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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (8 page)

—Una ciudad pequeña y tranquila. Supongo que aún hay los mismos pubs para estudiantes que en mi época. ¿Por qué elegiste Marsac y no Toulouse?

—Por Van Acker, el profesor de letras.

Aun después de tanto tiempo, el nombre de Van Acker provocaba en él una reacción semejante a un impulso eléctrico que estimulaba una zona del corazón inactiva desde hacía mucho. Pese a ello, había procurado adoptar un tono de voz distante.

—¿Tan bueno es?

—El mejor en quinientos kilómetros a la redonda.

Margot sabía lo que quería, no cabía duda. Recordó lo que le había dicho el amante casado de su hija, la única vez que lo vio, unos días antes de Navidad, en la plaza del Capitole: «Bajo su apariencia rebelde, Margot es una chica formidable, inteligente e independiente, y mucho más madura de lo que usted parece pensar». Fue una conversación desagradable, agria, llena de recriminaciones, pero le permitió comprender por fin que la conocía muy mal.

—Habrías podido hacer un esfuerzo con tu indumentaria.

—¿Por qué? A ellos lo que les interesa es mi cerebro, no mi ropa.

Una réplica muy propia de Margot, aunque no era seguro que ese argumento fuera a convencer al profesorado. Habían atravesado el extenso bosque de Marsac, con sus kilómetros de arbolado provistos de paseos para ir a caballo, senderos y aparcamientos. Después habían entrado en la ciudad por la larga recta bordeada de plátanos que Servaz había recorrido cientos de veces durante su juventud.

—¿No te molesta estar interna de lunes a sábado? —preguntó mientras circulaban por las callejuelas flanqueadas de bares y tiendas.

—No sé. —La joven miraba por la ventana—. No he pensado en eso. Supongo que voy a conocer gente interesante aquí, distinta de esos idiotas del instituto. ¿Cómo era en tu época?

La pregunta lo pilló desprevenido. En realidad, no tenía ganas de hablar de eso.

—Estaba bien —respondió.

En las calles había muchas bicicletas, montadas por estudiantes en general, aunque también se veían algunos profesores con carteras de cuero repletas de libros delante del manillar. Marsac albergaba varias facultades: de derecho, ciencias, ciencias humanas… Aquella ciudad parecía aquejada de una preponderancia juvenil. A excepción de en las vacaciones, la mitad de la población tenía menos de veinticinco años. Servaz y Margot salieron del casco urbano por el norte, donde se extendía una verde llanura, con un horizonte de tupidos bosques al fondo.

—Allí —anunció él.

A la derecha, un poco apartado de la carretera, al borde de una pradera, había un edificio alto y largo de aspecto muy antiguo, con tejados erizados de chimeneas, ventanas provistas de parteluces y una compleja arquitectura. En torno al venerable edificio se erguían varias construcciones bajas y modernas de cemento, dispuestas encima del campus a la manera de una incongruente composición de dominó. Invadido por los recuerdos, volvió a ver, detrás del edificio, las pensativas estatuas y los estanques de verdes aguas, los bosquecillos colonizados por el muérdago, las pistas de tenis que se recubrían de hojarasca en noviembre, la pista de atletismo, la arboleda por la que le gustaba ir a pasear, hasta llegar a una gran colina de suave falda en cuya cima se disfrutaba, por encima del relieve bajo, la magnífica panorámica de los Pirineos, coronados de blanco de otoño a primavera.

Una oleada de nostalgia le oprimió el corazón con su gélida tenaza.

Maquinalmente, sus dedos apretaron el volante. Durante mucho tiempo había soñado con tener otra oportunidad, hasta que por fin comprendió que no la habría. Él había dejado pasar la suya. Acabaría su vida de adulto tal como la había empezado: como policía. A fin de cuentas, sus sueños habrían demostrado tener tan poca consistencia como las nubes.

Por suerte, la sensación duró solo un instante.

Dejaron la carretera para tomar la avenida asfaltada. Esta discurría entre una valla pintada de blanco que los separaba de la pradera y del edificio principal, situada a la izquierda, y una hilera de viejos robles que se erguían al otro lado de la cuneta, a la derecha. Sin querer, pensó en la investigación que lo había ocupado durante el invierno de 2008-2009.

—Persigue tus sueños hasta el final —dijo de improviso, con voz estrangulada.

Margot volvió la cabeza, sorprendida, y él lamentó no poder disimular las lágrimas que le empañaban los ojos.

★ ★ ★

—Esta clase de
prépa
os va a ofrecer una formación de gran exigencia. Va dirigida a alumnos muy motivados con una gran capacidad de trabajo. Los dos años que vais a pasar aquí fomentarán una maduración y un aprendizaje fecundos, encuentros y experiencias sin precedentes. El saber que dispensamos no descuida el factor humano. A diferencia de otros centros, nosotros no estamos obsesionados con las estadísticas —había explicado con una sonrisa el director.

Servaz estaba, sin embargo, convencido de lo contrario. Por la ventana abierta detrás del orador, percibía la hiedra, el ruido de una máquina cortacéspedes y martillazos. Sabía que el despacho del director se encontraba en lo alto de una torre circular y que su ventana daba a la parte posterior del conjunto, porque conocía aquel lugar como la palma de su mano.

—No se aceptará que nadie repita el primer año, salvo en caso de accidente o de enfermedad graves justificados por un certificado médico y tras decisión del director del centro y del consejo de clase. La dificultad de las oposiciones de ingreso a las escuelas normales superiores hace, en cambio, que a menudo sea necesario repetir el segundo curso. Dicha posibilidad está al alcance de todos los estudiantes que hayan demostrado a lo largo de los dos años las cualidades requeridas.

Un rayo de sol había acariciado la carpeta marcada con el nombre de Margot cuando el director la abrió para sacar una hoja que se puso a examinar.

—Pasemos ahora a la cuestión de la elección de las opciones. Se trata de un asunto muy serio que no hay que tomarse a la ligera, jovencita. En realidad, aunque las opciones para la oposición no se eligen hasta el comienzo del segundo curso, vendrán condicionadas por las que vaya a elegir en primero. Le desaconsejo que multiplique las opciones con el objetivo de cubrirse, por así decirlo. La carga de trabajo es importante y un exceso de opciones sería perjudicial para su calidad.

»El primer año, tiene ya cinco horas de francés —prosiguió, contando con las yemas de los dedos—, cuatro horas de filosofía, cinco de historia, cuatro de lengua viva 1, tres de lenguas y culturas antiguas, dos de geografía, dos de lengua 2 y dos de educación física y…

—Ya he escogido las opciones —lo interrumpió Margot—. Módulos de especialidades latín y griego, nivel superior. Y teatro. De lengua viva 1, he elegido inglés. De lengua viva 2, alemán.

—Muy bien. —El bolígrafo del director arañaba el papel—. Estas opciones deberá mantenerlas durante el curso entero, ¿de acuerdo?

—Sí.

Luego se volvió hacia Servaz con una radiante sonrisa.

—He aquí una persona que sabe lo que quiere.

8
MÚSICA

Servaz regresó a la habitación. Eran las dos y media de la madrugada, y la fatiga y el miedo eran patentes en el rostro del muchacho. Servaz percibió de inmediato un cambio en el ambiente. Con la presión y el miedo acumulados, se acercaba la hora de las confesiones. Estas podían ser espontáneas, falsas, verídicas, fantasiosas, forzadas… «Confieso porque eso me alivia el peso de la culpabilidad, confieso porque estoy harto, porque estoy demasiado cansado, porque me siento impotente, porque tengo unas ganas irresistibles de ir a mear, confieso porque ese tipejo de allá no para de dirigirme su infecto aliento contra la cara, confieso porque me vuelve loco con sus gritos y porque me da miedo, confieso porque eso es lo que todos quieren, en el fondo, y porque al final me va a dar un ataque al corazón, un infarto de miocardio, una hipoglucemia, una insuficiencia renal, una crisis de epilepsia…». Encendió un cigarrillo y lo tendió a Hugo, pese al letrero fijado a la pared. El joven aspiró la primera calada con el agradecimiento del náufrago a quien ofrecen una cantimplora de agua dulce, dejando bajar el veneno por la tráquea y los pulmones. Servaz se percató de que aunque no se tragaba el humo, después parecía sentirse mucho mejor. Hugo lo observaba en silencio. Afuera la lluvia repiqueteaba con estrépito contra una hilera de cubos de basura.

Estaban solos, como sucede siempre cuando, en un grupo de interrogadores, parece que se produce una corriente de comunicación mejor entre uno de ellos y el detenido. Tanto daba que se tratara del superior o de un subordinado: lo importante era establecer el diálogo.

—¿Quieres otro café?

—No, gracias.

—¿Algo de beber? ¿Otro cigarro?

El joven rehusó con un gesto.

—Había dejado de fumar —dijo.

—¿Hace cuánto?

—Ocho meses.

—¿No te importa si continuamos?

—Creía que habíamos terminado —contestó, con expresión inquieta, el joven.

—No del todo. Me quedan por esclarecer algunos puntos —dijo Servaz, abriendo el cuaderno—. ¿Quieres que lo dejemos para más tarde?

—No, no. Está bien.

—Muy bien. Una hora o dos más y después podrás ir a dormir.

—¿Adonde? —preguntó, abriendo los ojos—. ¿A la cárcel?

—A una celda de detención por ahora. Pero vamos a tener que llevarte a Toulouse. La investigación queda a cargo de la policía judicial regional.

Percibió un asomo de desánimo en la mirada de Hugo.

—Querría llamar a mi madre…

—Nada nos obliga a hacerlo. Pero podrás llamarla en cuanto hayamos terminado, ¿de acuerdo?

El joven se recostó en la silla y colocando las manos detrás de la nuca, estiró las largas piernas.

—Trata de recordar si ha habido algo esta noche que te haya parecido raro.

—¿Como qué?

—No sé… lo que sea… Un detalle… Algo que te haya dejado una impresión de malestar, por ejemplo… Algo que estaba fuera de lugar… Todo lo que te venga a la cabeza.

—No, no sé.

—Haz un esfuerzo. ¡Es tu vida la que está en juego! Servaz había elevado la voz. Hugo lo miró, sorprendido. Afuera volvió a retumbar un trueno.

—La música…

Servaz lo escrutó.

—¿Cómo? ¿La música?

—Sé que suena idiota, pero usted me ha pedido que…

—Ya sé lo que te he pedido. ¿Sí? ¿Qué es eso de la música?

—Cuando he recobrado el conocimiento, en el equipo de música sonaba algo…

—¿Eso es todo? ¿Y qué tiene de extraño?

—Pues… —Hugo se tomó un momento para reflexionar—. Claire ponía a veces música cuando yo estaba allí, pero… nunca de esa clase…

—¿De qué clase era?

—Clásica.

Servaz lo observó. Clásica… Notó un escalofrío que le recorrió la columna.

—¿Ella no escuchaba normalmente música clásica?

Hugo confirmó con la cabeza.

—¿Estás seguro?

—No que yo sepa. Ponía jazz o rock, o incluso hip-hop, pero no recuerdo haber oído nunca música clásica en su casa antes de esta noche. Recuerdo que en ese momento, cuando me he despertado, enseguida me ha parecido… raro. Esa música siniestra que sonaba, la casa abierta y sin nadie que respondiera. No era para nada su estilo.

Servaz empezaba a sentir una sorda inquietud, algo vago y difuso que crecía en su interior.

—¿Nada más?

—No.

Música clásica… Se le había ocurrido una idea, pero la desechó porque se le antojó ridícula.

★ ★ ★

Cuando volvió a la casa de Claire Diemar, aún reinaba un gran ajetreo allí. La calle estaba abarrotada de furgones y vehículos y los medios de comunicación también habían entrado en danza, a pesar de la hora, con sus micros, sus cámaras y su agitación profesional. A juzgar por la presencia de una furgoneta coronada por una antena parabólica, los comentarios futbolísticos no iban a ser los únicos temas que ocuparían el telediario del día siguiente. Servaz estaba, sin embargo, convencido de que el asesinato de la profesora de lengua y cultura antiguas quedaría relegado mucho después del lamentable rendimiento de la selección nacional de fútbol.

Se levantó el cuello de la chaqueta, que a esas alturas ya tenía el apresto de una bayeta, y atravesó rápidamente el resbaladizo pavimento de adoquines escudándose con la mano para protegerse de los flashes.

En el interior, solo quedaba libre un estrecho corredor delimitado por los acordonamientos de la policía científica entre la puerta de entrada y las vidrieras del jardín. Servaz reparó en el equipo de música, pero los de la científica estaban trabajando por allí con sus pinceles y reveladores, de modo que resolvió examinar primero el jardín. Las muñecas habían desaparecido. Unos técnicos plantaban marcas numeradas en la hierba, entre los árboles, para señalar unos hipotéticos indicios. La caseta estaba iluminada. Servaz se acercó y encontró a los técnicos vestidos con monos blancos encorvados en su interior. Aparte reparó en un fregadero, unas tumbonas plegadas, varios salabres, juegos y bidones de productos de tratamiento para la piscina.

—¿Han encontrado algo?

Uno de ellos se volvió a mirarlo a través de sus gruesas gafas naranja y negó con la cabeza.

Servaz rodeó a continuación lentamente la piscina. Después atravesó el empapado césped en dirección a la densa muralla verde que componía en su extremidad el bosque. No había valla, pero la vegetación era tan densa que servía de barrera natural. Reparó, sin embargo, en dos estrechos boquetes que inspeccionó. El interior estaba oscuro como boca de lobo y la lluvia que se abatía con estrépito sobre la espesura no alcanzaba a penetrar allí. El primer pasadizo se prolongaba unos metros, pero no tenía salida. Probó en el segundo. Una falla casi imperceptible entre los troncos y los arbustos, en la que solo pudo entrar a base de contorsiones, se prolongaba con obstinación en las tinieblas como un filón de plata en la roca de cuarzo. Al amparo casi de la lluvia, la linterna de Servaz hendía el ramaje, que parecía quererlo retener. Sin que el túnel se ensanchara, se adentró una decena de metros sobre un lecho de hojas y leña seca que lo obligaba a mirar dónde ponía los pies, hasta que al final dio media vuelta con la intención de regresar de día. Estaba a punto de alcanzar la salida cuando, en medio de la oscuridad casi absoluta, vislumbró algo blanco en el suelo y encaró la linterna en esa dirección.

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