El camino mozárabe (30 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

—Al califa se le ha antojado verte esta misma mañana. Frente a esa realidad no cabe vacilación ni duda alguna. ¡Él manifiesta sus deseos y hay que obedecerle!

—¡Me siento paralizado! —grité—. Estamos en Cuaresma; no esperaba esto ahora…

—Para Al Nasir no existen cuaresmas ni zarandajas. No te reprocho tu miedo, pues es natural; pero sí que no seas capaz de comprender que no tienes más remedio que ir.

—¿Para qué? ¿Con qué motivo? ¿Qué es lo que yo, un pobre monje, puede ofrecerle al hombre más poderoso de la Tierra?

Pese a la gravedad de la situación, Hasday contestó sonriendo y con algo de ironía:

—¿Eso me pregunta precisamente un hombre tan sabio co- mo tú?

Estallé, gritando con terror y rabia a la vez:

—¡No tengo respuestas a lo que querrá saber! ¡No soy uno de esos nigromantes y adivinos! ¡Ni siquiera me considero un profeta menor! ¡Nada sé del futuro! ¡El futuro es incierto!

Él suspiró profundamente y me miró con ternura, con sus serenos ojos negros de hebreo, diciendo:

—No sé lo que te querrá preguntar el califa; pero, si es por el futuro, bastará con que le respondas eso mismo que acabas de decirme. Es un hombre inteligente y cultivado; lo comprenderá.

—¡No lo comprenderá! —repliqué—. Está poseído por el vicio de la incertidumbre morbosa y ama los augurios; tú mismo me lo dijiste. Querrá saber más y más. Cuando esté ante él, me tratará como a uno de esos brujos a los que es tan aficionado y me obligará a que pronuncie un oráculo. ¡No soy un embustero ni un falsario! Le defraudaré y acabará condenándome como a aquellos infelices que crucificó en las murallas después de su derrota en Simancas.

Con relativa calma, Hasday repuso:

—No tienes por qué representar lo que no eres. Aquellos murieron precisamente por haberle mentido. Ve allí y habla con el corazón. Di todo lo que sabes y eso bastará.

—¡No!

Como si dialogase consigo mismo, con pesadumbre, él contestó:

—¡Qué absurda terquedad! ¿Qué necesidad hay de morir por no querer morir? Si se desobedece, la muerte es segura; si se va, al menos habrá esperanza…

Estábamos en esta porfía cuando de improviso irrumpió en el recibidor el abad Martino, que a buen seguro estaba escuchándolo todo desde detrás de la puerta. Agitando las manos, me gritó:

—¿Te has vuelto loco? ¿Acaso los ayunos te han trastornado? ¡Coge inmediatamente tu capa! ¡Cuántos quisieran estar aunque fuera a un tiro de piedra de Al Nasir! Si logras contentarle obtendremos grandes beneficios para el monasterio. ¡Vamos, no se hable más y coge la capa!

Estas palabras del abad produjeron en mí una rara impresión, como si descubriese en él una ansiedad que desconocía; pero encontré en ellas un nuevo motivo de irritación y tensión. Así que repliqué:

—¡No soy un adivino! Y Dios desautoriza a los falsos profetas… ¿Se me pide que haga lo que reprueba el Todopoderoso?

El abad vino hacia mí con las facciones crispadas, la garganta hinchada, y me zarandeó pronunciando palabras de las que a buen seguro se avergonzaba:

—¡Ve a Zahara y contenta al califa! ¿Quieres morir? ¿Quieres que nos maten a todos? Coge tu capa y ve allí; yo te lo mando… ¡Soy el abad! Me debes obediencia…

Medité y contesté:

—¡Mañana iré! ¡Concededme al menos un día para pensar en la manera en que he de actuar!

—Está bien —asintió Hasday—. Le diré al califa que necesitas prepararte convenientemente para la entrevista. Lo comprenderá… Pero mañana regresaré a por ti.

39

El viaje de la reina Goto

El domingo de Ramos hubiera sido maravilloso en Coria si no fuera porque los demonios se empeñaron en fastidiarlo. Era a finales de marzo y amaneció un día pletórico de luz. Por la mañana muy temprano en la casa del conde Odoino había un alboroto inusitado. Es tradición entre los mozárabes lucir galas especiales ese día y las mujeres de la casa habían sacado de los baúles sus vestidos suntuosos de primavera, confeccionados con brocados oscuros de seda, bordados con hilo de oro; también los largos velos, mantos, diademas y alhajas que se ponen para el oficio religioso y la procesión, y que esa misma tarde vuelven a guardar y ya visten austeramente durante los días santos de la Pasión del Señor, hasta el domingo de Pascua, en que vuelven a adornarse.

La condesa Dulcidia había estado eufórica toda la semana anterior con los preparativos necesarios para las fiestas, que son muchos: poner altares en los patios, cubrir con telas las imágenes y adornos de la casa, hacer roscas y dulces y disponer lo necesario para que en las cocinas hubiese alimentos suficientes para el medio centenar de pobres que cada mediodía acudía a la puerta. A estos menesteres se entregaba con el denuedo de una obligación asumida, pero también con el regocijo propio de un divertido entretenimiento. Tanto era su empeño en vestir adecuadamente a todo el mundo que incluso a mí pretendió echarme por la cabeza una especie de mantilla lujosa y que me pusiera una corona. A lo que yo repliqué:

—Solo visto mi hábito.

—¡Lástima! —se lamentó—. ¡Con lo que habría lucido una reina en la procesión! ¿Y no puedes hacer una excepción en atención a los cristianos de aquí? Un día es un día…

—Oh, no, no, no… Tengo voto de pobreza y no puedo lucir otras galas que las quirotecas, el báculo y la mitra sobre la toca.

Al oír aquello, se le encendió la cara y exclamó:

—¡Mitra sobre la testa, toca, quirotecas y…! ¡Báculo! ¡Qué maravilla! ¡Eso será toda una novedad aquí! Te montaremos en la mula blanca grande, con sus gualdrapas bordadas y sus jaeces dorados… ¡Quedará precioso! Porque, aunque tú no puedas llevar galas, al menos podrá lucirlas la montura… ¿O no?

—Mejor iré a pie —dije.

Al final, por no desilusionarla más, acabé montando en la dichosa mula, que era grande y alta como una casa. Desde arriba veía a la gente que acudía entusiasmada a la iglesia mayor, llevando en las manos grandes palmas y ramas de olivo y apretándose unos contra otros para dejar paso a los clérigos y a los magnates. Por encima de las cabezas brotaba el murmullo bullicioso, entre los estandartes y el brillo verde de las hojas; hasta que se hizo el silencio, cuando apareció el obispo con sus sacerdotes y acólitos, envuelto en el blanco humo del incienso.

Dentro de la iglesia, abarrotada y sofocante, se cantó el relato de la Pasión con cadenciosa solemnidad y el oficio prosiguió, hermoso y largo, sin ningún incidente hasta las bendiciones finales. Pero luego, a la salida, se armó un alboroto grande, con voces y agitación de la multitud. Yo lo veía desde lejos, antes de montar en la mula, sin saber a ciencia cierta lo que estaba sucediendo; únicamente podía oír gritos que decían:

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!…

—¡Vámonos a casa! —exclamó la condesa Dulcidia.

—¿Qué pasa ahí? ¿A qué vienen esas voces y ese revuelo? —le pregunté.

—Un altercado —respondió—. ¡Sube a la mula!

Cuando monté, pude ver desde lo alto al gentío moviéndose en oleadas en torno a unos caballeros que habían sacado sus espadas y las alzaban amenazantes por encima de las cabezas. El corazón se me encogió cuando advertí que esos caballeros eran miembros de nuestra embajada y que, entre ellos, también con espada en mano, estaba el obispo Julián de Palencia, enardecido, altanero, dispuesto a hacer un desatino…

Entonces, a veinte pasos de mí, vi al ministro Musa aben Rakayis, con el rostro desencajado y pálido. Le grité:

—¡Haced algo! ¡Id a detenerlos!

Pero él me miró desde un abismo de estupor y comprendí que el miedo le tenía paralizado. Entonces, en mi desesperación, busqué al conde Fruela; y lo hallé en medio del tumulto, junto al obispo Julián, en la misma actitud pendenciera que el resto de nuestros caballeros. Así que, viendo que nadie me ayudaría a frenar la tragedia que se avecinaba, piqué espuelas y me abrí paso entre la gente, alzando el báculo y gritando:

—¡Quietos, insensatos! ¡Deteneos! ¡Guardad esas espadas!

Dios hizo que aquello les espantase y que, vueltas las miradas hacia mí, depusiesen su actitud. He de decir que la mula blanca era harto grande, poderosa, y que su sola presencia impetuosa causaba respeto; pero creo que también influyó la imagen de una mujer grandona, con mitra y báculo, montada en ella.

—¡Estáis ofendiendo a Dios! —gritaba yo, fuera de mí—. ¡En un día como este! ¡Esto es un sacrilegio!

Se hizo un gran silencio, en el que todos estuvieron pendientes de mis voces, mirándome. A resultas de los gritos y aspavientos que hice resultó que se encabritó la mula y empezó a cocear y dar saltos, para luego echarse a trotar buscando el refugio de la iglesia, haciéndome entrar por la puerta al galope. Avanzó hasta el final de la nave y se paró en seco delante de los lampadarios donde ardían cientos de velas. Caí yo, en medio del aceite quemado y la cera derretida, y se me prendió fuego en el hábito. Comprendiendo que me abrasaría, salí envuelta en llamas, pidiendo socorro a gritos, corriendo como una loca.

Menos mal que había un pilón en el centro de la plaza, donde me arrojé y logré enseguida apagar las llamas, mientras la gente me rodeaba, inmóvil, con espanto, sin atreverse a socorrerme. Así que de repente me vi allí, empapada y humeante, en medio de una multitud curiosa que me miraba estupefacta y rompí a llorar nerviosamente.

Entonces la condesa Dulcidia y sus damas reaccionaron; me rodearon con cariño, me cubrieron con sus capas y me condujeron al palacio.

Milagrosamente, el fuego no había traspasado las ropas y mi piel estaba intacta. Solo tenía alguna magulladura y la mitra se había quemado. Pero padecía por la vergüenza de haberme encontrado en un trance tan grotesco, ante la mirada de todo el mundo, y estaba sucia, apestando por el aceite renegrido y dolorida por todas partes. En tal estado advertí que la condesa y las mujeres de la casa me atendían con respeto y veneración, silenciosas, sin hacer guasa ni mofa alguna de lo que me había pasado. Me llevaron a los baños, me lavaron y me ungieron con bálsamo perfumado. Después me dejaron reposar en el patio. Entonces Dulcidia se sentó a mi lado, sin dejar de mirarme sonriente. También Didaca me observaba extrañamente, sin decir nada.

En mi desconcierto, les pregunté:

—¿Por qué me miráis así? ¡Qué horror! Siento una enorme vergüenza…

—¿Vergüenza? —repuso Didaca—. No debéis sentir vergüenza ninguna, dómina. ¡Habéis obrado con valentía! Si no llega a ser por vos, ¡quién sabe lo que habría pasado hoy!

Al oír estas palabras, a la condesa Dulcidia se le escapó un grito de alegría. Me volví hacia ella y la vi exultante y emocionada, mirándome con su cara redondita, colorada y brillante, a la vez que exclamaba:

—¡Ha sido maravilloso!

—¿Maravilloso? —inquirí, sobreponiéndome—. ¿Qué ha sido maravilloso?

—¡Vuestra acción! —respondió emocionada—. ¿Cómo lo habéis hecho, serenísima señora? ¿De dónde sacasteis todo ese valor y esa grandeza? ¡Qué poderío, qué magnificencia, qué arrojo…! Primero salisteis galopando por encima de la gente, como si fuerais a la batalla; luego vuestra voz resonó como una trompeta… Pero lo mejor de todo fue tomar la decisión de entrar a lomos de la mula en la iglesia; para salir luego ¡ardiendo como una antorcha viviente…! ¡Con la mitra en llamas! ¡Como una reina de encantamiento! ¡Maravilloso!

Didaca entonces me tomó las manos, me las besó y añadió:

—Deberíais haberos visto, dómina. La gente estaba espantada, ¡como viendo visiones! Vuestra imagen, brillante, envuelta en fuegos y… ¡Oh, Dios bendito!, ¡estáis ilesa! Ni una sola quemadura… ¡Un milagro verdadero!

Di un respingo y, completamente turbada, repliqué:

—¡Pero qué tonterías estáis diciendo, insensatas! La mula se encabritó y me caí encima de los lampadarios… ¡Por poco me abraso viva!

En los ojos de ambas se transparentaban miradas llenas de asombro y fervor. Didaca, con una voz profunda y clara que resonó en el silencio elegante del patio, contestó:

—La pelea se detuvo inmediatamente… ¿No os dais cuenta? Depusieron su actitud belicosa que seguramente habría causado una desgracia irremediable. ¡Habéis salvado la embajada!

—¡Es mucho más que eso! —añadió la condesa—. Vuestra presencia grande, vigorosa, encendida, nos dejó a todos extasiados… ¡Oh, qué manera tan hermosa de comenzar la Semana Santa! ¡Sois una lámpara viviente!

—No, no, no… ¡Nada de eso! —protesté—. ¡He dicho que me caí de la mula encima de las llamas! No tratéis de buscar interpretaciones absurdas.

—Dios lo hizo —observó Didaca—. Fue la Divina Providencia. No os quitéis el mérito; Dios obró a través de vos y se acabó la pelea. ¡Ha sido un milagro!

Seguíamos discutiendo de esta manera cuando irrumpieron en el patio el conde Odoino, el ministro Musa y Fruela Gutiérrez. Los tres me hicieron reverencia y se interesaron por mi salud muy preocupados. Luego el conde dijo con solemnidad:

—Hoy ha podido ocurrir un desastre; pero Dios acudió a remediarlo. Serenísima reina Goto, aceptad mis respetos y mis felicitaciones, de corazón…

Detrás de él estaba el ministro Musa, sobrecogido, e inclinándose para besarme las manos, añadió:

—Vuestra determinación nos libró del desastre. Disculpadme, dómina, por haber sido tan torpe…

También el conde Fruela, muy conmovido, me besó las manos y me pidió perdón. Yo permanecía en silencio, sin ser capaz de salir de mi asombro. Todo aquello me parecía un sueño extraño y experimenté una efímera satisfacción que duró hasta que irrumpió allí también el obispo don Julián, que venía serio, sin su habitual arrogancia e ímpetu. Miró uno por uno a los presentes y dijo:

—Mañana proseguimos nuestro camino. Según se ve, aquí no somos bien recibidos. El obispo de Coria le ha suplicado al gobernador que nos deje ir y este ha accedido. Mejor así. Puesto que esta gente cristiana no nos recibe y acabaría causándonos algún mal. Lo más prudente ahora es continuar hacia el sur.

—¿Algún mal? —replicó el conde Odinio—. ¿No habéis parado de crear problemas y nos hacéis culpables a nosotros?

El obispo Julián volvió a hablar, adoptando un tono acusador:

—¿Culpables? ¡Sois gente nada hospitalaria!

—¡Por Dios, basta! —grité—. ¡Ya está bien!

Todos me miraron y se hizo un gran silencio, que aproveché para opinar:

—Es mejor que sigamos nuestro camino. Nos detuvimos aquí para esperar a la embajada que debía cruzarse con nosotros proveniente de Córdoba. Ya nos encontraremos con ella más adelante.

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