El castigo de la Bella Durmiente (18 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

De no poder inclinar mi cuerpo torturado hacia él. El capitán retrocedió unos pasos tendiendo su mano a mi señor. Vi cómo se abrazaban con bastante naturalidad, al parecer mi amo, con su elegancia y su constitución un poco más menuda, un espléndido cuchillo de plata tallado al lado de la corpulencia del capitán.

—Siempre sucede igual —comentó el capitán con una sonrisa, mirando a los ojos fríos e inteligentes de mi señor—. Entre un grupo de cien esclavos tímidos y ansiosos recién llegados para su purificación, están los que piden el castigo, los que necesitan los rigores, no para purgar sus faltas sino para refrenar sus apetitos ilimitados.

Sus palabras eran tan ciertas que yo lloriqueaba, del todo sobrecogido sólo de pensar en los incentivos que esto ofrecería a mis atormentadores.

«Pero, por favor —quería suplicar—, no sabemos lo que hacemos con nosotros mismos. Por favor, tened piedad.»

—La muchachita que tengo yo en el Signo del León, Bella, es igual—dijo el capitán—. Un alma hambrienta que fomenta en mí la pasión de forma peligrosa.

Bella. Por eso la observaba antes a través de la puerta de la posada. Así que él era su amo. Sentí un divino escarceo de celos y consuelo.

Los ojos de mi señor me perforaron. Los sollozos me sacudían con espasmos que se propagaban por mi pene y por las irritadas pantorrillas.

Pero el capitán seguía a mi lado.

—Volveré a verte, joven amigo —me dijo en voz baja, pegado a mi mejilla. Saboreó con sus labios mi rostro y luego chupó con crueldad mis labios abiertos—. Claro está, con el permiso de vuestro gentil amo.

Cuando reanudamos el recorrido, yo caminaba inconsolable. Mi suave lloriqueo hacía volver la cabeza a los viandantes mientras continuábamos la marcha para salir de la plaza y posteriormente nos introducíamos por otras callejuelas, pasando junto a cientos de otros desgraciados.

¿Les habrían puesto en evidencia como a mí, tanto ante sí mismos como ante sus dueños y señoras?

Los azotes del capitán me habían dejado tan irritado que el menor golpecito de la fusta me hacía brincar de dolor, por lo que intenté no detener la marcha lo más mínimo, entre quejidos, corriendo detrás de los corceles que me arrastraban vigorosamente.

Pasamos por una calle estrecha en la que había esclavos de alquiler colgados de una pared, atados de pies y manos, con el reluciente vello púbico lubrificado y los precios marcados en el yeso que tenían encima. En una pequeña tienda, una costurera desnuda ponía alfileres aun dobladillo, y en un pequeño espacio abierto un grupo de príncipes desnudos hacía girar una rueda. Por todas partes, príncipes y princesas se arrodillaban por igual con bandejas que ofrecían a la venta pasteles recién hechos, que sin duda procedían del horno de sus dueños o señoras. y recibían humildemente las monedas de los compradores en los cestillos que colgaban de sus bocas.

La vida ordinaria del pueblo transcurría como si mi miseria no existiera, y continuaba sin tanta lamentación.

Una pobre princesa encadenada a una pared forcejeaba mientras tres muchachas del pueblo la toqueteaban ociosamente, entre risas, e importunaban su pubis.

Aunque no se apreciaba de ningún modo la ferocidad teatral del lugar de castigo público de la noche anterior, la vida cotidiana del pueblo imponía, era espeluznante.

En la entrada de una casa, una rolliza matrona sentada en un taburete azotaba sonora y furiosamente con su amplia mano a un príncipe desnudo que estaba apoyado en su rodilla. Una princesa que sujetaba con ambas manos una jarra de agua sobre su cabeza esperaba sumisamente a que su amo insertara entre sus rojos labios púbicos un gran falo, con una traílla sujeta al extremo, por medio de la cual obligaba a la muchacha a que le siguiera.

En ese momento nos encontrábamos en unas calles más tranquilas, donde habitaban hombres de posición y propietarios y, por lo tanto, pasábamos ante puertas resplandecientes con aldabas de bronce. Desde los altos puntales de hierro ubicados más arriba colgaban esclavos como si fueran motivos decorativos.

Un silencio descendió sobre nosotros, y el ruido de las herraduras de los corceles que resonaba por las paredes destacó de modo más penetrante, así como mi gimoteo, que cada vez oía con más claridad.

No podía imaginarme lo que me depararían los días siguientes. Todo parecía tan establecido, la población tan acostumbrada a nuestras quejas. Nuestra servidumbre sustentaba el lugar tanto como el alimento, la bebida y la luz del sol.

Y yo sería conducido a través de todo aquello por una ola de deseo y entrega.

Había regresado de nuevo a la vivienda de mi amo. Mi casa. Cruzamos la entrada principal, tan ornada como las que habíamos visto por el camino, con grandes y costosas ventanas de vidrio emplomado, y doblamos por la pequeña calleja que llevaba a la calzada posterior de la casa, la que transcurría a lo largo de la muralla.

Me despojaron de las correas y falos con gran celeridad, se llevaron a los corceles y yo me desplomé en el suelo, cubriendo de besos los pies de mi amo. Besé el empeine de las botas de suave cuero, los tacones y los cordones. Mis sollozos agonizantes surgían cada vez con más emoción.

¿Qué era lo que rogaba? Sí, convertidme en vuestro abyecto esclavo, tened piedad. Pero tengo miedo, tengo miedo.

En un momento de demencia absoluta deseé que me llevara de nuevo al lugar de castigo público. Hubiera corrido con todas mis fuerzas hasta la plataforma giratoria.

Pero mi amo se limitó a dar media vuelta y entró en la casa. Yo lo seguí a cuatro patas, lamiendo y besando sus botas mientras caminábamos, y continué tras él por el pasillo hasta que me dejó en la pequeña cocina.

Los jóvenes criados me bañaron y me dieron de comer. En esta casa no había esclavos. Al parecer, yo era el único al que mantenían para el tormento.

Tranquilamente, sin la menor explicación, me llevaron a un pequeño comedor. Con destreza y rapidez, me sostuvieron de pie contra una pared, me encadenaron formando una cruz con las piernas y los brazos abiertos, y así me dejaron.

La habitación estaba reluciente y ordenada.

Desde mi posición podía verla por entero. Era una estancia de una pequeña casa de pueblo, pero decorada con un lujo como nunca había conocido en el castillo en el que nací y me crié, ni tampoco en el castillo de la reina. Las vigas del bajo techo estaban pintadas y decoradas con flores. Volví a experimentar lo mismo que la primera vez que entré en la casa, me sentí enorme y vergonzosamente desnudo en ella, un verdadero esclavo atado en medio de estantes de reluciente peltre, sillas de roble de alto respaldo y una chimenea pulcramente limpia.

Las plantas de mis pies reposaban sobre el suelo encerado, lo que me permitía descansar el peso de mi cuerpo sobre ellos y reclinarme contra el yeso de la pared. Si mi pene durmiera, pensé, hubiera podido descansar.

Las doncellas iban y venían con sus escobas y fregasuelos, discutían sobre la cena, si asar la carne de vaca con vino blanco o negro, y si añadir la cebolla entonces o más tarde. No me prestaban atención excepto para tocarme suavemente al pasar, mientras seguían quitando el polvo con aspavientos e iban de aquí para allá.

Yo sonreía al escuchar su cháchara. Pero cuando empecé a amodorrarme, abrí los ojos y al encontrarme con el encantador rostro y la figura de mi ama de cabello oscuro me sobresalté.

Me tocó el pene y, al doblarlo hacia abajo, mi miembro cobró vida violentamente. La señora tenía en las manos varios pesos pequeños de cuero negro con abrazaderas, como los que yo había llevado el día anterior en los pezones, y, mientras las doncellas continuaban hablando detrás de una puerta cerrada, me los aplicó a la piel colgante del escroto. Di un respingo. No podía quedarme quieto, pues los pesos eran lo suficientemente pesados como para hacerme adquirir conciencia de cada centímetro de la sensible carne y del más leve movimiento de mis testículos; y al parecer era inevitable que se movieran sin cesar. Siguió colocándomelos concienzudamente, punzando la carne como el capitán había hecho antes con sus dedos.

Aunque yo me encogiera de dolor, ella no se inmutaba.

Luego colgó de la base de mi pene un pesado colgante, y cuando mi órgano se encorvó con el peso sentí la frialdad del hierro contra mis testículos. El contacto de esas cosas y sus movimientos eran recordatorios insoportables de mis abultados órganos y su degradante exposición.

La pequeña habitación se sumió en un ambiente más mortecino, pareció empequeñecer. La figura de mi ama apareció grande y amenazante ante mí. Apreté con fuerza los dientes para no suplicar y evitar que algún grito mortificante saliera de mi garganta, pero entonces volvió a invadirme la sensación de derrota y rogué silenciosamente, con suspiros y suaves gemidos. Había sido un estúpido al pensar que me dejarían allí asolas.

—Los llevaréis puestos —me dijo— hasta que vuestro amo mande a buscaros. En el caso de que el peso de vuestro pene se caiga, sólo puede existir un motivo: que vuestro miembro se haya quedado flácido y haya soltado el grillete. En tal circunstancia, debéis saber que vuestro pene recibirá una azotaina, Tristán.

Asentí al ver que ella se mantenía expectante, pero no fui capaz de encontrar su mirada.

—¿Acaso necesitáis ahora esa azotaina? —me preguntó.

No fui tan tonto como para contestar. Si respondía que no, se reiría y lo tomaría como una impertinencia. Si respondía que sí, estaba seguro de que ella se violentaría y yo me llevaría una buena paliza.

Pero la señora ya había levantado una pequeña y delicada correa blanca que sacó de debajo de su delantal azul oscuro. Yo solté una serie de suspiros entrecortados pero ella me azotó el pene desde uno y otro lado, provocando en mí descargas de dolor que se propagaban por toda mi pelvis, mientras las caderas se levantaban en dirección a ella. Todos aquellos pesos pequeños tiraban de mí, como dedos que estiraran mi pene y mi piel. Mi miembro mostraba un color rojo púrpura, y sobresalía directamente hacia delante, como el asta de una bandera.

—Esto no es más que un ejemplo —dijo—. Cada vez que piséis esta casa, debéis estar correctamente arreglado.

De nuevo asentí con un gesto. Incliné la cabeza y sentí mis lágrimas en las comisuras de los ojos. Ella me peinó con cuidado y delicadeza, me arregló los rizos con esmero por detrás de las orejas y los retiró de mi frente.

—Tengo que decir —susurró— que sois con diferencia el príncipe más hermoso del pueblo. Os advierto, jovencito, corréis el peligro de que os compren definitivamente. Pero no sé qué podéis hacer para evitarlo. Si os portáis mal, el pueblo será aún más necesario para enmendaros... y sacudir vuestras preciosas caderas de ese modo tan sumiso y encantador sólo os servirá para resultar más seductor. Posiblemente ya no hay esperanza para vos. Nicolás es suficientemente rico para compraros por tres años, si así lo desea. Me encantaría ver los músculos de esas pantorrillas después de tres años de tirar de mi carruaje, o después de los paseítos de Nicolás por el pueblo.

Yo había levantado la cabeza y observaba aquellos ojos azules. Seguro que ella podía detectar mi perplejidad. ¿Era posible que nos hicieran quedarnos aquí?

—Oh, él puede buscar alguna buena excusa para conservaros —explicó—. Que necesitáis la disciplina del pueblo, o quizá sólo baste con decir que por fin ha encontrado al esclavo que deseaba. No es un lord pero es el cronista de la reina.

Yo sentía un ardor creciente en mi pecho, que palpitaba con la misma intensidad que el fuego que ardía lentamente en mi verga. Pero Stefan nunca... ¡Aunque quizá Nicolás gozara de más apoyo que Stefan!

«Por fin ha encontrado al esclavo que deseaba.» Las palabras se estrellaban en el interior de mi cabeza.

Mi señora me dejó a solas en la pequeña estancia con mis vertiginosos y sugestivos pensamientos y salió al estrecho y sombrío corredor. Desapareció escaleras arriba, con la falda borgoña reluciente que pude atisbar entre las sombras tan sólo por un instante.

LA DISCIPLINA DE LA SEÑORA LOCKLEY

Bella casi había concluido las tareas matinales en el dormitorio del capitán cuando al percibir el débil sonido de pasos que se acercaban desde la escalera hacia la puerta del capitán recordó con repentino sobresalto su impertinencia con la señora Lockley. Sintió un repentino terror. Oh, ¿por qué había sido tan insolente ? Toda su determinación para ser mala, una niña mala, la abandonó de inmediato.

La puerta se abrió y apareció la figura impertérrita de la señora Lockley, toda ella lino limpio y preciosas cintas azules, con una blusa tan escotada sobre sus altos pechos que Bella casi podía ver los pezones. El delicado rostro de la señora Lockley exhibía una sonrisa sumamente maliciosa cuando se dirigió hasta Bella.

La princesa dejó caer la escoba y se acurrucó en un rincón.

Una risa grave brotó de la mesonera e inmediatamente cogió a Bella por el pelo, enrollándolo en su mano izquierda, mientras con la derecha levantaba la escoba para atizarle el sexo con las punzantes pajas, obligando a la princesa a gritar mientras intentaba juntar las piernas con todas sus fuerzas.

—¡Mi pequeña esclava contestona! —exclamó, y Bella empezó a sollozar. Era imposible librarse para besar las botas de la señora Lockley. Tampoco se atrevía a hablar. Sólo podía pensar en Tristán cuando le decía que hacía falta mucho valor para ser malo a todas horas.

La señora Lockley la obligó a adelantarse y ponerse a cuatro patas. Bella sintió la escoba entre sus piernas, que la conducía fuera de la pequeña alcoba.

—¡Bajad por esas escaleras! —dijo la señora en voz alta. La ferocidad de la mujer causaba estragos en el alma de Bella, que rompió a sollozar mientras se escurría hacia la escalera. Tuvo que ponerse de pie para descender las escaleras pero la escoba la impulsó violentamente, precipitándose contra ella, raspándole las tiernas partes inferiores con una terrible picazón mientras la señora Lockley continuaba bajando sin despegarse de su espalda.

La posada estaba vacía y tranquila.

—He enviado a mis niños malos al establecimiento de castigos para que reciban su azote matutino y ¡así poder atenderos! —resonó la voz de la señora, que surgía entre sus mandíbulas apretadas—. Vamos a disfrutar de una buena sesión sobre cómo usar correctamente esa lengua, cuando así se os requiera. ¡Y ahora, a la cocina!

Bella se echó de nuevo a cuatro patas, desesperada por obedecer. Las furibundas órdenes le provocaban pánico. Nadie antes la había dirigido con tanta saña y desdén. y para empeorar las cosas, su sexo ya rebosaba de sensaciones.

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