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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (15 page)

Con un brusco golpe de pedal dio otra vuelta a la plataforma giratoria mientras la larga pala rectangular me azotaba ambas nalgas con un contundente estallido, obligándome a luchar frenéticamente por recuperar el equilibrio.

La multitud profirió un jovial rugido cuando volvieron a hacer girar la plataforma y me alcanzó un segundo golpe; y después otro giro y otro, y luego otro más. Apreté los dientes para amortiguar los gritos mientras el ardiente dolor se propagaba desde mis nalgas a través de mi verga. Oía las mofas: «Dale duro», «Zúrrale en serio», «Dale en ese trasero» y «Sacúdele la polla». Me percaté de que yo obedecía estas órdenes, no deliberadamente, sino movido por la desesperación. Cada vez que uno de los ensordecedores azotes me zarandeaba brutalmente, yo culebreaba e intentaba no salirme de mi sitio en la plataforma giratoria. Intentaba cerrar los ojos pero se abrían completamente con cada golpe, igual que mi boca, de la que brotaban gritos incontrolables. La pala me enviaba de un lado a otro, casi me derribaba para luego volver a enderezarme, pero aun así, con cada palazo notaba cómo se sacudía mi ávida verga hacia delante, palpitando de deseo, mientras el dolor centelleaba en mi cabeza como una explosión de fuego.

La miríada de matices y formas de la plaza se enmarañaba borrosamente. Mi cuerpo, atrapado en una serie vertiginosa de fuertes azotes, parecía volar, como si se desprendiese de sí mismo. Había dejado de intentar recuperar el equilibrio pero aun así la pala no me permitía escurrirme o caer; nunca había existido ese peligro. Estaba atrapado en la velocidad de las vueltas, cedía al calor y la fuerza de la pala para amortiguar su efecto, quejándome a voz en grito, mientras la multitud aplaudía, chillaba y vitoreaba.

Todas las imágenes del día se fundieron en mi cerebro: el extraño relato de Jerard, la ama al hacer penetrar el falo entre mis nalgas separadas; y aun así no podía pensar con claridad en nada, sólo sentía los palazos y oía a la muchedumbre carcajeante cuyos rugidos llegaban a mis oídos fluyendo como una marea hasta la plataforma giratoria.

—¡Que no paren esas caderas! —gritó el maestro de azotamientos. y yo, sin pensarlo ni desearlo, obedecí, vencido por la fuerza de la orden y por el deseo del gentío. Castañeteando descontroladamente, oía los roncos y estridentes vítores, mientras la pala golpeaba primero el lado izquierdo y luego el derecho de mis nalgas, para caer a continuación ruidosamente sobre mis muslos y volver de nuevo al trasero.

Me encontraba perdido, como nunca antes lo había estado. Los gritos y las aclamaciones me purgaban tanto como las luces y el dolor. Ya no era más que mis ronchas ardientes, mi carne hinchada y la dura vara de mi pene que se sacudía en vano mientras la multitud aullaba, la pala me alcanzaba ruidosamente una y otra vez y mis propios gritos casi ahogaban el sonido de sus golpes.

En el castillo no había sufrido nada que expiara mi alma de este modo. Nada me había cauterizado y vaciado de tal manera.

Me había sumergido en las profundidades del pueblo, y allí estaba, abandonado. De repente era un lujo, un lujo horrible, que tantas personas fueran testigos de este delirio de degradación. Si tenía que perder el orgullo, la voluntad, el alma, pues que se deleitaran en ello. y también sentí que era natural que los cientos de personas que se arremolinaban en la plaza ni siquiera se percataran de todo ello.

Sí, en esto me había convertido, en esta masa desnuda e hinchada de genitales y músculos escocidos, en el corcel que tiraba del carruaje, el objeto sudoroso y lloroso, sometido al ridículo público.

Podrían complacerse en ello o ignorarlo, como prefirieran.

El maestro de azotamientos retrocedió unos pasos e hizo girar la plataforma una vez más. Mis nalgas hervían. Mi boca abierta se estremecía, sofocada por los gritos descontrolados que se atragantaban más ruidosamente que nunca.

—¡Poned esas manos entre las piernas y tapaos los testículos! —rugió mi torturador. Sin pensar, en un último gesto de envilecimiento, me encorvé obedientemente, con la barbilla todavía bien apoyada, y protegí mis testículos mientras el gentío pataleaba y se reía cada vez con más fuerza.

De repente vi que un aluvión de objetos volaban por los aires. Me estaban tirando manzanas a medio comer, mendrugos de pan, huevos frescos que se aplastaban quedamente al explotar las cáscaras contra mis nalgas, espalda y hombros. Sentí profundas punzadas en mis mejillas y en las plantas de mis pies desnudos, mientras con los ojos abiertos de par en par asistía en medio del griterío a mi propio espectáculo. Hasta mi pene fue alcanzado, lo que provocó penetrantes chillidos de satisfacción y más risotadas.

Seguidamente una lluvia de monedas comenzó a alcanzar las maderas del estrado. El maestro de azotamientos gritó:

—Más, sabéis que ha merecido la pena. ¡Más! ¡Pagad la zurra del esclavo y su dueño se dará más prisa en volver a traerlo! —Vi a un joven que me rodeaba formando un ansioso círculo para recoger el dinero. Lo colocó en un pequeño saco y lo ató con un cordel. Luego, levantándome la cabeza por el pelo, me introdujeron el saco y lo apretaron contra mis dientes. Yo jadeaba y gruñía de asombro. Sonaron aplausos por doquier y exclamaciones de «¡Buen chico!», así como preguntas guasonas sobre si me había gustado la paliza y si me gustaría recibir otra la noche siguiente.

Me alzaron bruscamente de la plataforma y me hicieron bajar a toda prisa por los escalones de madera.

Sin más ceremonias, me alejaron de la plataforma giratoria con sus brillantes antorchas. Con un empujón, caí de cuatro patas. A continuación, me condujeron a través de la multitud hasta que vi las botas de mi amo y, al alzar la vista, descubrí su lánguida figura apoyada contra el mostrador de madera de un pequeño puesto de vino. Me observaba sin el menor atisbo de sonrisa, y no dijo nada. Tomó el pequeño saco de mi boca, lo sopesó en su mano derecha, se lo guardó y continuó observándome desde la altura.

Yo incliné la cabeza hasta apoyarla en el polvo del suelo y sentí que mis manos salían de debajo de mí. No podía moverme, aunque por suerte no recibí ninguna orden para hacerlo. El estruendo de la plaza se fundió en un único sonido que casi parecía silencio.

Enseguida noté las delicadas manos de mi amo, las manos de un caballero, que me levantaban. Vi ante mí un pequeño puesto para el aseo personal. Allí un hombre esperaba con un cepillo y un cubo de fregar. Fui conducido con absoluta firmeza y entregado a él. El hombre dejó la copa de vino que estaba bebiendo y cogió con gratitud una moneda de mi amo. Luego se estiró y, sin mediar palabra, me obligó a ponerme en cuclillas sobre el cubo humeante.

En cualquier otro momento, en los meses pasados, ser lavado en público, junto a la multitud indiferente, hubiera sido horrendo para mí. En estos instantes sólo era voluptuoso. Yo apenas era consciente del agua caliente que vertía sobre mis latentes erupciones, de cómo eliminaba la pegajosa yema de huevo y el polvo adherido a ella, ni tampoco de cómo empapaba mi verga y mis testículos, a los que aplicó un ungüento con tanta rapidez que apenas alivió su penosa ansia.

El hombre también me lubricó el ano a fondo aunque apenas noté los dedos que entraban y salían; me parecía que aún sentía la forma del falo que me estiraba. Me frotó el pelo para secarlo ya continuación me peinó. También cepilló mi vello púbico e incluso peinó el vello entre mis hirvientes y temblorosas nalgas. Todo lo cual fue ejecutado con tal destreza y rapidez que en cuestión de instantes me encontré otra vez de rodillas ante mi amo, que me ordenó que le precediera hasta la carretera que transcurría entre las murallas.

EL DORMITORIO DE NICOLÁS

Tristán:

Cuando llegamos a la calzada, mi amo me dijo que me incorporara y entonces me mandó «caminar». Sin vacilar, le besé ambas botas, a continuación me levanté mirando de frente a la carretera y obedecí. Coloqué las manos detrás del cuello, como cuando me ordenaban marchar. Pero, súbitamente, me estrechó en sus brazos, me dio media vuelta, puso sus manos en mis costados y me besó.

Por un momento me quedé tan perplejo que no supe reaccionar pero luego le devolví el beso, casi febrilmente. Abrí la boca para recibir su lengua y tuve que retirar las caderas para que mi pene no le rozara.

Me pareció que mi cuerpo perdía hasta el último resquicio de fuerza. El escaso vigor que me quedaba lo acaparaba mi órgano. Mi amo se apartó un poco y chupó mi boca. Oí mis fuertes suspiros que reverberaban en las paredes. Levanté los brazos tentativamente y cuando lo abracé no hizo nada para evitarlo. Sentí el delicado terciopelo de su túnica y la suave seda de su cabello. Aquello casi era el éxtasis.

Mi miembro se agitó espasmódicamente, se alargó y todo el escozor de mi cuerpo palpitó con renovado ardor. Pero él me soltó, me dio media vuelta y me colocó otra vez las manos en el cuello.

—Podéis caminar despacio —me dijo, y rozó mi mejilla con sus labios. La mezcolanza de consternación y anhelo que bullía en mi interior era tan enorme que casi rompí a llorar una vez más.

Por la avenida sólo circulaban unos pocos carruajes descubiertos, que al parecer daban paseos de placer; al llegar a la plaza dibujaban un amplio círculo y nos pasaban rápidamente en su trayecto de vuelta. Vi a los esclavos con brillantes arneses y pesadas campanillas de plata que tintineaban colgando de sus penes, ya una rica dama del pueblo con una capucha y esclavina de terciopelo rojo intenso que chasqueaba una larga correa plateada contra estos corceles. Se me ocurrió que mi amo debería hacerse con un carruaje como aquél y luego sonreí para mis adentros al darme cuenta de las ideas que me venían a la mente.

Aún seguía estremecido por el beso y continuaba absolutamente rendido por la sesión que había padecido sobre la plataforma pública. Cuando mi amo se ajustó a mi paso junto a mí, pensé que estaba soñando. Sentí el terciopelo de su manga rozándome la espalda y su mano tocándome el hombro. Estaba tan debilitado que tuve que obligarme a mí mismo a seguir adelante.

Su mano enroscada en torno a mi nuca provocó un hormigueo en todo mi cuerpo. El nudo que constreñía mi miembro se comprimió con un dolor persistente, pero estas sensaciones me deleitaron. Medio cerré los ojos, veía los farolillos y antorchas ante mí como si fueran pequeñas explosiones de luz. Nos habíamos alejado ya del alboroto de la plaza de castigos públicos y mi amo caminaba tan próximo a mí que sentía su túnica contra mi cadera y el cabello rozándome el hombro. Nuestras sombras brincaron por un instante ante nosotros al pasar junto a una puerta iluminada por una antorcha. Comprobé que casi teníamos la misma altura: un hombre desnudo y el otro elegantemente vestido y con una correa en la mano. Luego la oscuridad.

Habíamos llegado a su casa. Hizo girar la gran llave de hierro en la cerradura de la pesada puerta de roble y dijo en voz baja:

—De rodillas —yo obedecí y entré en ese otro mundo del vestíbulo pulimentado y débilmente iluminado. Me moví a su lado hasta que se detuvo ante una puerta y luego entramos en una extraña y nueva alcoba.

Las velas estaban encendidas. Había un pequeño fuego en el hogar, quizá para secar la humedad de las paredes de piedra y, contra la pared, una cama descomunal de roble tallado, con un techo artesonado y tres lados incrustados de satén verde. En este cuarto también había libros, viejos pergaminos así como volúmenes encuadernados con cuero, un escritorio con plumas y, de nuevo, más cuadros. Pero se trataba de una habitación mayor que la que había visto anteriormente, más sombría pero más confortable.

No me atrevía a abrigar esperanzas ni temores sobre lo que podría suceder aquí. Mi amo se estaba desnudando y, mientras yo observaba maravillado, se desprendió de todo lo que llevaba.

A continuación se volvió hacia mí y comprobé que su sexo estaba tan vivo y duro como el mío.

Era un poco más grueso pero no más largo, y tenía el vello púbico del mismo blanco puro que el pelo de la cabeza, que casi parecía etéreo a la luz de las lámparas de aceite.

Retiró la colcha verde que cubría la cama y me indicó que me metiera en ella.

Yo estaba tan aturdido que por un momento ni me moví, mirando atónito la espléndida tejeduría de las sábanas de lino. Antes de llegar al pueblo, había pasado tres noches y dos días en la burda empalizada del castillo. Una vez allí, había esperado dormir en algún rincón miserable, sobre maderas desnudas. Pero esto era lo menos importante. Aquí, la luz jugueteaba en el pecho de tensa musculatura, los brazos y el pene de mi amo, que parecía crecer mientras yo los contemplaba. Alcé la mirada directamente a sus ojos azul oscuro y me dirigí de rodillas a la cama para subirme a ella.

Mi señor se arrodilló a su vez sobre la colcha de cara a mí. Mi espalda daba a los almohadones y él me rodeó suavemente con sus brazos para volver a besarme. Los fuertes y audaces lametazos de su boca provocaron una enorme reacción en mí; no pude evitar derramar lágrimas que surcaron mis mejillas, ni un sollozo que me atragantó al intentar reprimirlo.

Me instó con delicadeza a retroceder y, con su mano izquierda, me levantó los testículos y el miembro erecto. Inmediatamente, yo me dejé caer para besarle los testículos. Los recorrí con mi lengua como me habían enseñado a hacerlo con los corceles humanos del establo, abarcándolos con la boca y tironeándolos tiernamente con los dientes.

Luego tomé la verga entre mis labios y la estiré con fuerza, un poco sorprendido por su grosor.

No era más grande que el falo mayor que me habían introducido horas antes, pero el grosor debía de ser parecido. Entonces se me ocurrió la turbadora idea de que mi señor me había preparado para él; y sólo con pensar en él penetrándome de aquella forma me excité de un modo incontrolable. Relamí y chupé su miembro, lo saboreé pensando que se trataba de mi dueño y no de un esclavo; éste era el hombre que silenciosamente me había dado órdenes durante todo el día, me había subyugado y derrotado. Noté cómo poco a poco se separaban mis piernas, mi vientre se hundía hacia abajo y mis posaderas se levantaban con movimientos espontáneos mientras yo seguía lamiendo y gruñendo suavemente.

Casi estaba llorando cuando él me levantó el rostro y señaló un pequeño tarro que había sobre un estante en la pared artesonada. Me acerqué y lo abrí de inmediato. La crema que había en su interior era espesa y absolutamente blanca. Luego señaló su pene e inmediatamente yo tomé un poco de crema entre mis dedos. Pero antes de aplicarla, besé la punta de su miembro y saboreé un vestigio de humedad. Mojé ligeramente la lengua en el pequeño agujero para recoger todo lo que quedaba del claro fluido.

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