El círculo (19 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

—¿Y tú quieres que nosotros nos pongamos a indagarlo? ¿Por qué?

—Piensa un poco. Aparte de esos cuatro: ¿quiénes son los alumnos más brillantes de este instituto?

Margot sacudió la cabeza con incredulidad.

—Y suponiendo que yo estuviera de acuerdo, ¿qué haríamos?

—Si uno de ellos tiene algo que ver con lo que pasó, va a desconfiar de tu padre, de la pasma, de los profes… de todo el mundo menos de los otros alumnos —respondió Elias con una sonrisa de oreja a oreja—. En eso radica nuestra fuerza. Nos turnaremos para vigilarlos y ya veremos qué pasa. El responsable se delatará por fuerza en un momento u otro.

—No me había dado cuenta de tu grado extremo de chaladura.

—A ver, piensa, Margot. ¿No te parece extraño que un tipo como Hugo se haya dejado coger tan fácilmente?

—Y en primer lugar, ¿para qué iba a ayudarte yo?

—Porque sé que a ti te gusta —respondió en voz baja, mirándose los pies—. Y porque ningún inocente merece dormir en la cárcel —añadió con una gravedad inhabitual en él.

Había dado en el clavo… Margot observó con inquietud el laberinto que los rodeaba. Un relámpago rasgó la noche por encima de los sombríos setos. Un pensamiento surgió en su cerebro, igual de pálido y cegador que un rayo.

—¿Eres consciente de lo que eso implica? —planteó con la voz alterada.

Él la miró con aire interrogativo.

—Si no fue Hugo, entonces es que hay algún enfermo suelto.

Domingo
17
UBIK CAFÉ

—Cafeína —dijo Servaz.

—Cafeína —dijo Pujol.

—Cafeína —dijo Espérandieu.

—Pues yo tomaré… un té —anunció Samira Cheung antes de salir de la sala de reuniones para servirse en la máquina de bebidas calientes situada cerca de los ascensores, mientras Vincent se levantaba para poner en marcha la cafetera.

Eran las nueve de la mañana del domingo 13 de junio. Servaz observó discretamente a sus ayudantes. Aquella mañana Espérandieu llevaba una camiseta bastante ceñida, que realzaba con moderación sus pectorales y deltoides, y un vaquero lleno de bolsillos con remiendos. A Servaz le había costado acostumbrarse a los atuendos de su ayudante al principio (aún no estaba seguro de haberlo hecho). Luego había llegado Samira Cheung y la vestimenta de Vincent le había parecido de repente casi… razonable. Ese día, no obstante, se había moderado bastante: se había puesto un chaleco de lentejuelas encima de una camiseta que pregonaba Do not disturb, I'm playing videogames, una minifalda de tela vaquera con un cinturón de hebilla grande y un par de botas camperas marrones. A Servaz, de todas maneras, le interesaba menos el aspecto de sus investigadores que lo que tenían en la cabeza y, desde la llegada de Vincent y Samira, su grupo presentaba el mejor promedio de elucidación de casos de la brigada de investigación, en un momento en que, detrás de la fachada oficial que se vanagloriaba de su calidad de vida, su patrimonio y su dinamismo, la Ciudad Rosa presentaba unos índices de delincuencia superiores a la media.

Servaz solía decir que bastaba con soltar una viejecilla con un bolso por sus calles a medianoche para ver llegar a la mitad de las motos de la ciudad para quitárselo, y que hasta era probable que los ladrones se mataran entre sí para hacerse con él. Tampoco había que esperar a que se hiciera de noche, además. Toulouse era una ciudad por cuyas venas circulaba, con un continuo flujo, el veneno de la delincuencia. La policía debía afrontar un torbellino de delitos, agresiones, robos y tráficos que no cesaba de aumentar. Como en otros sectores económicos, el credo de la delincuencia era el crecimiento y la satisfacción de los accionistas. Las curvas estadísticas no solo tenían tanta importancia para los truhanes como para los ediles, sino que, dado el contexto de crisis, las suyas eran mejores que las de la competencia del sector legal.

Para atajar aquella delincuencia, el ayuntamiento había tenido una brillante idea que por sí sola proclamaba su ceguera en materia de criminalidad: había creado una Oficina de la Tranquilidad. ¿Y por qué no una oficina de la libertad sexual para luchar contra las violaciones, ya puestos? ¿O una oficina de la vida sana para combatir el tráfico de droga? La podrían haber abierto no lejos de allí, en una plaza en la que los policías y aduaneros efectuaban redadas periódicas que solo servían para dispersar a los traficantes y revendedores de tabaco de contrabando durante unas cuantas horas. Después volvían, exactamente al mismo lugar… como hormigas que han huido un momento a consecuencia de un puntapié.

«La ley natural —pensó Servaz levantándose—. La supervivencia del más fuerte. Adaptación. Darwinismo social». Se alejó por el pasillo. En los baños de hombres, se acercó a la hilera de lavabos. Ojeras, párpados enrojecidos, cara de muerto: el espejo le devolvía la imagen de una máscara de sudor y cansancio. Se mojó la cara con agua fría. Después del
e-mail
había dormido muy poco y toda la cafeína que corría ya por sus venas le producía náuseas. Había parado de llover. El sol entraba por los tragaluces encima de los urinarios provocando un baile de polvo en suspensión. Detectando el olor a producto de limpieza industrial que flotaba en el recalentado aire, Servaz se preguntó si también pasaban a limpiar el domingo. El vasto espacio vacío que quedaba tras de sí le causaba malestar. Era un síntoma de miedo. Reconocía muy bien su caricia eléctrica en la nuca.

Al volver a la sala, comprobó que Samira y Vincent ya habían abierto los ordenadores portátiles, la primera con los cascos colgados del cuello. Servaz efectuó furtivas cabalas sobre la edad a partir de la cual empezaría a tener problemas auditivos cuando advirtió que hasta Pujol había adquirido un
smartphone
y suspiró mientras sacaba su bloc y su lápiz bien afilado.

A sus cuarenta y nueve años, Pujol era el veterano del grupo. Era un policía de la vieja escuela, un tipo duro, partidario de los métodos «contundentes». Era un individuo forzudo de físico imponente, con una espesa mata de pelo entrecano en la que hurgaba cuando discurría, cosa que no hacía lo bastante a menudo a juicio de Servaz. Su experiencia hacía de él un buen elemento, pero determinados aspectos de su personalidad no eran del agrado de Martin, como sus bromas racistas, su comportamiento rayano en lo ofensivo con los elementos femeninos recién salidos de la escuela de policía y su machismo y su homofobia soterrados. Ambas tendencias habían salido claramente a la luz con la llegada de Espérandieu y de Samira Cheung a la brigada. Junto con otros policías, Pujol había multiplicado las vejaciones y humillaciones contra los dos nuevos, hasta el día en que Servaz decidió ponerle freno. En aquella ocasión tuvo que recurrir a métodos que no eran de su agrado y se atrajo más de una enemistad, pero se ganó a cambio el eterno reconocimiento de sus dos jóvenes ayudantes.

El café se acabó de filtrar y Espérandieu se ocupó de servirlo. Los otros dos estaban absortos en la lectura de los
e-mails
.

—¿Le dice algo Theodor Adorno, jefe? —preguntó Samira.

—Theodor Adorno es un filósofo y musicólogo alemán, gran conocedor de la obra de Mahler —confirmó.

—El compositor preferido de Julian Hirtmann, pero también el tuyo —señaló Espérandieu.

—Son millones las personas que aprecian la música de Mahler —replicó a la defensiva.

—¿Cómo sabemos que no se trata de una broma? —planteó Samira con la taza en la mano—. Hemos recibido decenas de llamadas ficticias desde la fuga de Hirtmann y a la policía judicial han llegado un montón de
e-mails
igual de fantasiosos.

—Este llegó a su ordenador personal —precisó Espérandieu.

—¿A qué hora?

—Hacia las seis de la tarde —repuso Servaz.

—La hora de envío consta ahí —indicó Espérandieu, señalando con una mano la parte superior de la hoja mientras sostenía el café con la otra.

—¿Y eso qué demuestra? ¿Hirtmann tenía esta dirección? ¿Usted se la había dado, jefe? —preguntó Samira.

—Por supuesto que no.

—Entonces eso no demuestra nada.

—¿Han rastreado el origen? —preguntó Pujol, recostándose en la silla para estirarse y hacer chascar los dedos.

—La célula informática está en ello —informó Espérandieu.

—¿Cuánto van a tardar? —quiso saber Servaz.

—No sé. En primer lugar, es domingo… y han hecho venir expresamente a un técnico. En segundo, ha refunfuñado un poco y ha hecho notar que ya le habían dado trabajo con el disco duro de Claire Diemar. Ha querido que le precisaran cuál era la prioridad. En tercer lugar, ellos tienen una prioridad distinta, que pasa por encima del resto de obligaciones. La gendarmería y la seguridad pública están trabajando sobre una red de pedófilos cuyos miembros intercambian fotos y vídeos no solo en la región, sino también en el resto de Francia y de Europa. Eso supone que hay que verificar cientos de direcciones electrónicas.

—Y yo que creía que un asesino en serie a punto de reincidir también era una prioridad…

El comentario produjo un perceptible descenso de la temperatura en la habitación. Samira tomó un sorbo de té y, a juzgar por su expresión, lo encontró amargo.

—Sí lo es —dijo en voz baja—. Pero eso de los niños, desde luego, jefe…

Servaz notó que se ruborizaba.

—Vale, vale —contestó.

—Si se trata de Hirtmann —puntualizó Pujol.

—¿Qué quieres decir? —replicó.

—Estoy de acuerdo con Samira —declaró Pujol, para estupefacción de todos—. Ese
e-mail
no demuestra absolutamente nada. Seguro que hay por ahí muchas personas capaces de conseguir tu dirección electrónica. Todo el mundo sabe que eso de la confidencialidad en Internet es una farsa. Mi chaval tiene trece años y sabe diez veces más que yo sobre el asunto, hostia. Por lo que dicen, entre los
hackers
y los genios de la informática hay bastantes bromistas.

—¿Cuántas personas sabían qué pieza de música sonaba en la celda de Hirtmann el día en que yo entré con los demás, según vosotros?

—¿Estás completamente seguro de que ningún periodista se enteró de eso? ¿Que esa información no apareció en ninguna parte? En ese momento hurgaron mucho. La prensa habló con todos los protagonistas de ese suceso. Quizás alguno habló más de la cuenta. ¿Seguro que has leído todo lo que publicaron sobre el tema?

«Por supuesto que no», pensó con enojo. Se habían publicado montones de artículos. Además, había hecho todo lo posible para no leerlos, y Pujol lo sabía.

—Pujol tiene razón —apoyó Samira—. Seguro que es un gilipollas con un poco más de luces que los otros. Hirtmann nunca ha dado señales de vida desde su fuga. ¿Por qué lo haría ahora?

—Una buena pregunta. Y yo tengo otra: ¿qué ha estado haciendo mientras tanto?

Era Espérandieu el que había planteado aquel nuevo interrogante que los dejó fríos.

—¿Qué hace, en vuestra opinión, alguien como él una vez que ha recobrado la libertad? —dijo Servaz.

★ ★ ★

—De acuerdo, ¿cuántos creen que es él?

Servaz levantó la mano para dar ejemplo y vio que Espérandieu dudaba, pero que al final mantenía la suya bajada.

—¿Y cuántos piensan lo contrario?

Pujol y Samira, un poco incómoda, levantaron la mano.

—Yo no tengo una opinión —respondió Espérandieu, en reacción a las miradas de interrogación de los demás.

Servaz sintió que lo invadía la ira. Creían que era paranoico. ¿Y si así fuera? Bobadas. Los miró uno a uno y puso la mano en alto para reclamar silencio.

—En el equipo de música de Claire Diemar había un CD, un CD de Mahler —explicó—. Esta información, sobra decirlo, no debe salir de aquí y aún menos filtrarse a la prensa. —Vio que los tres lo observaban, sorprendidos—. Y he llamado a la célula de París.

Una vez que les hubo detallado la conversación, quedaron en silencio.

—Es posible que el CD sea una coincidencia —opinó, sin dar el brazo a torcer, Samira—. Y esa historia del motorista filmado en la autopista huele a falsa. Esos tipos de París tienen que justificar de algún modo la existencia de su unidad. Ocurre lo mismo que con los cazadores de ovnis. Si el día de mañana se demuestra que se trata tan solo de sondas meteorológicas, de drones y de prototipos militares, su existencia ya no tendrá razón de ser.

A Servaz le dieron ganas de estallar. Eran como esos investigadores que analizan los resultados de sus experimentos según lo que quieren descubrir. Como no les apetecía ver a Hirtmann mezclado en la investigación, no querían ni siquiera oír hablar del asunto. Se habían persuadido de antemano de que toda información relacionada con él tenía que ser fantasiosa o poco digna de crédito. En su descargo, había que reconocer que se habían visto inundados de mensajes y llamadas de personas que aseguraban haberlo visto aquí o allá, y que todos habían resultado falsos o imposibles de verificar. Parecía como si el suizo hubiera desaparecido de la faz de la tierra. Algunos habían planteado incluso la tesis de su suicidio, pero Servaz no creía en ella. Si hubiera querido, habría podido acabar fácilmente con su vida en el Instituto Wargnier. En su opinión, Hirtmann solo aspiraba a dos cosas: recobrar la libertad… y reanudar sus actividades.

—De todas maneras, voy a llamar a París y les transmitiré el
e-mail
—declaró.

Iba a añadir algo cuando una voz se elevó en la habitación de al lado.

—¡Ya está! ¡Ya lo tenemos!

Servaz levantó la nariz del bloc. Todos habían reconocido la voz de uno de los informáticos. Un joven alto y delgado, que parecía un cruce entre Bill Gates y Steve Jobs con sus gafas, su largo cuello y sus vaqueros, efectuó una triunfal entrada en la sala con un papel en la mano.

—¡Hay novedades! —anunció, agitándolo—. He localizado el origen del
e-mail
.

Servaz miró discretamente en torno a sí. Todos estaban pendientes del recién llegado, presas de un nerviosismo y excitación palpables.

—¿Sí?

—Lo enviaron desde aquí. Desde un cibercafé de Toulouse…

★ ★ ★

Servaz advirtió que la fachada del Ubik Café, de la calle Saint-Rome, estaba flanqueada por una sandwichería y una tienda de ropa femenina. Se acordó de que, cuando él era estudiante, había una librería allí, una cueva de Alí Baba donde se respiraba el olor a papel y a tinta, a polvo y al inagotable misterio de la palabra escrita. El único vestigio de ese tiempo eran las dos arcadas en las que se inscribía el escaparate del cibercafé y la fachada de ladrillo rosa. Servaz se fijó en los horarios del local: el local cerraba los lunes pero estaba abierto los domingos por la mañana.

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