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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (19 page)

La luz del sol llenaba la gran estancia inmaculada, entraba a raudales por las dos puertas abiertas que daban al patio trasero, iluminando de pleno los finos y elaborados pucheros y sartenes de cobre que colgaban de elevados ganchos y bañando las puertas de hierro del horno insertado entre ladrillos en el gigante tajo rectangular que estaba situado en medio del suelo de baldosas, tan alto y grande como el mostrador exterior del bar en el que Bella había sido castigada la primera vez.

La señora Lockley la puso de pie y clavó la escoba Con fuerza entre las piernas de Bella, de tal manera que las rígidas pajas la levantaron y obligaron a la muchacha a retroceder hasta chocar con el tajo.

Entonces la mesonera le alzó las piernas, con lo que Bella se quedó enseguida encaramada sobre la madera, que estaba cubierta por un fino tamiz de harina.

Lo que Bella esperaba era la pala. Estaba convencida de que sería peor que nunca. Lo sabía por el tono furioso de la voz que le daba órdenes. Pero la señora Lockley hizo que Bella se tumbara de espaldas, le llevó las manos a la nuca y las ató rápidamente al borde de la madera, tras lo cual mandó a la muchacha separar las piernas, con la advertencia de que, si no lo hacía, sería ella quien se las separaría.

Bella se abrió de piernas con esfuerzo.

La harina que cubría la lisa madera resultaba sumamente sedosa bajo su trasero. Pero la mesonera también le ató los tobillos a la madera, y su cuerpo quedó completamente estirado. Bella volvió a sentir pánico y forcejeó inútilmente sobre la lisa y rígida superficie al darse cuenta de que no podía soltarse.

En un arranque de suaves gritos apremiantes, intentó suplicar a la señora Lockley. Pero en el momento en que vio el rostro de la mesonera, que le sonría, la voz de Bella se extinguió en su garganta y se mordió el labio con fuerza al tiempo que miraba los luminosos ojos negros que bailaban con un atisbo de risa.

—¿No es verdad que a los soldados les gustan estos pechos? —preguntó la señora Lockley mientras estiraba ambas manos para pellizcar los pezones de Bella con el índice y el pulgar—. ¡Contestadme!

—Sí, señora —se lamentó Bella. Su alma se estremeció ante la sensación de vulnerabilidad que le provocaban esos dedos, y la carne que rodeaba sus pezones se arrugó formando pequeños nudos.

Un agudo dolor la llevó a intentar cerrar las piernas, pero eso era del todo imposible.

—Señora, por favor, nunca volveré...

—¡Chist! —la señora Lockley sujetó firmemente la boca de Bella con la mano, obligándola a arquear la espalda, mientras sollozaba contra la palma de la mesonera. Oh, aún era peor estando

atada, pues no conseguía estar quieta. Pero se quedó mirando a la señora Lockley con los ojos como platos e intentó asentir, aunque la mano aún la agarraba por la boca.

—Los esclavos no tienen voz —dijo la señora—, hasta que el amo o la señora soliciten oírla.

Entonces contestaréis con el debido respeto.

Soltó la boca de Bella.

—Sí, señora —respondió la princesa.

Los firmes dedos volvieron a sus pezones.

—Como iba diciendo —continuó la señora Lockley—, a los soldados les gustan estos pechos.

—¡Sí, señora! —respondió Bella con voz trémula.

—Y esta avarienta boquita —bajó la mano y cerró con un pellizco los labios púbicos. El sexo de la muchacha rebosaba tanta humedad que ésta goteó por sus labios produciéndole una comezón.

—Sí, señora —repitió con voz entrecortada.

La señora Lockley sacó un cinto de cuero blanco y se lo mostró a Bella. Era como una lengua que se extendía desde su mano. Sujetando firmemente desde arriba el pecho izquierdo de Bella, apretujó la carne y la dejó caer pesadamente mientras la princesa sentía que el calor se difundía por su seno. No podía estarse quieta. La humedad de su entrepierna goteaba hasta la hendidura de sus nalgas. Su cuerpo estirado se ponía tenso en un intento inútil de bloquearse.

Los dedos de la mesonera estiraban y meneaban el pezón izquierdo de la esclava. Luego la lengua blanca del cinturón de cuero golpeó el pecho con una serie de azotes sonoros.

—¡Oh! —jadeó Bella en voz alta, incapaz de contenerse. La zurra que la gran mano del capitán le había propinado en el pecho no era nada en comparación con esto. El deseo de liberarse y taparse ambos senos era irresistible ya la vez imposible. Sin embargo, su pecho hervía de sensibilidad como nunca antes lo había hecho, y forzaba a Bella a retorcer su cuerpo contra la madera sobre la que estaba tendida. La pequeña correa le alcanzó aún con más fuerza el pezón y la carne abultada.

Bella estaba enloquecida cuando la señora Lockley centró su atención en el pecho derecho, dejándolo caer y mortificándolo del mismo modo. Los gritos de la princesa eran cada vez más fuertes, el forcejeo más violento. El pezón estaba duro como una roca bajo el aluvión de azotes.

Bella cerró la boca herméticamente, aunque hubiera gritado a pleno pulmón: «No, no puedo soportarlo.» Los golpes se concentraban cada vez más seguidos. Todo el cuerpo de la princesa se convirtió en sus pechos torturados, mientras los azotes avivaban su deseo como si fuera la llama de una antorcha.

Bella volvía la cabeza de un lado a otro con tal impetuosidad que su cabello estaba desparramado sobre su rostro. Pero la señora Lockley le retiró el pelo hacia atrás y se inclinó para observar a Bella; la muchacha era incapaz de mirar a su ama.

—¡Qué alborotada, y sin protección alguna! —exclamó la mesonera sobándole el pecho derecho. La mujer volvió a levantarlo rápidamente para continuar zurrándolo. Bella soltó un agudo y penetrante chillido pese a que apretaba los dientes con fuerza. Los dedos del ama pellizcaban sus pezones, masajeaban su carne. La excitación avanzaba estrepitosamente por todo su cuerpo y sus caderas se iban hacia arriba con repentinas y violentas convulsiones.

—Así es como hay que castigar a una niña mala —le dijo la mesonera.

—Sí, señora —corroboró Bella de inmediato con un sollozo.

Gracias a Dios los dedos se retiraron. Bella sintió sus pechos enormes, pesados, un derroche de dolor caliente y colosales sensaciones. Sus sollozos graves y roncos no salían de su garganta.

Aunque sí soltó un quejido cuando se percató de lo que le esperaba. Notó los dedos de la señora Lockley entre las piernas, que le separaban los labios púbicos pese a sus vanos esfuerzos por evitarlo. La princesa trataba de cerrar las piernas, golpeaba ruidosamente la madera con los talones y únicamente conseguía que las correas de cuero le cortaran la carne del empeine. Una vez más, perdió todo control y forcejeó violentamente envuelta en un torrente de lágrimas. Pero entonces la correa que la flagelaba pasó a azotar su clítoris.

Bella volvió a chillar ante la intensidad abrasadora de aquella mezcla de placer y dolor, mientras su clítoris parecía endurecerse como nunca antes, sin que la señora Lockley quisiera soltarlo.

Bella sentía la hinchazón de los labios, la humedad que rezumaba a chorros y los azotes que sonaban cada vez más húmedos. Su cabeza giraba frenéticamente de un lado a otro sobre la madera.

Lloraba cada vez con más fuerza mientras sus caderas se agitaban hacia arriba para encontrar la correa y todo su sexo estallaba por dentro en una explosión de fuego interior.

La correa se detuvo. Pero eso fue todavía peor, sentir el calor que ascendía, aquel hormigueo que era como una comezón, que de alguna manera debía encontrar la divina fricción. Bella respiraba entrecortadamente, con jadeos cortos e implorantes que seguían el compás de sus gemidos. A través de las lágrimas vio a la señora Lockley observándola.

—Entonces, ¿sois mi esclava impertinente? —le preguntó.

—Vuestra devota esclava —respondió Bella atragantada por los sollozos—, señora. Vuestra devota esclava —y se mordió el labio haciendo una mueca, suplicando haber dado la respuesta correcta.

Sus pechos y su sexo hervían de calor. Oyó los golpes de sus propias caderas contra la madera, aunque no era consciente de que las estaba moviendo. A través de sus lágrimas vio los bonitos ojos negros de su ama, el pelo oscuro con la caprichosa trenza que adornaba la coronilla de su cabeza y los pechos que se henchían con sumo encanto bajo la blusa de lino blanca como la nieve. Pero la señora sujetaba algo entre las manos. ¿De qué se trataba? Lo que fuera se estaba moviendo.

Bella distinguió un bonito y gran gato que la observaba con azules ojos almendrados, con esa mirada amplia e inquisitiva que tienen los felinos, mientras la lengua rosa se chupaba la negra nariz en un rápido gesto.

Una oleada de la más absoluta vergüenza se apoderó de Bella. Se retorció sobre la madera como una indefensa y sufrida criatura, sintiéndose incluso inferior a aquella pequeña bestia orgullosa y desdeñosa que la escudriñaba con ojos centelleantes desde los brazos de la mesonera. Pero la señora se había agachado, aparentemente para coger algo.

Bella vio que volvía a incorporarse con una cantidad de espesa crema amarilla entre los dedos. La mesonera untó la crema en los pezones palpitantes de Bella y luego le mojó ligeramente la entrepierna hasta que goteó y se escurrió en pequeñas cantidades hacia la vagina.

—Es sólo mantequilla, cariño mío, mantequilla fresca —le dijo la mesonera—. Nada de ungüentos perfumados. —y de pronto dejó caer el gato a cuatro patas sobre el tierno vientre y el pecho de Bella, que sintió las suaves patas almohadilladas del felino moviéndose por su pecho con una rapidez enloquecedora.

Bella se revolvió, tiró de las correas, pero la pequeña bestia había hundido la cabeza y devoraba su pezón con la áspera y pequeña lengua arenosa, consumiendo la mantequilla que lo cubría. Algún temor muy profundo, desconocido hasta entonces para ella, se reveló provocando forcejeos más descontrolados.

Entretanto, el pequeño monstruo indiferente, con su primorosa cara blanca, continuaba comiendo. El pezón de la princesa explotaba bajo los lametazos del gato. Todo el cuerpo de Bella se puso tenso, levantándose de la madera y volviendo a caer con golpes sordos, rítmicamente.

La señora Lockley alzó a la criatura para trasladarla al pecho derecho. Bella tiró con todas sus fuerzas de las correas, mientras sus sollozos surgían temblorosos, las pequeñas patas traseras se hundían suavemente en su vientre y el pelo suave del estómago del gato la rozaba mientras la lengua volvía a lamer y a limpiar completamente el pezón.

Bella apretó los dientes para no chillar «¡no!».

Cerró los ojos con fuerza otra vez. Cuando los volvió a abrir vio la cara con forma de corazón que se hundía con rápidos movimientos para que la lengua continuara lamiendo. La fuerza de la lengua arenosa empujaba el pezón adelante y atrás con una sensación sumamente exquisita, aterradora, que hacía gritar a Bella con más fuerza que la que nunca había mostrado bajo la pala.

Pero la señora Lockley levantó de nuevo al gato. Bella se meneaba de un lado a otro y apretaba los dientes con más fuerza para impedir que surgiera el «no» que no debía pronunciar. Sintió la piel y las orejas sedosas del gato entre sus piernas, y la lengua que se lanzaba como un relámpago a su clítoris dilatado.

«Oh, por favor, no, no», gritó en el santuario de su mente pese a que el placer se propagaba como un surtidor por todo su cuerpo mezclándose con la aversión que le inspiraba el pequeño felino peludo y su horroroso y estúpido festín. Las caderas de Bella se congelaron en el aire, unos centímetros por encima de la madera, mientras la boca y la nariz rodeadas de pelo se adentraban cada vez más en ella. Ya no sentía la lengua en el clítoris, sólo el enloquecedor frotar de la cabeza contra él, y eso no era suficiente, no era suficiente.

¡Oh, vaya monstruo!

Para total vergüenza y derrota, la propia Bella se esforzaba en apretar el pubis contra la criatura, intentando acercarse al pequeño cráneo y conseguir que le acariciara el clítoris con la presión más leve posible. Pero la lengua continuó bajando, lamió la base de la vagina y luego la hendidura entre las nalgas. El sexo de Bella anheló inútilmente el placer que se evaporaba para dejarla sumida en un tormento más agudo.

A Bella le rechinaban los dientes y sacudía la cabeza de un lado a otro a la vez que la lengua del felino chupaba su vello púbico y tomaba lo que buscaba, ignorando por completo el deseo que atormentaba a la princesa.

Cuando ya pensaba que no podría soportarlo más, que se volvería loca, el gato volvió a levantarse y se quedó mirando a la muchacha desde los brazos de la señora Lockley, que sonreía con la misma dulzura que el gato, esa impresión daba, por encima de la víctima.

¡Bruja!, pensó Bella, pero no se atrevió a hablar. Cerró los ojos, con el sexo tembloroso del deseo que se había acumulado en ella como nunca antes lo había hecho.

La mesonera soltó el gato, que se alejó y desapareció de su vista. Bella notó que sus muñecas eran liberadas de las correas así como sus tobillos. Se quedó tendida, estremecida, haciendo acopio de toda su voluntad para resistir el deseo de cerrar las piernas, de darse la vuelta sobre la madera y acariciar sus pechos con una mano mientras con la otra tocaba su ardiente sexo para provocar una orgía de placer íntimo.

No habría tanta clemencia para ella.

—Poneos a cuatro patas —ordenó la señora Lockley—. Creo que por fin estáis preparada para la pala.

Bella bajó como pudo al suelo.

Todavía confusa, se dio media vuelta y se apresuró a seguir las pequeñas botas de la mujer que ya salían de la cocina con un resonante taconeo.

El movimiento de las piernas de Bella al arrastrarse por el suelo sólo servía para intensificar el ansia que padecía.

Cuando llegaron al mostrador de la sala principal del mesón, se encaramó a él sólo con oír el chasqueo de los dedos de la señora Lockley.

En la plaza, la gente iba y venía, y charlaba al borde del pozo. Llegaron las muchachas que ayudaban en el mesón, saludaron jovialmente a la señora Lockley y pasaron a la cocina.

Bella temblaba tumbada boca abajo sobre el mostrador. Sus grititos parecían tartamudeos. Su barbilla estaba apoyada en la madera y su trasero esperaba la pala.

—¿Recordaréis que os dije que para el desayuno tendríais las nalgas asadas? —preguntó la señora Lockley con aquella voz fría y carente de tono.

—¡Sí, ama! —respondió Bella entre sollozos.

—No quiero que me respondáis ahora. ¡Sólo que contestéis con la cabeza!

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