzo del preclaro Martín de Dumio, continuado por Fructuoso y Valerio del Bierzo. Decíase con fundamento que, entre las montañas de la magna Gallaecia, discurría un río caudaloso en cuyas márgenes florecían incontables eremitorios, cenobios y monasterios, merced a las «grandes oleadas» de gentes cristianas que emigraron del sur huyendo de los mauros, para depositar allí el tesoro de su cultura; de modo que a ese perdido valle se le conocía ya como la Ribera Sacra.
¿Cómo no iba a sentir yo curiosidad y deseo de descubrir todo eso? Daba gracias a Dios por otorgarme la gracia de aquel viaje y, a medida que avanzaba en el camino, dejaba atrás mis miedos. Entonces empezaba a comprender el profundo significado que encierra la palabra «peregrinar», al hallarme de repente atravesando el mundo, lo temporal, lo que espiritualmente se llama «el siglo»; cuanto se encierra en el tiempo y el espacio; que es la misma vida… Y me venían a la memoria muchos escritos cuyo sentido antes solo alcanzaba a medias. Como aquel de Beda el Venerable, en el que nos hablaba del tiempo como un pájaro que, huyendo del espanto de la noche, en plena tormenta, penetra en un salón alegremente iluminado y se olvida de la oscuridad y el invierno después de estar durante un rato allí; pero que luego siente el deseo de volver a salir, donde le aguarda la inclemencia del temporal… Así veía yo la vida terrena; a modo de noche oscura y tormentosa, la cual hay que atravesar a la fuerza; porque más allá está la eternidad con el cálido fulgor de su luz…
Aunque, además de todo eso, llevaba muy dentro de mí un motivo mayor que ninguno para hacer el viaje: llegar a aquel remoto lugar, en el fin del mundo conocido, donde tantos aseguraban que se hallaba el sepulcro del santo apóstol Yacub el Mayor. Muchos habían peregrinado y, al regresar, manifestaban haber participado de ese maravilloso sentimiento; el de que solo domeñando lo terrenal puede darse con el camino que nos lleve a la meta a través de las tinieblas…
El viaje de la reina Goto
A pesar de la fatiga del largo viaje, la primera noche que pasé en Córdoba no pude dormir. La celda que me asignaron las monjas de Santa Leocricia estaba en el tercer piso del vetusto cenobio; era una estancia amplia, de techos altos, con un ventanuco abierto al exterior más de tres palmos por encima de mi cabeza. El suelo estaba pavimentado con baldosas de barro, sobre las que se extendía un gran tapiz descolorido. En un rincón, el abultado colchón de lana mullida y una mesita al lado eran el único mobiliario. Desde que me acosté, di vueltas y vueltas y no sé cómo no me morí de impaciencia esperando el amanecer. Había llegado a mi destino y, con irreprimible agitación, sentía muy cerca las reliquias de Paio, al fin. ¡Había deseado tanto ese momento!
Cuando despuntó una sutil luz en el pedazo cuadrado de cielo que se veía por el ventanuco, arrimé la mesita y, con la aurora, estaba descubriendo asombrada la enormidad de aquella urbe que amanecía envuelta en una penumbra violácea que acentuaba su misterio. Y qué diferente era todo a como yo lo había imaginado. Los edificios se sucedían, apretándose hasta donde alcanzaba mi vista, formando una abigarrada confusión de tejados, terrazas, torres y minaretes, sobrevolados por oscuras bandadas de golondrinas. No creo que en ninguna otra parte del mundo puedan verse tantas casas juntas, bajo un cielo transparente y profundísimo en su infinitud. Y todo bajo el más absoluto silencio…
Hasta que inesperadamente brotó en alguna parte una voz larga y quejumbrosa, como un lamento, entonando un canto sobrecogedor; siguió al rato otra voz y luego otra y otra, hasta que toda Córdoba fue el eco de un clamor. Eran las llamadas de los almuédanos; algo a lo que resulta difícil acostumbrarse y que siempre, aun repitiéndose cinco veces al día, te sorprende.
Así estaba, absorta en la contemplación de la ciudad que clareaba, cuando se presentó la abadesa Columba, menuda y sonriente, envuelta en su manto grisáceo y moviéndose con su graciosa cojera, que aliviaba con la ayuda de un bastón.
—¿Cómo se ha pasado la noche? —me preguntó.
—Bien, aunque sin poder dormir —respondí.
—Es normal, hija; ¡tantas emociones…!
—Eso mismo.
—Bueno; vamos al rezo —dijo ella—. Las hermanas se encuentran ya abajo esperándonos.
Por un laberinto de corredores estrechos accedimos a un pequeño patio terroso, donde estaba la puerta de la iglesia. Atravesamos un arco y después otro. Una vieja lámpara, constituida por un anillo de lamparillas, colgaba de la bóveda y sus muchas llamas producían sombras dobles y triples en las paredes. Era un espacio pequeño, en cuyo centro estaba el túmulo de la santa, de basto granito, rodeado por infinidad de velas. Al fondo, arrodilladas, oraban las tres monjas ancianas.
Se cantó el oficio divino acompañado por las notas del salterio, armoniosamente, con la sencillez del rito antiguo, largo, deleitoso, paciente… Y después fuimos todas al refectorio, donde desayunamos pan con aceite y una tisana de menta con miel.
Cuando acabamos de comer, la abadesa Columba me dijo animosa:
—Ahora iremos tú y yo a la iglesia de los Tres Santos.
Me quedé mirándola un poco desconcertada y repuse:
—Iré donde me lleves, pero quisiera venerar cuanto antes las reliquias de san Paio. Para eso he venido…
—¡Naturalmente! —exclamó sonriente—. ¡Es que las reliquias del santo muchacho están en la iglesia de los Tres Santos!
—¿Cómo…? ¿Aquí al lado? —le pregunté impaciente.
—¡Vamos allá y te enseñaré el túmulo! —contestó ella, exultante.
Salimos y nos topamos en la calle con un enjambre de mendigos que extendían las manos suplicantes. Columba abrió el zurrón que llevaba colgado al hombro y empezó a repartir pedazos de pan e higos secos. Los pobres, agradecidos, le besaban las manos con veneración.
Frente al monasterio, apenas a veinte pasos, estaba la basílica de los Tres Santos, adosada a la casa donde residía el obispo. Columba señaló hacia allí con el bastón y dijo:
—Después de venerar a los santos mártires, entraremos a saludar al obispo.
Como todo allí, la basílica era antiquísima, construida con ladrillo envejecido por el tiempo. Cruzamos el arco y, al pasar adentro, encontramos en el cancel dos hombretones acostados en el suelo, durmiendo tranquilamente; parecían mendigos como los de afuera, por sus hábitos andrajosos y sus pies descalzos, sucios; las barbas les caían hasta la cintura, y roncaban con unas bocas desdentadas, espantosas.
—Custodian el templo —explicó Columba—, pues no se cierran las puertas ni de día ni de noche. Es la tradición de siglos… Se consagraron cuando eran jóvenes al servicio de los santos y hacen la vida aquí; solo se apartan de la puerta para evacuar el vientre… Viven de las limosnas que les dan los fieles.
—¿Son eremitas? —le pregunté.
—Algo parecido. Cuando muchachos, por ser grandones y fornidos, los eligieron para este menester. Ahora, ya ves, son viejos, han engordado y se pasan el día ahí echados. Forman parte de la puerta, como las piedras… Son buenos y fieles.
Tan profundamente dormidos estaban que ni siquiera nuestra conversación ni el ruido que llegaba de la calle los despertaban.
—¡Eustaquio! ¡Agapito! —les gritó Columba— ¡Vamos, arriba, que es hora ya!
Rezongaron y se removieron, pero no abrieron los ojos.
—¡Arriba, despertad! —insistió ella, golpeándoles con el bastón—. ¡Vaya par de haraganes!
Despertaron, sonrientes y amables, y se echaron a un lado con sumisión.
El ámbito de la basílica estaba sumido en una soledad grávida, estática y profunda; dos hileras de pilares y arcos formaban la nave central, elevada y ancha, cubierta por una bóveda de madera renegrida. Al fondo se erigía el altar, de viejo mármol, bajo un arco del que pendían numerosas lámparas. Avanzamos, nos arrodillamos y Columba entonó el breve versículo del salmo:
Señor, amo la hermosura de tu casa y la mansión de tus horas…
Después se levantó, me cogió de la mano y me condujo por una galería arqueada, hasta una capilla lateral, donde descendimos algunos peldaños. Había allí muchas lucernas encendidas, mostrando el aspecto soberbio y rico de un espacio circular, abarrotado de túmulos, lápidas y urnas de plata labrada.
—Aquí reposan nuestros santos mártires —me explicó Columba—. Esos son los sepulcros de los tres santos —añadió señalando tres arquetas de mármol—: Fausto, Januario y Marcial. Son los primeros mártires de Córdoba, cuyos mantos se tiñeron con su sangre durante la persecución de los paganos romanos.
Nos pusimos de rodillas y estuvimos orando en silencio. Se me encogió el corazón al sentir que había penetrado en lo más profundo y antiguo de la fe hispana. En mi cabeza parecían resonar voces ancestrales, mientras contemplaba las letras y los símbolos tallados en la piedra, iluminados por las llamas oscilantes. Fue una experiencia nueva y los ojos se me llenaron de lágrimas.
Entonces noté que Columba me miraba furtivamente, como tratando de adivinar mis sentimientos, y le pregunté, llevada por mi ansiedad:
—¿Dónde está Paio?
Sonrió serenamente. Alargó la mano y, señalando con el dedo un sepulcro de piedra a un lado, dijo:
—Ahí está el santo muchacho de la Gallaecia.
Me acerqué al sepulcro sobrecogida; era sencillo, de granito, arrimado a la pared, en la que estaba escrito simplemente:
MARTYR PELAIO
Viví un encuentro tierno y tranquilo, envuelto en la maraña de los recuerdos. La imagen bella, límpida, del muchacho acudió a mi mente: rubio, de estatura mediana, ojos color miel, siempre sonriente y silencioso. Así lo recordaba, perfectamente, pues fue paje de mi esposo el rey Sancho Ordóñez, y a ambos nos complacía mucho su servicio, en el viejo palacio de Tuy, en aquel tiempo lejano y feliz…
—Paio —murmuré—. Mi pequeño y dulce Paio… ¡Qué pena!
Miré la piedra fría y mi voz se ahogó en la hondura del dolor. Lloré entonces con fuerza, abandonándome a la nostalgia y al vacío del tiempo; y mi debilidad me horrorizó tanto que empecé a temblar, perdido todo dominio sobre mí, hasta caer sobre la piedra, en una locura pasajera e inesperada, como si aquel fuera el primer sepulcro que veía en mi vida…
La crónica de Justo Hebencio
A lo largo del camino, en todas las ciudades donde nos detuvimos, fuimos bien recibidos, incluso con agasajos. Pero después de pasar Talamanca, en la Tierra de Nadie, descubrimos a lo lejos oscuros hombres apostados en los montes, que observaban nuestro paso distantes y hoscos. Siempre mandábamos aviso por delante, y, antes de llegar a Zamora, salieron a nuestro encuentro los primeros súbditos del rey cristiano que vimos. Fue en unos llanos yermos, perfumados por las flores aplastadas por el pisoteo de los caballos. Aquella gente no llevaba arma alguna, para demostrar que éramos bien recibidos, y en sus ropas, ademanes y aspecto apenas diferían de cualquier pueblo del sur. Difícilmente podía adivinarse si eran de religión ismaelita o cristiana. Parecían contentos por tenernos allí y nos observaban, preguntándonos cómo habíamos hecho el viaje, si estábamos fatigados, enfermos o con alguna necesidad después de tantas leguas de camino. Pensé que, si así era todo el norte, poco difería en lo esencial de lo que yo conocía.
Al día siguiente, cuando amanecía, llegamos a la cabecera del puente de piedra que cruza el río Duero. Al otro lado se erguía la majestad de las altas murallas y, asomando por encima de las almenas, una fortaleza gigante, como un centinela enhiesto. La tenue bruma se elevaba desde el valle y envolvía el pie del monte sobre el que se asienta la ciudad.
Atravesamos el puente y ascendimos por una calzada empinada, pavimentada con piedras. En la puerta de las murallas nos recibió una nube de hombres, mujeres y niños, entre albórbolas y miradas llenas de curiosidad, vestidos todos con pardas ropas de lana. Luego, rodeados por toda esta animación, anduvimos por las calles, muy despacio, hasta la gran plaza donde se alzaba la fortaleza. Allí el personal era bien distinto: caballeros armados, nobles con buenos atavíos, clérigos y hombres del burgo.