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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (16 page)

Servaz era capaz de asociar a esa cara una voz. La suya era una voz profunda, agradable, pausada, una voz de actor, de tribuno, la de un hombre acostumbrado a ejercer la autoridad y a expresarse en las salas de audiencias.

También podía asociarle los rostros más o menos difuminados de cuarenta mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, desaparecidas a lo largo de veinticinco años, unas mujeres de quienes jamás se volvió a encontrar rastro pero cuyos nombres constaban, acompañados de multitud de detalles, en los cuadernos del antiguo fiscal. En algún lugar existía un colectivo de padres de víctimas que reclamaba a voces que se obligara a hablar a Hirtmann. Para ello se proponían métodos como el suero de la verdad, la hipnosis, la tortura. Los exaltados habituales de la Red planteaban mil y una soluciones, como enviarlo a Guantánamo o enterrarlo al sol, con la cabeza untada de miel, delante de una colonia de hormigas rojas.

Servaz sabía que Hirtmann no hablaría nunca. Libre o encarcelado, detentaba más poder sobre aquellas familias del que llegaría a poseer nunca ningún maléfico dios. Él sería para siempre su verdugo, su pesadilla. Ese era el papel predilecto del suizo, a quien caracterizaba, como todos los grandes perversos psicópatas, una total ausencia de remordimientos y de culpabilidad. Tal vez habría acabado cediendo si lo hubieran sometido al
waterboarding
, la picana o la clase de torturas que habían infligido los japoneses a los chinos en 1937, pero eran muy escasas las posibilidades de que se desmontara en un interrogatorio policial o una entrevista psiquiátrica… eso suponiendo que llegaran a detenerlo, cosa que Servaz dudaba mucho.

ARE YOU READY? / ¿ESTÁ LISTO?

Servaz dio un respingo.

La frase acababa de aparecer en su pantalla.

Por un instante, creyó que Hirtmann había logrado entrar de un modo u otro en su ordenador.

Luego comprendió que acababa de apretar sin querer en el recuadro de la dirección de una de las numerosas páginas presentes en la lista. La frase desapareció enseguida y entonces vio en la pantalla la imagen de una densa multitud y de un escenario de concierto bañado en la luz de los focos. Un cantante se acercó al micro, con los ojos ocultos tras unas gafas oscuras pese a que era de noche, y arengó al público, que se puso a gritar el nombre del asesino. Incrédulo, con el pulso acelerado, Servaz se apresuró a salir de allí.

Los tres enlaces siguientes eran simplemente sitios de información incluidos en las listas. Había otros dos dedicados a los asesinos en serie. A continuación venían catorce foros en los que se hacía algún tipo de alusión al nombre del suizo y que Servaz renunció a visitar. La propuesta siguiente, en cambio, atrajo de inmediato su atención:

El valle de los ahorcados
de gira por los Pirineos.

Al hacer clic en el ratón, se dio cuenta de que le temblaba la mano. Cuando acabó de leer, alejó el sillón del ordenador, cerró los ojos y respiró hondo.

Lo único que había comprendido era que el invierno próximo iban a filmar una película, inspirada en la investigación que él había llevado a cabo en los Pirineos y sobre todo en la fuga del suizo del Instituto Wargnier. Aunque habían cambiado los nombres, el argumento de la película no dejaba margen de duda. Se barajaba la participación de dos actores de renombre para interpretar al
serial killer
y al «comisario» (sic). En eso consistía ahora la sociedad de consumo, se dijo asqueado, en una pura exhibición mercantilista acompañada de voyeurismo. De forma inevitable, se acordó de la frase de Debord: «Toda la vida de las sociedades en las que reinan las modernas condiciones de producción se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos». Aquella clarividente previsión había sido formulada hacía ya cuarenta años…

A su enojo, se añadió el miedo. Toda aquella agitación… y, mientras tanto, se ignoraba el paradero del suizo. ¿Qué debía de estar tramando? Julian Alois Hirtmann podía encontrarse tanto en Camberra, en Kamchatka o en Punta Arenas como en un cibercafé de la esquina. Servaz evocó la fuga de Yvan Colonna. Los medios de comunicación, la policía, los servicios de lucha antiterrorista lo creían en América del Sur, en Australia o en cualquier lugar remoto, cuando en realidad el corso estaba escondido en un corral a solo una treintena de kilómetros del lugar donde se había cometido el crimen por el cual lo perseguían.

¿Era realmente posible que Hirtmann estuviera en Toulouse?

Contando el área urbana, la ciudad tenía un millón de habitantes. En aquella población multiforme se cruzaban una multitud de destinos, de dramas individuales y de pulsiones colectivas. En su dédalo de calles, plazas, carreteras, periféricos, intercambiadores y enlaces, convivían individuos de decenas de nacionalidades distintas… franceses, ingleses, alemanes, españoles, italianos, argelinos, libaneses, turcos, kurdos, chinos, brasileños, afganos, malienses, kenianos, tunecinos, ruandeses, armenios…

¿Dónde era más fácil ocultar un árbol? En un bosque…

★ ★ ★

Encontró su número en el listín. Aunque no había tomado medidas para no aparecer en él, tampoco había llegado a hacer constar su nombre: M. Bokhanowsky. Dudó un momento antes de marcarlo. Ella respondió al segundo casi enseguida.

—¿Diga?

—Soy Martin —dijo. Titubeó medio segundo—. ¿Podríamos vernos? Querría hacerte unas preguntas… en relación con Hugo.

Marianne permaneció callada un instante.

—Quiero que me digas ahora mismo la verdad. ¿Tú crees que fue él? ¿Crees que mi hijo es culpable?

La voz vibraba, igual de tensa y frágil que el hilo de seda de una telaraña.

—No por teléfono —repuso Servaz—. Aunque si quieres saberlo, cada vez tengo más dudas sobre su culpabilidad. Ya sé lo difícil que es para ti, pero tenemos que hablar. Podría estar en Marsac dentro de hora y media más o menos. ¿Te va bien, o prefieres que lo dejemos para mañana? —Aguardó, adivinando que ella lo estaba sopesando—. ¿Marianne? —dijo, al ver que no respondía.

—Perdona, estaba pensando… En ese caso, ¿por qué no te quedas a cenar? Iré a comprar algo.

—Voy a serte franco, Marianne. No sé si, en mi calidad de investigador…

—No pasa nada, Martin. Tampoco estás obligado a pregonarlo por ahí. Y así podrás hacerme al mismo tiempo las preguntas. Después de un par de copas de vino estoy mucho más locuaz.

La tentativa de aligerar la tensión cayó en saco roto.

—Ya sé —dijo.

Al instante lamentó haberlo admitido. No quería evocar el pasado y menos aún que ella imaginara que tenía otras motivaciones más allá del ámbito profesional, sobre todo en ese momento.

Después de darle las gracias, colgó y miró la dirección escrita en la guía: número 5, Domaine du Lac. No había olvidado la geografía de la localidad. Marianne vivía en la parte oeste de Marsac, el barrio donde estaban construidas las casas más lujosas, en la orilla norte de un pequeño lago. Tenían nombres como Belvedere, la Abundancia o Villa Antígona y estaban en su mayoría rodeadas de vastas extensiones de césped que se prolongaban en suave pendiente hasta un embarcadero junto al que flotaba un balandro o una barca con motor fueraborda. En verano, los hijos de los ricos habitantes del lago aprendían a hacer esquí náutico o vela. Sus padres trabajaban en Toulouse, en puestos importantes del sector de la aeronáutica, la universidad o la electrónica. Casualmente, los otros habitantes de Marsac habían bautizado esa zona como «la pequeña Suiza».

Su móvil empezó a sonar. Se apresuró a sacarlo del bolsillo y a abrirlo. Era su hija Margot.

—¿A qué viene esa pregunta? —dijo—. ¿Por qué necesitas saber eso?

—No tengo tiempo de explicártelo. ¿Fuma o no?

—No. Nunca lo he visto fumar.

—Gracias.

Le quedaban unas horas libres, que podía aprovechar para dormir un poco. Después se dijo que seguramente no lo iba a conseguir. Volvió a pensar en Hirtmann. No podía quitárselo de la cabeza.

15
ORILLA NORTE

Eran las ocho y tres minutos cuando llegó al borde del lago, en el punto donde el restaurante-café-concierto Le Zik hundía sus pilotes en las verdes aguas. Servaz rodeó la orilla este en dirección al norte. El lago de Marsac tenía la forma de un hueso o de una galleta para perro de siete kilómetros de largo, dispuesto en sentido este-oeste, y estaba rodeado en gran parte de densos bosques. La única zona urbanizada era la del lado este, aunque «urbanizada» era mucho decir, ya que cada mansión disponía de tres a cinco mil metros cuadrados de terreno a su alrededor.

La dirección correspondía a la última casa de la orilla norte, situada justo antes del bosque y de la parte central, en la que el lago se estrangulaba para después volver a ensancharse un poco más allá. La construcción debía de tener por lo menos cien años, con sus aguilones, sus balcones, sus chimeneas y su viña virgen. Era una casa demasiado grande y difícil de mantener para una madre y su hijo, pensó Servaz. Accedió a la avenida de grava por la puerta abierta entre altos abetos y llegó hasta las escaleras, pero cuando las hubo subido, oyó que Marianne lo llamaba desde el otro lado y atravesó la sucesión de habitaciones hasta la terraza.

La lluvia seguía barriendo el lago. Los martines pescadores planeaban sobre la erizada superficie antes de abatirse violentamente sobre ella para luego remontar con igual rapidez, con la cena en el pico, formando un arco de agua. A la izquierda, más allá de las otras fincas, se divisaban los tejados de Marsac y su campanario, difuminados por la neblina. Al frente, en la otra orilla, había unos sombríos bosques y lo que la gente de allí llamaba, de manera un tanto pomposa, «la Montaña», un macizo rocoso que culminaba a varias decenas de metros por encima de la superficie del lago.

Marianne estaba poniendo los cubiertos. Se detuvo un instante para mirarla desde la zona de sombra. Llevaba un vestido tipo túnica caqui abotonado por delante con dos bolsillos en el pecho y un fino cinturón trenzado que le confería un aire casi militar. Servaz reparó a su pesar en sus piernas desnudas y bronceadas y en la ausencia de joyas en torno a su cuello. Solamente llevaba un somero toque de pintalabios. Se había desabotonado un botón a causa del calor.

—Qué tiempo —comentó—. Pero no nos vamos a dejar abatir, ¿verdad?

Hablaba sin convicción, con una voz tan hueca como una lata. Cuando lo besó en la mejilla, él aspiró de manera inconsciente su perfume.

—He traído esto.

Ella cogió la botella y, tras observar un instante la etiqueta, la dejó en la mesa. Después volvió a reanudar su labor.

—El sacacorchos está allí —añadió al cabo de un momento, cuando él se había quedado inmóvil, con los brazos colgando.

Luego desapareció en el interior y él se planteó si no había cometido un error al aceptar aquella cena. Sabía que no debería estar allí, que aquel abogado de mirada intensa lo utilizaría si llegaban a declarar culpable a Hugo. Por otra parte, sentía que la investigación acaparaba su pensamiento y que le resultaría difícil hablar de otra cosa. Habría debido interrogar a Marianne de acuerdo con el procedimiento, pero no había podido resistirse a la invitación. Después de tantos años… Se preguntó si Marianne era consciente de lo que hacía al invitarlo. De repente, sin saber por qué, se puso en guardia.

★ ★ ★

—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

—¿Por qué no volviste nunca?

—No sé.

—Ni la más mínima carta, ni el más mínimo
e-mail
, ni un SMS, ni una llamada… en veinte años.

—Hace veinte años no había SMS.

—Esa no es la respuesta correcta, señor policía.

—Lo siento.

—Tampoco es una respuesta.

—Es que no hay respuesta.

—Por supuesto que la hay.

—No sé… Fue… hace mucho…

—Una mentira piadosa, pero mentira al fin y al cabo.

Siguió una tregua de silencio.

—No me lo preguntes —pidió él.

—¿Por qué no? Yo te escribí varias cartas. Nunca me respondiste.

Lo sondeó con su mirada de cambiantes tonos verdes que brillaban en la sombra de su cara, igual que antaño.

—Fue por lo que pasó con Francis ¿no?

Él optó por callar.

—Respóndeme.

La miró mudo.

—Era eso, pues… ¡Por Dios santo, Martin! ¿Todos esos años de silencio fueron a causa de lo que pasó con Francis?

—Es posible.

—¿No estás seguro?

—Sí. Estoy seguro. Por Dios, ¿qué más da ahora?

—Quisiste castigarnos.

—No, quise pasar página. Olvidar. Y lo conseguí.

—¿Ah, sí? ¿Y esa estudiante a la que conociste después de mí? ¿Cómo se llamaba?

—Alexandra. Me casé con ella, y después nos divorciamos.

Era extraño que una vida pudiera resumirse en unas cuantas frases. Extraño y deprimente.

—Y ahora, ¿estás con alguien?

—No.

—Ah, entonces a eso se debe esa pinta de oso descuidado —comentó ella tratando de bromear. Tras un minuto de silencio—: Pareces un solterón, Martin Servaz.

Había efectuado el comentario con aire falsamente distendido, y él le agradeció que se esforzara por relajar la tensión. La penumbra de la noche los aureolaba, sumada a la ínfima distorsión de los sentidos provocada por el vino.

—Tengo miedo, Martin —dijo ella de pronto—. Estoy aterrorizada, muerta de espanto… Háblame de mi hijo. ¿Lo vais a inculpar?

La voz se le había quebrado casi al final. Servaz advirtió su expresión atormentada y el miedo patente en sus ojos. Comprendiendo que aquella era la única cuestión que realmente le importaba desde el principio, marcó una pausa para elegir las palabras.

—En este momento, si presentáramos el caso al juez, habría muchas posibilidades de que así fuera.

—Pero tú me has dicho por teléfono que tenías dudas…

Dijo aquello con el tono de una súplica casi desesperada.

—Escucha. Aún es demasiado pronto. No puedo hablar de eso. Pero necesito ciertos datos. Y tiempo también… Hay un par de cosas… No quiero hacerte concebir falsas esperanzas.

—Te escucho.

—¿Hugo fuma?

—Lo dejó hace varios meses. ¿A qué viene esa pregunta?

—Tú conocías a Claire Diemar —prosiguió, aunque aquella vez no se trataba de una pregunta.

—Éramos amigas. Bueno, amigas pero no íntimas. Conocidas más bien. Ella vivía sola en Marsac y yo también. Éramos esa clase de amigas.

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