El camino mozárabe (31 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

—¡Qué lástima! —exclamó la condesa Dulcidia, resoplando—. Deberíais quedaros a vivir aquí, reina Goto…

—¿Aquí? ¿Por qué? —le pregunté.

—¿Ves a estos hombres? —contestó lanzando una mirada perdida a su alrededor—. Todos son magnates acostumbrados a mandar y, sin embargo, están pendientes de lo que diga una mujer. Si a las mujeres nos dejaran gobernar, otro gallo cantaría.

40

La crónica de Justo Hebencio

Muy de mañana iba yo camino de Zahara, con el corazón encogido. El repentino comienzo de la primavera tenía alborotados los campos; había flores moradas de cantueso por todas partes y la luz temprana hacía brillar los olivos. Después de tanto tiempo encerrado en el monasterio, la hermosura del mundo me pareció esperanzadora; no obstante mis miedos. Alcé los ojos al cielo azul y vi una bandada de aves que volaban muy altas, ordenadamente, hacia el norte, formando algo que parecía una punta de flecha. Entonces me dije: «Parece un buen presagio». Pero enseguida reparé en que no debía buscar señales de confianza, sino abandonarme en las manos de Aquel que todo lo puede. De esta manera, absorto en mis pensamientos, llegué ante la prohibida ciudad de Abderramán al Nasir.

Las Sagradas Escrituras y los libros antiguos hablan sobradamente de los palacios, canales y jardines de la antigua y orgullosa Babilonia; y se dijo que este nombre le venía de la presencia allí en tiempos inmemoriales de la torre de Babel. Heródoto describe sus robustas murallas y sus ocho puertas; y todos los escritos coinciden afirmando que todo aquel lujo y vano esplendor, desmedido, ofendía a la divinidad. Por eso fue su condena y destrucción. Inevitable fue para mí pensar en ello al entrar en Medina Azahara. Porque no creo que nadie pueda quedar indiferente ante lo que en ella puede contemplarse. Todo brilla en perfecta armonía, en un orden ascendente que confluye, jardín tras jardín, palacio tras palacio, en la resplandeciente residencia del califa, donde hasta las tejas son de oro. Vos lo sabéis muy bien, mi señor Asbag aben Nabil, por haber estado allí frecuentemente. Por eso, os ahorraré la fatiga de una exhaustiva descripción.

Baste referir que recibí un gran susto justo antes de entrar en el último de los edificios, donde los chambelanes me hicieron esperar después de advertirme severamente acerca de los usos palaciegos y de la manera en que debía comportarme ante Al Nasir. Estaba yo tan arrobado que apenas reparaba en cuanto había alrededor, tal era la abundancia y maravilla de lo que podía contemplarse, cuando, de repente, a mi espalda estalló la violencia de un rugido, fuerte como un trueno. Me volví espantado y, apenas a veinte pasos, estaba echada en el suelo una fiera casi tan grande como un toro; que, por haberla visto mil veces pintada y descrita en los libros, supe al momento que era un león.

Me eché a temblar y me flaquearon las piernas. Al verme muerto de miedo, los eunucos se rieron muy divertidos, como seguramente harían cada vez que un visitante se encontraba con la fiera. Porque, aunque se haya leído sobre leones y se los conozca por medio de pinturas, resulta incomparable su presencia física y real delante de uno. Paralizado, observé la tremenda cabeza melenuda, la intensidad de su mirada felina, el dorado del pelo, como del color de la arena limpia, y las garras enormes. Solo me tranquilicé algo cuando reparé en la gruesa cadena que le mantenía atado.

Pero otra impresión todavía mayor me aguardaba dentro del palacio. Cuando Hasday salió para decirme que el califa estaba ansioso por recibirme, mi corazón saltó en el pecho, me temblaron las piernas y temí no ser capaz ni de abrir la boca. Esperando encontrarme un trono elevadísimo y la infranqueable distancia de un monarca henchido de suficiencia, atravesé el vestíbulo con la cabeza gacha, viendo tan solo la solería de mármol pulido. Hasta que, repentinamente, alguien me gritó:

—¡Póstrate ante tu señor Al Nasir, príncipe de los creyentes!

Allí estaba él, de pie, frente a mí, vestido con túnica blanca impoluta, orlada con un sencillo bordado de verdes hojas. Arrojado de bruces en el suelo, vi que calzaba babuchas de rico paño encarnado y temblé más que ante el león.

Cuando me autorizaron a levantar la cabeza me encontré con su rostro, agraciado, pero corriente: la nariz recta, la barba y el bigote negrísimos y la piel, sin embargo, clara y rosácea. Un turbante sencillo de algodón crudo y suave envolvía su cabeza y su frente hasta las sienes; sobre la oreja izquierda, un manojillo de plumas de pintada prendidas con un broche de plata era su único adorno.

—Este es el monje Justo Hebencio —me presentó Hasday, con naturalidad.

—Levántate —me ordenó Abderramán.

Era más o menos de mi estatura. Solo un momento lo miré a los ojos, que tenía de un azul muy oscuro, inquietantes. Y contuve el aliento con precaución, mientras reinaba el silencio un instante que se me hizo una eternidad. Hasta que él habló sin asomo de intemperancia:

—Todo eso que le has contado a mi servidor Hasday ben Saprut sobre las antiguas profecías que versan sobre el fin del mundo es de sumo interés para mí. Quiero oírlo directamente de tu boca ahora y después te haré algunas preguntas.

Temblando, miré a Hasday pidiéndole ayuda. Él me hizo un gesto con la barbilla, animoso, como diciendo: «Habla, desprende ante él todo lo que sabes».

—¿Por dónde he de empezar? —pregunté.

—Da igual —respondió el judío—. Por los comentarios de Beato mismo… o por las profecías de Daniel.

Me costó hablar con soltura al principio, pero luego, como solo se trataba de repetir todo lo que le había referido a Hasday desde el primer día que estuvo en la biblioteca Armilatense, no hallé mayor dificultad que la de ser consciente de que disertaba delante de uno de los hombres más poderosos de la Tierra. Empecé con la sibila Tiburtina, continué con los comentarios de Beato, expliqué lo que expresaba el Apocalipsis de san Juan y las profecías del Libro de Daniel; y me detuve especialmente en las predicciones de Metodio, pues me pareció adivinar en el rostro atentísimo del califa que era esto último lo que más le interesaba.

En ningún momento abrió la boca ni me interrumpió; solo al final, fijando en mí unos ojos turbadores e interpelantes, exclamó en voz baja:

—¡Qué misterios!

Un intenso escalofrío recorrió mi cuerpo, al tener tan cerca de mí al terrible y belicoso rey agareno descendiente de la sangre omeya de Oriente, no obstante indefenso ante las épocas y el devenir de los siglos. Porque encima regresó a mi mente la figura onírica de aquel oscuro macho cabrío, que aparecía en mi sueño ansioso por conocer el enigma del tiempo.

—Sí, es un grandísimo misterio —contesté en un susurro.

El califa se inclinó entonces hacia mí y, con interés e inquietud, me preguntó:

—Y tú, que tan familiarizado estás con todos esos escritos antiguos, ¿qué piensas de todo eso?

—Yo, altísimo señor, no opino nada al respecto; puesto que mi opinión nada vale. Soy un humilde custodio de libros y amanuense.

—¡Anda ya! —replicó dándose un sonoro manotazo en el muslo.

Me encogí de espanto y, con voz temblosa, dije:

—Señor mío, compréndeme y apiádate de mí. Si nadie puede conocer lo que pasa por una mente como la tuya, sutilísima e inteligente, ¡cuánto menos por la del Altísimo, que es Omnímoda! ¡Ojalá tuviera algo más que decirte! Pero he referido todo lo que sé… ¿Para qué habría de mentirte? ¿Para acabar como aquellos falsos adivinos que te engañaron cuando lo de Simancas?

Me atravesó con una feroz mirada y me aterroricé aún más creyendo haberle ofendido. Entonces se hizo un silencio helado que se alargó durante un instante terrible, hasta que Hasday lo rompió para terciar diciendo con entusiasmo:

—¿Has visto, mi señor Al Nasir? Aquí tienes a un verdadero sabio en quien no hay falsedad ni hipocresía alguna. ¡Ya te lo dije!

Abderramán sonrió por primera vez y aquella sonrisa arrancó un suspiro de mi pecho; el cual él advirtió y, mirándome muy fijamente, aseguró con dulzura:

—Nada tienes que temer, pues no soy tan cruel y despiadado como imaginas. En efecto, has hablado con sinceridad y me doy cuenta perfectamente de que no quieres ser considerado lo que no eres, un adivino.

Me doblé en una reverencia, manifestándole agradecimiento y satisfacción. Y él, con una voz en la que se notaba que deseaba seguir la conversación, propuso:

—Sentémonos, porque hay asuntos que requieren su tiempo.

Dicho esto, me tomó del brazo y me condujo a un tapiz, donde nos sentamos los tres a horcajadas. El califa miró entonces a Hasday y le dijo con aire quejumbroso:

—Tú, fiel amigo y leal servidor mío, Hasday ben Saprut, eres el único que sabe cómo sufro verdaderamente a causa de las dudas y los temores que anidan en mi alma. No pretendo ser del todo feliz… No, no soy tan necio… Hace tiempo llegué a comprender que en esta vida se puede gozar de muchos beneficios; pero que la felicidad es otra cosa… Y no me quejo; he aprendido a resignarme. Es preferible correr un velo que disimule nuestros dolores y dudas, ya que no podemos alejarlos de nuestra existencia… ¡Allah tenga misericordia!

Después de pronunciar estas palabras, se dejó caer de espaldas sobre un cojín arrimado a la pared y cerró los párpados quedándose sumido en una nube de abatimiento y desilusión.

Hasday reaccionó ante esta suerte de lamento con decisión y le exhortó animoso:

—¡Habla, mi señor! ¡Desahoga tu corazón atormentado! Abre la jaula donde tienes encerrados todos esos miedos y dudas y déjalos volar en libertad…

Los ojos de Abderramán, de un azul tan profundo que resultaba opaco, volvieron a iluminar su rostro y miró al judío con una mirada larga, intensa y suplicante. Luego preguntó con disgusto:

—¿Por qué me dará tanta vergüenza? ¡Seré idiota!

—¡Habla! —le animó con ternura Hasday—. Ya sabes que puedes confiar en mí, y pongo la mano en el fuego por el monje Justo; si no fuera así, no te lo hubiera traído. Cuéntale de una vez esas dudas y temores, y veamos si puede ayudarte.

El califa se encerró en el silencio durante un rato, cruzando los brazos sobre el pecho, abandonándose en una poquedad e indefensión que me tenían completamente confuso. Estuvo meditativo, hasta que pareció que aquel silencio se le hacía pesado y acabó diciendo con aire aliviado:

—¡Sea, voy a hablar!

Se dirigió a mí y comprendí que debía escucharle con suma atención, pues, según parecía, lo que iba a expresar tenía que ver con mis conocimientos. Una extraña impresión me embargaba, al verlo así, tan entregado, a la vez que se disipaba el espanto que me había dominado desde que llegué a Zahara.

—Mis dudas y miedos —comenzó diciendo— empezaron a acosarme desde niño. Y reconozco la parte de culpa que en ello tuvo mi abuela paterna, la princesa Durr, que siempre fue una mujer triste y atormentada. Ella vino del norte; era hija del rey vascón Fortún, a quien llamaban el Tuerto. Por entonces gobernaba el harén de mi abuelo mi tía, la Sayida, que era una loca odiosa… Mi abuela vivía relegada, sumida en sus recuerdos de la infancia, encerrada en un mundo de fantasías… ¡Pero era encantadora! Durante el poco tiempo que cuidó de mí, me cubrió de cariño, a la vez que se empeñaba en transmitirme leyendas, cuentos y tradiciones de su lejana tierra; como hace cualquier abuela con sus nietos. Casi nada de lo que me contó he olvidado, a pesar de que las otras mujeres y los eunucos me convencían de que eran pamplinas propias de gente infiel y atrasada… Y, ciertamente, entre los recuerdos de mi abuela abundaban las absurdas y torpes creencias de la gente cristiana del norte…

Al pronunciar estas últimas palabras, Abderramán puso un énfasis especial en su voz, como si buscara convencerse completamente de lo que afirmaba. Luego sus labios hicieron una mueca de disgusto, echó una triste mirada al techo y prosiguió:

—Serían fantasías… Pero me contó algo que hasta el día de hoy me causa inquietud… Se trataba de una antigua profecía en la que ella creía firmemente; y ese convencimiento avivaba todos sus miedos, a la vez que alentaba sus mayores esperanzas… Tenía que ver con el fin del mundo…

Después de decir esto, miró a Hasday, le hizo un gesto con la mano y le ordenó:

—Cuéntaselo tú, pues lo explicarás mejor que yo.

Hasday movió la cabeza en señal de asentimiento y, como si el relato le perteneciera tanto como al propio califa, me lo confió con soltura:

—Lo que su abuela, la princesa Durr, le contó cuando niño es la leyenda del emperador Constante; según la cual, en alguna parte, quizás en una isla, en una cueva o en cualquier otro lugar oculto, se encuentra dormido un rey, emperador o jefe, que despertará al fin de los tiempos para hacer triunfar la justicia, el bien y la verdad, frente a las fuerzas del caos, la disolución y la iniquidad; entonces será por fin el advenimiento de la Edad de Oro… Y el despertar de ese emperador será anunciado por claras señales del cielo: oscurecimiento repentino del sol, tempestades y tribulaciones…

—¡Así es! —exclamó Abderramán—. Siempre estuve convencido de que esas profecías no eran sino las fantasías de mi pobre abuela, una mujer hermosísima que fue obligada a salir de su tierra muy joven para venir aquí, a un mundo tan diferente al suyo. Ella se creía esas historias y me las contaba, tratando de alimentar en mí unas extrañas esperanzas: el fin de todo y el reinado de un mundo diferente, nuevo, feliz… Me inquietaba todo eso, aunque no lo creía; pero, cuando aparecieron aquellas señales en el cielo antes de lo de Simancas y después pasó lo que pasó… ¿Cómo no pensar en ello?

Hasday, espontáneamente, intervino de nuevo como queriendo justificar los pensamientos del califa:

—Nuestro altísimo señor Al Nasir es demasiado juicioso como para dejarse llevar por elucubraciones. La falta de juicio no es su defecto. Lo que le pasa es que tiene dentro de sí una gran curiosidad; la intrepidez propia de los hombres grandes e inteligentes.

Esta defensa, en vez de satisfacerle, pareció irritar al califa.

—¡Yo sé muy bien lo que me pasa! —exclamó enardecido—. Todos aquellos estúpidos e inútiles brujos y adivinos no supieron interpretar los signos… ¡Por eso los mandé ajusticiar! Yo debería haber sido asesorado y advertido convenientemente de que, cuando se producen tales señales, no hay que aventurarse en empresas arriesgadas… ¡Con ese consejo hubiera bastado! Sin embargo, me convencieron de que la victoria era segura, cuando ninguno de ellos sabía nada de lo que el cielo quería indicar ocultando el sol de aquella manera…

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