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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (14 page)

La llevaban al patio y advirtió que sus brazos rodeaban unos hombros firmes y poderosos.

Un joven soldado de pelo castaño la transportaba sin dejar de besarla y hacerle carantoñas. Los hombres estaban sentados en grupos sobre el césped, riéndose a la luz de las antorchas, en torno a los esclavos a los que bañaban en los barreños. Su talante era tranquilo puesto que sus primeras y ardientes pasiones habían sido satisfechas.

Los soldados formaron un corro alrededor de Bella cuando la bajaron para meterle los pies en el agua caliente. Luego se arrodillaron, tomaron un odre lleno y echaron chorros de vino sobre el cuerpo de la muchacha, provocándole cosquilleos mientras la limpiaban. La lavaron con el cepillo y el trapo, entre juegos, y competían por besarla y por llenar su boca, lenta y cuidadosamente, del agrio y frío vino. Bella intentó recordar ese rostro, aquella risa, incluso la piel del que tenía el pene más grueso; todo fue en vano.

La tendieron sobre la hierba, bajo las higueras, y volvieron a poseerla. Su joven apresador, el soldado del cabello castaño, se nutrió de la boca de Bella como en una ensoñación, y luego la penetró a un ritmo más lento y suave. Ella estiró los brazos, palpó la piel desnuda de las nalgas del soldado y la tela de los pantalones a medio bajar.

Mientras tocaba el cinturón desatado, el tejido arrugado y el trasero medio desnudo, contrajo fuertemente su vagina contra la verga del muchacho de tal manera que él tuvo que soltar un grito sofocado por encima de ella, como si de un esclavo se tratara.

Transcurrieron varias horas.

Bella estaba sentada, medio dormida y echa un ovillo, sobre el regazo del capitán. La cabeza reposaba contra el pecho de él y los brazos le rodeaban el cuello. Como un león desperezándose, él se desentumeció bajo ella y su voz retumbó gravemente en su ancho pecho cuando se dirigió al soldado que tenía enfrente. Sin esfuerzo alguno, acunaba la cabeza de la princesa en su mano izquierda, cuyo brazo le parecía a Bella inmenso y poderoso.

La princesa abría los ojos sólo de vez en cuando para percibir la luminosidad humeante y deslumbradora de toda la taberna.

La sala estaba más tranquila y también más ordenada que antes. El capitán no cesaba de hablar.

Las palabras «princesa fugitiva» llegaron con claridad a oídos de Bella.

«Princesa fugitiva», pensó ella amodorrada.

No podían preocuparla tales cosas. Volvió acerrar los ojos, acurrucándose contra el capitán que la estrujó con su brazo izquierdo.

«Cuán espléndido es él —pensó la princesa—.

Con su tosca belleza.» Le encantaban los profundos pliegues de su rostro bronceado, el deseo reflejado en sus ojos. Le vino a la cabeza un curioso pensamiento. No le importaba de qué trataba la conversación de él más de lo que a él le importaba hablarle a ella. Bella sonrió para sus adentros. Era su esclava desnuda y sobrecogida. y él, su rudo y bestial capitán.

Pero sus pensamientos se trasladaron involuntariamente a Tristán. Se había declarado tan rebelde ante Tristán.

¿Qué habría sido de él? ¿Cómo le iría con Nicolás el Cronista? ¿Conseguiría enterarse alguna vez? Quizás el príncipe Roger pudiera darle alguna noticia. Tal vez el denso y pequeño mundo del pueblo tenía sus vías secretas de información. Tenía que enterarse de si Tristán se encontraba bien.

Sencillamente deseaba poder verle. Y, soñando con Tristán, la princesa se quedó dormida.

UN MAGNÍFICO ESPECTÁCULO

Tristán:

Sin los horrorosos arneses del tiro me sentí aún más vulnerable. Mi desnudez me resultaba ofensiva mientras marchaba velozmente hacia el final de la carretera, esperando algún tirón de las riendas en cualquier momento, como si todavía las llevara puestas. A esta hora eran numerosos los carruajes, decorados con farolillos, que pasaban con estruendo junto a nosotros, con los esclavos trotando a toda prisa, con las cabezas tan altas como antes llevaba la mía. ¿Prefería estar como ellos? ¿O me gustaba más esta otra condición?

¡No lo sabía! Sólo era consciente de mi temor y deseo, y de un conocimiento absoluto de que mi atractivo amo Nicolás, mi estricto señor, más que muchos otros, caminaba a mi lado.

Más adelante, una brillante luz iluminaba abundantemente la carretera. Estábamos llegando al final del pueblo. Pero, sin detener la marcha, al doblar por el último de los elevados edificios que tenía a mi izquierda vi un espacio abierto que aunque no era el mercado estaba terriblemente abarrotado y alumbrado por abundantes antorchas y farolillos. Olí el vino en el aire y oí las ruidosas y embriagadas risas. Había parejas que bailaban agarradas y vendedores de vino con odres llenos sobre los hombros que se abrían camino entre la multitud ofreciendo copas a todos los asistentes.

Mi amo se detuvo de repente y dio una moneda a uno de estos expendedores. Luego sostuvo la copa ante mí para que lamiera el vino de ella. Me sonrojé hasta la raíz del cabello, pero pude apreciar las virtudes del vino y lo bebí ávidamente con todo el esmero que pude. Hacía rato que me ardía la garganta.

Cuando levanté la vista, aprecié con más claridad que aquel lugar era una especie de recinto para aplicar castigos. Con toda seguridad, era el sitio que el subastador había denominado el lugar de castigo público.

A un lado había una hilera de esclavos colocados en picotas, y otros estaban maniatados en el interior de unas tiendas lóbregamente iluminadas, cuya entrada estaba vigilada por mozos que dejaban pasar, tras pagar una moneda, a los lugareños que iban y venían. Otros esclavos maniatados correteaban en círculo alrededor de un mayo, castigados por cuatro guardias que esgrimían palas.

Aquí y allá, un par de esclavos corrían a cuatro patas sobre el polvo para recoger algún objeto lanzado ante ellos, mientras jóvenes de ambos sexos les instaban a darse prisa, pues obviamente habían apostado dinero a favor de su esclavo favorito.

Más a la derecha, sostenidas contra las murallas, giraban lentamente unas ruedas gigantes con esclavos atados a ellas con las extremidades completamente estiradas, dando vueltas y más vueltas con sus inflamados muslos y nalgas convertidos en dianas contra las que el público lanzaba corazones de manzana, huesos de melocotón e incluso huevos crudos. Otros esclavos se movían a duras penas acuclillados tras sus amos, con el cuello sujeto a las rodillas por dos cortas cadenas de cuero, y los brazos estirados hacia delante aguantando dos grandes palos de los que colgaba un cesto lleno de manzanas dispuesto para la venta. Dos princesitas rosadas, de pechos voluminosos y brillantes de sudor, cabalgaban sobre caballos de madera con frenéticos gestos bamboleantes, y sus vaginas empaladas sobre falos de madera. Mientras yo observaba la escena atónito, ya que mi dueño me permitía caminar entonces con más lentitud y podía recorrer a su vez con la mirada la feria, una princesa alcanzó su descomunal y sobrecogedor clímax para deleite de la multitud, y recibió los aplausos que le dedicaban como vencedora de la prueba. La otra se llevó unos cuantos palazos, y fue castigada y reprendida por los que habían apostado por ella.

Pero la gran atracción se encontraba en la alta plataforma giratoria donde un esclavo era azotado con una larga pala rectangular de cuero. Al verlo, el corazón se me cayó a los pies y recordé que mi ama me había amenazado con llevarme a la plataforma giratoria.

Fue entonces cuando advertí que, poco a poco, me estaban conduciendo hacia allí. Nos abríamos paso a través del mar de ruidosos espectadores que se extendía unos quince metros alrededor de la alta plataforma. Observamos atentamente la fila de esclavos arrodillados con las manos detrás del cuello, que recibían la lluvia de imprecaciones de los presentes mientras esperaban en los escalones de madera su turno para subir al estrado y recibir su castigo.

Mientras yo miraba incrédulo, mi amo me dio un empujón para colocarme directamente al final de la cola y ocupar mi puesto. Un mozo apostado al pie de la escalera recibía monedas de los asistentes. Me obligaron a arrodillarme y fui incapaz de ocultar el miedo que me consumía. Las lágrimas me escocían los ojos y todo mi cuerpo se agitaba tembloroso. ¿Qué había hecho yo? Docenas de rostros redondos se habían vuelto hacia mí y alcancé a oír sus pullas:

—Vaya, ¿un esclavo del castillo que se cree demasiado bueno para la plataforma pública? Mirad qué cipote.

—¿No habrá sido un cipote malo?

—¿Por qué van a azotarle, señor Nicolás?

—Por ser apuesto —contestó mi señor con un deje de humor negro.

La respuesta de mi dueño había provocado sonoras risotadas, y la luz de las antorchas hacía relucir las mejillas y ojos húmedos de la risa. Lleno de horror, dirigí la mirada hacia la escalera y la alta plataforma, pero apenas vi nada aparte de los escalones inferiores mientras me arrodillaba ante la cada vez más numerosa multitud que se amontonaba a nuestro alrededor. El esclavo situado ante mí se adelantó con gran esfuerzo cuando apresuraron a otro príncipe cautivo escaleras arriba. De algún lugar llegó el fuerte redoble de un tambor y repetidos gritos de la multitud. Yo me di la vuelta para mirar suplicante a mi amo y me arrojé al suelo para besar sus botas, mientras la muchedumbre me señalaba y se reía.

—Pobre príncipe desesperado —se mofaba un hombre—. ¿Echas de menos tu agradable baño perfumado del castillo?

—¿Te azotaba la reina sobre sus rodillas?

—Mirad esa polla; a esa polla le hace falta un buen amo y una buena señora.

Noté una mano firme que me cogía por el pelo y me levantaba la cabeza. Vi entre lágrimas un apuesto rostro por encima de mí, afable pero no carente de severidad. Los ojos azules se entrecerraron muy lentamente, las oscuras pupilas parecieron expandirse mientras alzaba la mano derecha y el dedo índice se agitaba hacia delante y atrás y con los labios formaba silenciosamente la palabra «no». Me quedé sin aliento. Los ojos se le quedaron inmóviles, fríos como la piedra, y la mano izquierda me soltó. Volví a ocupar espontáneamente mi puesto en la fila y enlacé mis manos tras la nuca, de nuevo temblando y tragando saliva mientras la multitud profería unos exagerados «ooooh» y «aaaah» para expresar burlonamente su conmiseración.

—Esto sí que es un buen chico —me gritó un hombre al oído—. No querréis defraudar ahora a la multitud, ¿verdad que no? —sentí que su bota me tocaba el trasero—. Apuesto diez peniques a que nos ofrece el mejor espectáculo de esta noche.

—¿Y quién va a determinar eso? —dijo otro.

—¡Diez peniques a que mueve ese culo mejor que nadie!

Me pareció que transcurría toda una eternidad hasta que vi subir al siguiente esclavo, luego al siguiente y otro más. Yo fui el último. Avancé esforzadamente a cuatro patas sobre el polvo, empapado del sudor que chorreaba por todo mi cuerpo. Las rodillas me ardían y la cabeza me daba vueltas. Incluso en este momento creía que, de algún modo, iban a rescatarme. Mi amo sería misericordioso, cambiaría de idea, se daría cuenta de que no había hecho nada para merecer esto. Sencillamente, tenía que suceder, porque yo no era capaz de soportarlo.

La multitud se apretujaba y empujaba hacia delante. Se oyeron fuertes vítores cuando la princesa a la que estaban azotando sobre la plataforma empezó a quejarse con agudos chillidos ya patalear con todas sus fuerzas sobre la plataforma.

Sentí una ineludible necesidad de levantarme y echar a correr pero no me moví. El rugido de la plaza pareció aumentar bruscamente con el siguiente redoble de tambores. Los palazos habían concluido. Era mi turno. Dos mozos me llevaron en volandas escaleras arriba mientras toda mi alma se rebelaba. Entonces oí la firme orden de mi amo:

—Sin grilletes.

Sin grilletes. Así que había existido esa posibilidad. Estuve a punto de iniciar un violento forcejeo. «Oh, por favor, por piedad, poned me los grilletes.» Pero horrorizado, me encontré a mí mismo estirándome por propia voluntad para apoyar la mandíbula sobre el alto pilar de madera, separé las rodillas y enlacé las manos a la espalda mientras las rudas manos de los mozos se limitaban a guiarme.

Entonces me quedé solo. Ninguna mano me tocaba. Mis rodillas descansaban únicamente sobre unas muescas poco profundas talladas en la madera. Entre mí y los miles de pares de ojos no se interponía nada aparte del delgado poste sobre el que descansaba la mandíbula, mientras mi pecho y vientre se comprimían en espasmos incontenibles.

Habían hecho girar la plataforma a gran velocidad y entonces pude ver la gran figura del maestro de azotamientos, con el pelo enmarañado, remangado por encima de los codos y con la gigante pala en su desmesurada mano derecha mientras con la izquierda recogía una gran masa pringosa de crema color miel que sacó de un cubo de madera.

—¡Ah, dejad me que lo adivine! —gritó—. ¡Se trata de un jovencito recién llegado del castillo que nunca ha sido apaleado aquí! Suave y sonrosado como un lechoncillo, a decir por su pelo rubio y esbeltas piernas. y bien, ¿vais a ofrecer a estas buenas gentes un buen espectáculo, jovencito?

—De nuevo hizo dar media vuelta a la plataforma y, con una palmotada, pegó la crema a mis nalgas. Aplicó el emplasto a conciencia mientras la muchedumbre le recordaba a gritos que iba a necesitar una buena cantidad. Los tambores resonaron con su espeluznante y profundo redoble. Ante mí podía ver a cientos de ansiosos lugareños vociferantes que se extendían por toda la plaza. También vi a los desgraciados que daban vueltas al mayo, a los esclavos colocados en la picota, que forcejeaban cada vez que les pellizcaban e importunaban, a los que estaban colgados boca abajo de un carrusel de hierro que giraba lentamente, del mismo modo en que me estaban moviendo a mí entonces, en aquel círculo implacable.

Mis nalgas se calentaron, después parecieron hervir a fuego lento y luego sentí que se cocían bajo el espeso masaje de la crema. Casi percibía el modo en que relucían. Así que continué arrodillado libremente, ¡sin grilletes! De pronto mis ojos se quedaron tan deslumbrados por las antorchas que me vi obligado a parpadear.

—Ya me habéis oído, jovencito —resonó otra vez la retumbante voz del maestro de azotamientos. Volvía a tenerlo frente a mí, y él se secaba la mano en su pringoso delantal. Entonces se estiró para cogerme la barbilla y me pellizcó las mejillas mientras agitaba mi cabeza hacia delante y atrás—. Ahora, ofreceréis un buen espectáculo a esta gente —dijo a voz en grito—. ¿Me oís, jovencito? ¿Y sabéis por qué vais a ofrecer un buen espectáculo? ¡Porque voy a zurrar este bonito trasero hasta que lo hagáis! —la multitud chilló con risas burlonas—. ¡Moveréis esas preciosas nalgas, joven esclavo, como no lo habíais hecho nunca! ¡Ésta es la plataforma pública!

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