El camino mozárabe (32 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

Se hizo un silencio tenso. Abderramán se quedó taciturno, invadido por el estupor, mirándome muy fijamente con sus ojos de acero. Tuve miedo de aquel silencio y decidí romperlo, desconcertado y agitado.

—¿Y yo qué puedo hacer? —pregunté.

—¡Habla! —rugió el califa—. Únicamente te pido que me des tu opinión. Necesito que alguien como tú, experto en esas antiguas profecías, me diga algo razonable y convincente al respecto. ¡Necesito sabiduría y verdad! ¡Dime de una vez todo lo que sabes!

Aterrorizado por su actitud amenazante, me refugié en el silencio sin ser capaz siquiera de pensar. Estuve rezando en mi interior durante un buen rato, mientras él me miraba anhelante y furioso. Después, dándome cuenta de que no tenía otra escapatoria que terminar hablando, me armé de valor y dije tímidamente:

—Conozco la profecía del emperador Constante… Ya en los oráculos sibilinos aparecía la figura del último emperador, que debía venir para instaurar el Reino Definitivo, venciendo a todos los enemigos de la cristiandad, hasta llegar a conquistar Jerusalén. Eso sucederá, según la sibila Tiburtina, antes de la llegada del Anticristo, el único servidor del mal a quien no podrá vencer…

El califa frunció el ceño y en sus ojos se reflejaron sus cavilaciones. Luego me preguntó:

—¿Conoces lo que se piensa en el norte de todas esas profecías?

—Lo ignoro —respondí con sinceridad.

Abderramán movió la cabeza vehementemente y masculló:

—¡Pues debemos saberlo! ¡Hay que enterarse!

Luego se irguió en su asiento y añadió, completando la frase con una sonrisa enigmática:

—¡Tú te enterarás!…

Entonces Hasday tomó la palabra, como si expresara los deseos del califa, y me dijo:

—Tenemos que ir al norte e indagar. Nuestro altísimo señor Al Nasir, como ves, tiene una enorme necesidad de saber acerca del conocimiento de esas profecías que se tiene allí, si se les hace caso y cómo son interpretadas. No hay nadie en Córdoba más idóneo que tú para enterarse de todo eso.

—¿Yo?… —pregunté perplejo.

—Sí, tú —contestó el judío con el rostro muy serio—. Al día de hoy se está ultimando la preparación de una gran embajada que partirá en el inicio de la próxima semana hacia León, para concertar pactos con el tirano rey Radamiro. Yo iré al frente, y tú vendrás conmigo para cumplir con el cometido de averiguar lo que allí se sabe de las profecías sobre el fin del mundo.

—¡Ve! —me ordenó con exigencia el califa—. ¡Ve y trata con los sabios cristianos para sonsacarles! ¡Empápate bien de todo y regresa para contármelo! Yo te premiaré generosamente por este gran servicio…

41

El viaje de la reina Goto

Desde Mérida viajamos siguiendo el río Guadiana durante dos jornadas, hacia el este, hasta una fortaleza compacta que se asienta sobre el promontorio que llaman Metellín. Allí acampamos junto a la orilla, porque el cadí que gobernaba el castillo recelaba de la gente armada que nos escoltaba y nos recibió fuera de las murallas, sin dejar entrar a nadie. Al día siguiente proseguimos por caminos pedregosos que discurrían entre bosques de encinas. Ninguna ciudad importante se halla en esta ruta; únicamente hay aldeas y bastiones en las alturas de los montes, como nidos de águilas. Se bordean las montañas y se sigue por caminos llanos, antes de ascender por las laderas de unas sierras abruptas, despobladas. Una parte del espacio que se extendía por delante aparecía entre repliegues y huecos, boscosos, cubiertos por espesos matorrales, zarzales y breñas; pero luego, al descender bruscamente por una empinada pendiente, nos topamos de repente con una tierra desnuda, extrañamente plana, bañada por una luz muy clara y alguien exclamó:

—¡Allí está Córdoba!

Se veía la ciudad en medio del llano, grandísima, bajo la inmensidad del cielo blanquecino, saturado por aquella deslumbrante luz. El aire estaba quieto, fragante por las flores moradas que se abrían al borde del camino y por la aromática resina que se desprendía al sol de los arbustos. Parecía verano, pues ascendía un vaho ardiente y las abejas zumbaban excitadas. Entonces me dije: «¡Al fin, el sur!».

Una partida de cazadores nos salió al paso y nos avisó de que, en dirección contraria, se aproximaba una gran caravana en la que viajaban por la misma ruta que nosotros importantes legados del califa, y comprendimos que íbamos a cruzarnos en el camino con la embajada que había partido hacia León como contrapartida a la nuestra.

El encuentro tuvo lugar un poco más adelante, a una legua de la ciudad, en unos campos sembrados de almendros. Venían por delante muchos soldados mauros, aguerridos; las caras tostadas por aquel sol cegador y las miradas hoscas. Detrás de ellos avanzaba una larga fila de mercaderes, con sus carretas y recuas de mulas cargadas hasta los topes. Al final cabalgaban los embajadores del califa agareno: al frente de todos, un judío curiosamente joven; seguíanle cuatro obispos, un abad y algunos monjes, todos mozárabes, hombres de Dios, recatados, humildes y tranquilos. Nos detuvimos allí durante un par de horas para intercambiar saludos, obsequios y conversaciones. Fue un maravilloso alivio comprobar que iban a hacia nuestra Gallaecia sin otro cometido que hablar de paz.

Estábamos a las puertas de Córdoba al atardecer. La luz languidecía, dorada en las murallas, los minaretes y las torres; centelleando en los tejados rojizos y ambarinos; en una calma expectante, mientras el cielo refulgía purpúreo hacia el poniente. Un clamoroso rumor primero y un vocerío después nos saludó desde la distancia, recorriendo las amplias explanadas polvorientas donde una muchedumbre se había congregado, ardorosa, soliviantada por la curiosidad. Entramos envueltos en el ensordecedor estruendo de los tambores, las chirimías y el griterío de la gente. Mi corazón palpitaba al descubrir el encanto misterioso de aquella ciudad que con toda razón ha sido ensalzada como «ornato de Occidente». Porque en verdad su visión resulta arrebatadora, por la extensión de los barrios que la circundan, salpicados por la infinidad de delgados alminares, surcados por una red interminable de largas vías, sinuosas calles y amplios callejones que convergen en el centro, igualmente enorme y prodigioso por la majestad de los edificios. En todas partes bullía la multitud. Y en una gran plaza, frente a la mezquita mayor, estaban esperándonos para el recibimiento los cadíes y los prohombres con hierática solemnidad, revestidos del boato sarraceno, mantos adamascados, grandes turbantes y penachos de plumas. Allí estaban también los cristianos; condes, clérigos y magnates mozárabes, vestidos igualmente con ropajes suntuosos, sedas, brocados, pieles y tafetanes; tocados con extraños y altos gorros. No obstante tal exhibición de poder y el fasto desplegado, la bienvenida duró poco; apenas el tiempo necesario para los saludos y presentaciones, pues enseguida cayó encima la oscuridad. Había que ir a recogerse.

Aquella primera noche distribuyeron a los miembros de la embajada en diversos hospedajes. Los prelados y condes fueron enviados a una buena fonda que solía albergar a viajeros cristianos. Pero, por decisión del obispo de Córdoba, yo fui alojada en un viejo y destartalado monasterio que se hallaba en un imposible vericueto en el mismo corazón del barrio mozárabe, junto a la antiquísima iglesia que llamaban de los Tres Santos, que era el templo principal donde tenía su sede el obispo. Cuatro ancianas monjas de la regla de San Leandro vivían en aquella casona y cuidaban de una pequeña ermita, en la que se veneraba el cuerpo de la virgen y mártir santa Leocricia. La abadesa era la más joven de las cuatro, dentro de su edad avanzada, y se llamaba Columba. Era tan enjuta, seca y delgada que podría llevársela un vendaval por los aires; y, para colmo, coja. Pero en aquel insignificante cuerpo Dios había alojado un alma de oro fino. Ya me referiré a ella más adelante.

Antes, venerable hermano Gemondo, haré un esfuerzo para expresar lo que descubrí al enfrentarme a la mañana siguiente con aquella Córdoba sorprendente. No obstante el temor que me causaba verme inmersa en un mundo tan diferente al nuestro del norte, todo en mí era desde un principio asombro, estupor incluso, pese a que no me sentía como la extranjera que pasa corriendo, admirada solo por la magnificencia islamita, por la antigüedad de los edificios, las basílicas y los palacios; sino que me atraían también lo poco agraciado de los extremos de los arrabales, las calles sucias, las paredes ennegrecidas por la humedad, la hierba, los matorrales silvestres que trepaban por los muros, los rebaños de cabras descansando bajo los puentes, junto al río, el griterío en los mercados; y el repentino silencio, puro y solemne, al penetrar en las iglesias. Me admiraban, en suma, los misteriosos contrastes de una urbe populosa y desierta al mismo tiempo. Porque Córdoba es tan diversa que depara continuos sobresaltos y sorpresas: ahora pasa un ejército de menesterosos suplicantes y, un momento después, el cortejo ostentoso de un príncipe, cargado de adornos suntuosos, sedas, banderolas, música y pregoneros pidiendo paso. Aquí hay una pelea de gatos junto a un vertedero y, poco más allá, rumorea una espléndida fuente de agua clara y fresca que salpica sobre el musgo en sus escalones de ladrillos. Pero nada puede compararse al placer espiritual que se siente al escapar de una plaza, abarrotada de tenderetes y de gente bulliciosa, para visitar el interior de los antiguos santuarios cristianos, donde armonizan todos los tipos imaginables de columnas y arcos, entre infinidad de lámparas, en una quietud meditativa y gloriosa.

Mientras más atentamente contemplaba todo, mayor era mi admiración y una voz exclamaba en mi interior: «¿Desde cuándo está aquí todo esto? ¡Qué maravillosa superposición y armonía de gustos y épocas!». Pues, luego de ir descubriendo los legados ocultos que ha ido depositando allí nuestra fe, desde la conversión de los paganos romanos, pasando por la era de los godos y por la gran tribulación del yugo sarraceno, aun la miseria y la decadencia me parecían tener un aspecto más claro. Porque se llega a armar allí en contraste; todo combina en Córdoba: incluso el pecado y la virtud. El pueblo vive despreocupado, entregado a sus oficios y mercaderías, siendo testigo de las flaquezas y los derroches de tantos príncipes como viven allí, esclavos de su amor al lujo, al oro y a la gloria; guardando celosamente el tesoro carnal de sus muchas mujeres en los harenes. Al tiempo que, en cualquier parte, también se encuentran hombres santos, austeros y sabios, tanto ismaelitas como cristianos; almas colmadas de paciencia que, entre las vanas grandezas de este mundo, saben vislumbrar en la contemplación de tanta belleza humana, como en la misma naturaleza, que se puede confiar en que todo un día sea sanado y se pueda al fin convivir pacífica y armoniosamente.

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La crónica de Justo Hebencio

En la luna llena de yumada zani, contándose veinte días del mes de marzo, los secretarios del gran visir otorgaron licencia al judío Hasday ben Saprut para emprender el viaje hacia la Gallaecia, condescendiendo ante el ruego de los emisarios enviados por el rey Radamiro. Y la licencia se trocó en mandato apremiante cuando se supo que los susodichos embajadores del cristiano monarca estaban a las puertas de Córdoba. No bien concluía la última semana de la Cuaresma cuando las dos legaciones nos encontrábamos en el viejo camino del norte, a poco más de una legua del barrio de las Alfarerías, en los campos sembrados de almendros que se extienden hasta el pie de la sierra. Venían de parte de Radamiro dos ministros de León, varios prelados, tres condes y numerosos caballeros con abundante mesnada; y entre todos ellos, cabalgando como uno más, una mujer: la abadesa Gotona, la cual peregrinaba a venerar las reliquias de nuestros santos mártires.

Nos detuvimos obedeciendo a la debida cortesía para compartir el almuerzo en el campo, y luego cada comitiva prosiguió su camino; ellos a sus menesteres de contentar al califa y nosotros a lo nuestro de hacer lo propio con el tirano Radamiro, confiando todos en que se pudiera concertar una paz duradera y beneficiosa de igual forma para ambos adversarios.

Esa esperanza nos hacía cabalgar ilusionados, no obstante el largo y fatigoso viaje que teníamos por delante. Pero yo iba particularmente emocionado, poseído por una rara y desbordante sensación, ¡como si volara! Porque, para un humilde monje, salir de aquella manera a la anchura del mundo, tan repentina e inesperada, suponía una aventura enorme, excesiva, que me ponía el alma en vilo y el corazón presa de la mayor agitación. Ha de comprenderse que, para aquellos que se han sentido llamados por el Señor al dulce abrigo del cerrado claustro, todo lo que se halla alejado de este aparece gobernado por la curiosa inseguridad de la vida mundanal; merced por tanto a las veleidades y los peligros en que transcurre la vida secular de los hombres. Así lo sentía yo, por haberlo oído repetir tantas veces desde niño, desde que atravesé el umbral de la puerta Armilatense y me aseguraron que el yugo de la regla monacal de san Leandro no pesaría sobre mí, sino que me sostendría. Desde entonces, si había salido, fue tasadamente, solo por las obligaciones propias de mi oficio: acudir al callejón de los libreros en busca de materiales, pergaminos, cálamos y tintas. Mas sintiendo siempre el deseo de retornar a la seguridad del santuario, al sosiego de las huertas y a la grave tranquilidad de la pacífica biblioteca; pues difícilmente se adaptaban mis oídos ya al griterío estridente que reina en los mercados de la ciudad.

Sin embargo, el sorpresivo mandato que me hacía emprender aquel viaje despertó dentro de mí un intrépido y novedoso sentimiento: el de desear ansiosamente descubrir lo que se ocultaba más allá del monasterio. Sería por la edad. Ya lo sentenció Evagrio Póntico: «Todo monje, al menos una vez a lo largo de su vida, siente la tentación de asomarse al mundo». Por eso, aun llevando una importante misión que cumplir fuera y el consiguiente permiso de mis superiores, sentíame como aquella paloma enviada por Noé fuera del arca hacia el diluvio mundanal.

Con todo, ¡qué belleza hay en lo creado! La antigua ruta del norte, a la cual llamamos también la vía de Albalat y que las gentes de la Gallaecia conocen como «el camino mozárabe», discurre primeramente por parajes de montaña, donde cada año debe ser limpiada la calzada, retirándose ramas, arbustos y piedras de en medio. Se ven dondequiera roquedales umbríos, musgosos, y abruptas laderas cubiertas de encinas, quejigos y madroños. La primera jornada transcurre toda en pendiente, ascendiendo por las sierras. Alguien comentó que por aquellas tierras abundan los osos y que incluso se acercan hasta donde los viajeros pasan la noche para robarles alimentos. Por ese motivo se encienden grandes hogueras en los llanos donde se suele hacer la dormida. Nada se oyó, excepto todavía de madrugada el lejano aullido de algún lobo. Pero, con el primer sol de la mañana, los cantos de mil perdices nos saludaban a nuestro paso.

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