Durante tres semanas, habían estado saltando de una isla a otra en ferry y desplazándose por las Cicladas en moto: Andros, Mikonos, Paros, Naxos, Amorgos, Serifos, Sifnos, Milos, Folégandros, Íos y, para terminar, Santorini, donde se habían dedicado a bañarse, a hacer submarinismo y a tomar el sol en las playas de arena negra, a caminar por las pintorescas callejuelas blancas y azules, en las que había casi tantas tiendas como en Toulouse, y a encerrarse en la habitación del hotel para hacer el amor. Sobre todo hacer el amor… Al principio, también habían frecuentado locales como el Enigma, el Koo Club o el Lava Internet Café, pero pronto habían prescindido de ir a los pubs de la isla, donde los hombres tenían tendencia a transpirar en exceso y las mujeres a embeberse de alcohol hasta que la mirada se les ponía vidriosa y comenzaban a hablar con más incoherencia que de costumbre. De vez en cuando, no obstante, iban a tomar un marvin gaye al Tropical, justo antes de que llegara la avalancha de juerguistas histéricos. Entonces aprovechaban para vagar por las calles más tranquilas, cogidas de la mano, se besaban bajo los porches y los rincones oscuros o se subían a la moto para ir a disfrutar de alguna playa con la luz de la luna, aunque incluso allí era difícil escapar a los borrachines, a los plomazos y a los punzantes ecos de la música tecno.
Ziegler se levantó sin hacer ruido para no despertar a su compañera y abrió la nevera para sacar una botella de zumo de fruta. Después de beber un vaso, se fue al cuarto de baño y se metió en la ducha. Era su último día. Al día siguiente, volarían hacia Francia y cada una reanudaría su vida de antes: Zuzka en la empresa de la que era gerente y principal bailarina de
striptease
, en cuyo local la había conocido Irène dos años atrás, y Ziegler a su nuevo lugar de destino: la brigada de investigación de Auch.
No se podía considerar realmente como una promoción cuando se venía de la sección de investigación de Pau…
La investigación del invierno 2008-2009 había traído consecuencias. Lo paradójico era que el comandante Servaz y la policía judicial de Toulouse se habían puesto a su favor y que había sido su propia jerarquía la que la había sancionado. Cerró un instante los ojos recordando la siniestra sesión en el curso de la cual, alineados en uniforme de gala, sus superiores habían detallado los cargos. Contraviniendo las reglas, ella había querido actuar sola y había omitido informar a los miembros de su equipo de datos que les habrían permitido encontrar más deprisa al último miembro de un club de agresores sexuales. También había disimulado determinados aspectos de su pasado relacionados con las pesquisas y había hecho desaparecer una prueba importante en la que aparecía su nombre. Si no la habían sancionado con mayor dureza, había sido gracias a la intervención de Martin y de aquella fiscal, Cathy d'Humières, que habían argüido que ella había salvado la vida del policía y también arriesgado la suya para capturar al asesino.
Como consecuencia de todo ello, a su regreso reanudaría sus funciones en la brigada de investigación de una capital de departamento de 23.000 habitantes. En teoría era una nueva vida, un punto de partida desde cero. Sabía, con todo, que los casos de los que se iba a ocupar no tendrían mucho que ver con los que le confiaban anteriormente.
El único consuelo era que asumiría el mando del servicio, puesto que su antecesor se había jubilado tres meses atrás. Auch tenía menos peso que Pau y ya había podido constatar, en el curso de las primeras semanas pasadas allí, que los casos más delicados los transferían de manera sistemática al servicio regional de policía judicial, al servicio de seguridad departamental o al servicio de la gendarmería de Toulouse. Abandonó la ducha con un suspiro y, envuelta en una toalla, volvió a salir a la terraza, donde recuperó las gafas de sol antes de inclinarse por encima del antepecho de piedra y argamasa pintada de blanco.
Se quedó abstraída contemplando los barcos que surcaban el mar.
Se estiró como un gato al sol. Aquel era el momento idóneo para hacer provisión de recuerdos.
Se preguntó dónde estaría Martin y qué estaría haciendo en ese momento. Le caía bien, y aunque él no le hacía caso, a su manera velaba por su persona. En cuanto volviera, se informaría de sus actividades. Después su pensamiento volvió a derivar. ¿Dónde estaría Hirtmann? ¿Qué debía de estar haciendo en ese momento? En lo más profundo de sí, se despertaron la impaciencia y el instinto de caza. Una voz le decía que el suizo había vuelto a las andadas, que nunca iba a parar. De improviso se dio cuenta de que tenía prisa por que se acabaran las vacaciones. Tenía prisa por volver a Francia… y por reemprender la caza…
★ ★ ★
Servaz pasó el resto del domingo ordenando un poco la casa, escuchando Mahler y reflexionando. Hacia las cinco de la tarde, sonó el teléfono. Era Espérandieu, que estaba de guardia. Sartet, el juez de instrucción, había ordenado el ingreso provisional en prisión de Hugo. La noticia ensombreció a Servaz. Temía que el muchacho quedara marcado por aquella experiencia. Iba a pasar al otro lado del espejo, entrever lo que se ocultaba detrás del hermoso escaparate de nuestras sociedades democráticas. De todos modos, quiso mantener la esperanza de que fuera lo bastante joven todavía para olvidar lo que viera.
Volvió a pensar en el cuaderno de Claire. Había algo extraño en la presencia de esa frase. Era a la vez demasiado evidente y demasiado sutil. ¿A quién iba destinada?
—¿Sigues ahí? —preguntó.
—Sí —confirmó su ayudante.
—Ingéniatelas para encontrar una muestra de la letra de Claire, y pide una comparación grafológica con la frase del cuaderno.
—¿La cita de Víctor Hugo?
—Sí.
Salió al balcón. El bochorno se mantenía y el cielo volvía a pesar, amenazador, como una sombría losa, sobre la ciudad. Oyendo el lejano y atenuado eco de los truenos, le pareció como si el tiempo estuviera suspendido. El aire estaba cargado de electricidad. Pensó en un predador anónimo que se desplazaba entre una multitud, en las víctimas de Hirtmann a las que nunca habían encontrado, en los asesinos de su madre, en las guerras y en las revoluciones, y en un mundo que agotaba todos sus recursos, incluidos los de la salvación y la redención.
★ ★ ★
—La última noche en Santorini —dijo Zuzka, levantado la copa del margarita.
Delante de su mesa, las blancas terrazas matizadas de azul por la noche se sucedían en vertiginosa pendiente hacia el borde del acantilado, presentando un auténtico desafío a las leyes del urbanismo y a los terremotos, como un Lego de balcones y de luces apiladas por encima del vacío. Abajo de todo, la bahía se hundía lentamente en la noche y el islote volcánico del centro no era ya más que una negra sombra. Todavía anclado enfrente, el buque relucía como un árbol de Navidad.
Una brisa salada llegada de alta mar agitó los negros cabellos de Zuzka, que se volvió para mirar a Ziegler. Bajo la luz de las velas, sus iris eran de un pálido azul rodeados de una circunferencia más oscura, tirando a violeta. Llevaba una camiseta de tirantes azul, con lentejuelas en el escote, un pantalón corto vaquero, un cinturón de cuero y un montón de colgantes en la muñeca derecha. Irène no se cansaba de mirarla.
—
Cheers to the world
—anunció, levantando la copa.
Después se inclinó por encima de la mesa y dio un morreo a la gendarme, suscitando una viva curiosidad en sus vecinos. Su lengua sabía a tequila, naranja y limón en la boca de Irène. Ocho segundos duró el beso y, al final, hubo algunos aplausos.
—Te quiero —declaró Zuzka en voz alta, sin hacerles caso.
—Yo también —respondió Irène, con las mejillas encendidas.
Nunca había sido muy efusiva. Aunque tenía una moto Suzuki GSR600, un diploma de piloto de helicóptero y una pistola y le gustaba la velocidad, el submarinismo y los deportes mecánicos, al lado de Zuzka tenía la impresión de ser una persona tímida y torpe.
—No te dejes comer el tarro por esos machistas gilipollas, ¿de acuerdo?
—Puedes estar segura.
—Y quiero que me llames todas las noches.
—Zuzik…
—Prométemelo.
—Prometido.
—Al menor signo de…
depresia
, me presento allí —anunció, con tono conminatorio, la eslovaca.
—Zuzik, tengo una vivienda que va con el trabajo… en un edificio lleno de gendarmes.
—¿Y qué?
—Pues que ellos no están acostumbrados a este tipo de cosas.
—Me pondré bigotes postizos, si es eso lo que te preocupa. No nos vamos a pasar la vida escondiéndonos. Tendrías que cambiar de oficio, ¿sabes?
—Ya hemos hablado de eso… A mí me gusta este trabajo.
Debajo de su terraza, las calles se iban llenando de una compacta multitud de turistas y noctámbulos.
—Es posible, pero a él no le gustas tú. ¿Y si vamos a dar una vuelta por la playa, para aprovechar nuestra última noche en Grecia?
Ziegler asintió con la cabeza, abstraída en sus pensamientos. El fin de las vacaciones suponía el regreso al punto de partida, a sus funciones de gendarme en la región del sudoeste. ¿Era tan seguro que le gustaba su trabajo? Muchas cosas habían cambiado desde aquel invierno de 2008. De improviso, evocó la escena ocurrida dieciocho meses atrás, allá arriba en la montaña, y revivió el momento en que al verse arrollada por la avalancha lanzó una desesperada mirada hacia Martin justo antes de que desapareciera de su vista. Se acordó por centésima vez de aquel hospital psiquiátrico perdido en la nieve, de sus largos pasillos y sus cerrojos electrónicos, del hombre enigmático, pálido y sonriente que había permanecido encerrado allí… y de la música de Mahler.
★ ★ ★
La luna llena brillaba sobre el mar Egeo, dibujando un triángulo plateado en la superficie del agua. Iban cogidas de la mano, sosteniendo las sandalias con la que quedaba libre, mientras caminaban descalzas en el límite de las olas. La brisa marina soplaba con más fuerza allí, acariciándoles la cara. De vez en cuando, llegaban hasta sus oídos retazos de música provenientes de las tabernas que bordeaban la inmensa playa de Perisa. Después el viento cambiaba y el rugido del mar volvía a predominar.
—¿Por qué no lo has dicho antes, cuando yo he dicho que deberías cambiar de oficio? —preguntó Zuzka.
—¿El qué?
—Que yo también debería cambiar de trabajo.
—Eres libre de hacer lo que quieras, Zuzka.
—A ti no te gusta lo que yo hago.
—Fue gracias a tu trabajo que nos conocimos.
—Y es precisamente eso lo que te da miedo.
—¿Cómo dices?
—Sabes muy bien a qué me refiero… ¿Te acuerdas de esa noche en que yo hacía striptease y llegasteis tú y ese otro gendarme? ¿Crees que he olvidado tu mirada? Aunque procurabas disimularlo, no podías despegar la vista de mi cuerpo, y sabes perfectamente que ese es el efecto que causo en los otros clientes.
—¿Y si cambiáramos de tema?
—Desde que estamos juntas, solo has vuelto a poner los pies en el Pink Banana una vez, esa noche de diciembre en que te dejé esa nota para decirte que te dejaba —prosiguió, haciendo oídos sordos, la eslovaca.
—Por favor, Zuzka…
—No he acabado. ¿Y sabes por qué? Tienes miedo de encontrar tu mirada en otros clientes. Tienes miedo de que me fije en una, tal como me fijé en ti. Pues en eso te equivocas. Ya te encontré a ti, Irène. Nos encontramos la una a la otra y nadie puede interponerse entre nosotras. No tienes nada que temer. Para mí solo existes tú. Lo único que pueda interponerse entre ambas es tu trabajo.
Ziegler guardó silencio. Con la vista fija en el triángulo de plata posado sobre el mar, se acordó de la primera vez que vio desvestirse a Zuzka en el escenario del Pink Banana, de la increíble flexibilidad de su columna vertebral y del dominio con que transformaba su cuerpo en un instrumento a su servicio.
—Eres demasiado sensible para ese trabajo —declaró Zuzka, sin dejar de caminar—. No quiero volver a vivir lo que he pasado estos meses en los que ha influido en tu vida privada, en los que he soportado malos humores, silencios y miedos. Porque si no consigues separar tu vida privada de tu jodido trabajo, si no consigues desconectar cuando estamos juntas, no es de una tortillera que haya venido a mirarme de lo que tienes que tener miedo, sino de ti misma. Tú eres la única persona que nos puede separar, Irène.
—En ese caso, no tienes por qué preocuparte. Donde voy a estar, solo tendré que ocuparme de algunos robos de bolsos y de peleas de borrachos —aseguró con cierto hastío en la voz.
Zuzka la cogió por la mano para hacer que se detuviera.
—Voy a ser sincera contigo. Para mí, es una excelente noticia.
Ziegler no respondió. La eslovaca la atrajo hacia sí, la besó y la estrechó entre sus brazos. Irène tomó conciencia del olor de su piel y su cabello, de su tenue perfume, de la brisa que giraba en torno a ellas, como si el dios del viento quisiera unirlas, y sintió que el deseo volvía a aflorar en ella. Jamás había experimentado aquello antes de conocer a Zuzka, no con aquella intensidad.
—
Hey, girls, this is not Lesbos island
!
[1]
Unas groseras carcajadas corearon el comentario. Se separaron y se volvieron hacia el reducido grupo que acababa de surgir de la penumbra. Eran tres jóvenes británicos, borrachos… la plaga de muchas playas del Mediterráneo.
—
Look at those fucking dykes
!
[2]
—Hola, chicas —dijo el más bajo, adelantándose un paso.
Ellas guardaron silencio. Ziegler dio un vistazo a su alrededor y comprobó que no había nadie más en la playa.
—Bonito claro de luna, ¿eh, chicas? Superromántico. ¿No os aburrís un poco las dos solas? —espetó, volviéndose hacia sus compañeros.
Los otros dos estallaron en risas.
—Largo de aquí, capullo —replicó con frialdad Zuzka en perfecto inglés.
Ziegler posó con sobresalto la mano en el brazo de su compañera.
—¿Habéis oído eso, chicos? ¡Parece que no son de las que se dejan! Eso está bien. Tomad, ¿queréis un trago?
El pelirrojo cogió la botella de cerveza que llevaba su vecino y se la tendió a Irène en la penumbra.
—No, gracias —respondió esta en inglés.
—Como quieras.
El tono era demasiado conciliador. La gendarme sintió cómo se tensaban todos los músculos de su cuerpo mientras vigilaba, de reojo, a los otros dos.