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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (12 page)

Oyendo el roce de sillas, Servaz se ocultó detrás de la esquina del edificio. No quería encontrarse con Margot entonces; ya iría a verla más tarde. La vio alejarse entre otros alumnos, hablando con dos chicas. Luego abandonó su escondite en el momento en que Van Acker bajaba los tres escalones de cemento abriendo el paraguas.

—Buenos días, Francis.

Van Acker tuvo una leve reacción de sorpresa. El paraguas giró sobre sí.

—Martin… Supongo que debería haber previsto tu visita después de lo ocurrido.

Los ojos azules mantenían la misma mirada penetrante. La nariz carnosa, la boca fina pero sensual, la barba cuidadosamente recortada… Francis Van Acker seguía igual que en su recuerdo, resplandeciente. Solo le habían aparecido algunas canas en el mentón y en el mechón de pelo castaño que le caía sobre la frente.

—¿Y qué debemos decirnos en un caso así? —ironizó—. ¿¡Cuántos años sin vernos!?


Fugit irreparabile tempus
—contestó Servaz.

—Siempre fuiste el mejor en latín —comentó Van Acker con una radiante sonrisa—. No te imaginas lo mucho que me exasperaba.

—Ese es tu punto débil, Francis. Siempre quisiste ser el mejor en todo.

Van Acker calló, endureciendo levemente la expresión. El nubarrón pasó enseguida, sin embargo, y la sonrisa provocadora de antes se volvió a instalar en su cara.

—Nunca volviste por aquí. ¿Por qué?

—¿A ti qué te parece?

Van Acker lo miraba fijamente. Pese al bochorno, llevaba la misma chaqueta de terciopelo de color azul oscuro que Servaz le había conocido siempre. Nunca lo había visto vestido de otra manera. En su época de estudiantes, aquello había suscitado multitud de comentarios jocosos: Francis Van Acker tenía un armario lleno de chaquetas azules idénticas y de camisas blancas de una famosa marca americana.

—Sí, los dos sabemos por qué, Edmundo Dantés —dijo.

Servaz sintió que se le secaba la garganta.

—Igual que el conde de Morcerf, yo te robé a tu Mercedes, con la diferencia de que yo no me casé con ella.

Durante una fracción de segundo, la ira se encendió en el vientre de Servaz. Después la ceniza de los años recubrió de nuevo la brasa.

—He oído decir que Claire murió de una manera espantosa.

—¿Qué es lo que se dice en Marsac?

—Ya conoces Marsac. Aquí todo se acaba sabiendo. Los gendarmes han estado bastante… locuaces. Después ha continuado la difusión de boca en boca. Que murió atada y ahogada en su bañera, eso cuentan. ¿Es verdad?

—Sin comentarios.

—¡Jesús! Era una chica estupenda, brillante, independiente, tenaz, apasionada. Sus métodos pedagógicos no eran del agrado de todo el mundo, pero a mí me parecían bastante… interesantes.

Servaz asintió con la cabeza. Habían empezado a caminar junto a los sucios cristales de los edificios de hormigón.

—Qué muerte más atroz… Hay que estar loco para matar a alguien de esta manera.

—O muy enfadado —rectificó Servaz.


Ira furor brevis est
. «La ira es una breve locura».

Para entonces bordeaban las solitarias pistas de tenis, cuyas redes colgaban desmayadas como las cuerdas de un ring bajo el peso de un boxeador invisible.

—¿Qué tal va Margot? —preguntó Servaz.

—La manzana nunca cae lejos del manzano —repuso Van Acker con una sonrisa—. Margot tiene un gran potencial. Le va bastante bien, aunque su rendimiento será aún mejor cuando comprenda que el anticonformismo sistemático no es más que otra forma de conformismo.

Servaz sonrió entonces por el comentario.

—Así que eres tú el que se encarga de este caso —dijo Van Acker—. Nunca comprendí por qué te metiste en la policía. —Levantó la mano para prevenir cualquier intento de réplica—. Ya sé que tuvo que ver con la muerte de tu padre y, remontándonos aún más, con lo que le ocurrió a tu madre, pero podrías haber sido otra cosa, por favor. Habrías podido ser un escritor, Martin. No uno de esos escritorzuelos, sino un auténtico escritor. Tenías alas, tenías el don. ¿Te acuerdas de ese texto de Salinger que siempre citábamos, uno de los más hermosos que se hayan escrito jamás sobre la escritura y la fraternidad?


Seymour, una introducción
—respondió Servaz, tratando de no dejarse embargar por la emoción.

—«Mi personaje principal —comenzó a recitar con voz lenta su acompañante, acompasando los pasos al ritmo de las palabras—, al menos durante los momentos en que podré obligarme a permanecer sentado y a mantener la calma, será mi difunto hermano mayor, Seymour Glass, que a la edad de treinta años, se suicidó en Florida durante las vacaciones junto con su mujer».

—«Para nosotros —lo relevó, tras un breve titubeo, Servaz— él encarnó diversos personajes reales. Fue nuestro unicornio a rayas azules, nuestra lupa de doble lente, nuestro genio asesor, nuestra conciencia portátil, nuestro sobrecargo y nuestro único verdadero poeta y, como no podía ser de otro modo, creo yo, también fue nuestro «místico» más notorio…».

Cayó en la cuenta de que, aunque llevaba años sin releer el texto, las palabras habían acudido sin esfuerzo. Las frases se mantenían intactas, grabadas a fuego en su memoria. En otro tiempo, aquella había sido su fórmula sagrada, su mantra, su contraseña.

Van Acker había parado de andar.

—Tú eras mi hermano mayor, mi Seymour —confió de improviso con sorprendente emoción en la voz— y, para mí, ese hermano mayor se suicidó en cierto modo el día en que ingresaste en la policía.

Servaz sintió un nuevo acceso de cólera. «¿Ah, sí? ¿Entonces por qué me la quitaste? —le dieron ganas de contestar—. A ella precisamente, con todas las que podías tener y con todas las que tuviste… ¿Y por qué la abandonaste después?».

★ ★ ★

Habían caminado hasta el linde del bosque de pinos, donde se ofrecía ante la vista, en los días despejados, el horizonte de los cuarenta kilómetros que mediaban hasta los Pirineos. Ese día, no obstante, las nubes y la lluvia cubrían las colinas de fumarolas y niebla. Era un sitio al que solían ir antaño, Van Acker, él y… Marianne… antes de que ella se erigiera como un obstáculo entre ambos, antes de que los separase el desgarro de los celos, la rabia y el odio. Quién sabía, quizá Van Acker seguía yendo allí, aunque Servaz dudaba mucho de que lo hiciese en recuerdo de los viejos tiempos.

—Háblame de Claire.

—¿Qué quieres saber?

—¿La conocías?

—¿Quieres decir personalmente o como colega?

—Personalmente.

—No. Poco. Marsac es una pequeña ciudad universitaria, parecida a la corte de Elsinor. Todo el mundo se conoce, se espía, se apuñala por la espalda, se critica… Todo el mundo se esfuerza por tener algo que decir de su vecino, por obtener informaciones, a ser posible jugosas y corrosivas. Todos estos universitarios han elevado el arte de la maledicencia y del cotilleo hasta los más altos niveles. A veces coincidíamos en fiestas y charlábamos sin más.

—¿Corrían rumores sobre ella?

—¿Crees que en nombre de nuestra antigua amistad te voy a contar todos los rumores y comadreos que circulan?

—O sea, que hay muchos.

El ruido de un coche que avanzaba por la pequeña y sinuosa carretera, al pie de la colina, quebró el silencio.

—Rumores, conjeturas, cotilleos… ¿En eso consiste la labor de vecindario? Aparte de ser una mujer no solo independiente y atractiva, Claire tenía unas ideas muy definidas sobre una multitud de cuestiones. Tenía tendencia a ser un poco demasiado… «militante», a veces durante las cenas y reuniones.

—¿Y aparte de eso? ¿Circulaban rumores sobre su vida personal? ¿Sabes algo en ese sentido?

Van Acker se inclinó para recoger una piña que arrojó a lo lejos, sobre la pendiente.

—¿Y tú qué crees? Una mujer guapa, soltera, inteligente… Los hombres giraban a su alrededor, desde luego. Y ella tampoco salía de un convento…

—¿Te acostaste con ella?

Van Acker le lanzó una mirada impenetrable.

—Vaya por Dios, Maigret, ¿es así como trabajáis en la policía? ¿Precipitándoos sobre las primeras pruebas que os caen en las manos? ¿No habrás olvidado la diferencia entre exégesis y hermenéutica? Te recuerdo que Hermes, el mensajero, es un dios engañador. La acumulación de pruebas, la búsqueda del sentido oculto, el descenso hasta las insondables estructuras de la intencionalidad, las parábolas de Kafka, la poesía de Celan, la cuestión de la interpretación y de la subjetividad en Ricoeur: todo eso era un fértil campo para ti, en otros tiempos.

—¿Había recibido alguna amenaza? ¿Te hacía confidencias? Como colega o amiga, ¿te había hablado de alguna relación complicada, de una ruptura, de algún tipo que la acosara?

—No, no me confiaba ese tipo de cosas. No éramos tan amigos como para eso.

—¿Nunca te habló de llamadas o de
e-mails
extraños?

—No.

—¿No hubo pintadas sospechosas que la concernieran dentro del instituto o en las proximidades?

—No que yo sepa.

—Y Hugo, ¿qué clase de alumno era?

En el rostro de Van Acker asomó una leve sonrisa.

—Diecisiete años, en
prépa
, y primero de la clase. ¿Entiendes lo que quiero decir? Y para postre, muy guapo. Tiene a casi todas las chicas rendidas. Hugo es el chico que sueñan ser los demás. —Calló un instante, mirando fijamente a Servaz—. Deberías ir a ver a Marianne…

Se produjo una especie de ínfimo desplazamiento de aire… o quizá se trató del efecto del viento en los pinos.

—Ya tenía pensado hacerlo, en el marco de la investigación —respondió con frialdad Servaz.

—No me refiero solo a eso.

Escuchó el murmullo de la lluvia contra la alfombra de agujas de pino. Al igual que su vecino, tendía la vista sobre el horizonte de colinas difuminadas de gris.

—Siempre has estado demasiado lejos de la ataraxia, Martin, con tu agudo sentido de la injusticia, tu rabia, tu maldito idealismo… Ve a verla. Pero no vuelvas a abrir las viejas heridas. —Marcó una breve pausa—. Todavía me odias, ¿verdad?

De improviso, Servaz se preguntó si era cierto, si odiaba a aquel hombre que había sido su mejor amigo. ¿Era posible odiar a alguien durante años, sin perdonar nunca? Sí, era posible, se respondió. Tomando conciencia de la presión con que se clavaba las uñas en las palmas de las manos, en el interior de los bolsillos, dio media vuelta. Se alejó pesadamente aplastando las piñas bajo sus pasos. Francis Van Acker no se movió.

★ ★ ★

Margot caminaba hacia él, entre el tropel de alumnos que abarrotaban los pasillos. Parecía agotada. Servaz percibió su cansancio en la manera en que inclinaba los hombros y cargaba los libros. Al verlo sonrió, sin embargo.

—¿Así que te han encargado a ti la investigación?

El comandante cerró la taquilla de Hugo, en la que solo había encontrado material de deporte y libros, y se esforzó por sonreírle a su vez. La besó en medio del gentío, bajo la presión de los empujones de los jóvenes que pasaban en torno a ellos, rozándose y llamándose a voces. No eran más que unos chiquillos, pensó. Pertenecían a un planeta bautizado con el apelativo de «juventud», un planeta tan lejano y peculiar como Marte, un planeta en el que no le gustaba pensar en las noches de soledad y de nostalgia porque le recordaba que la edad adulta es una maldición.

—¿A mí también me vas a interrogar como testigo? —dijo la joven.

—Ahora mismo no. A no ser que tengas que hacerme alguna confesión, claro está.

Le dirigió un guiño y vio que se relajaba. Luego ella miró el reloj.

—No tengo mucho tiempo. Tengo clase de historia dentro de cinco minutos. ¿Te vuelves a ir o te vas a quedar todo el día por aquí?

—Aún no lo sé. Si sigo aquí esta noche, quizá podríamos cenar juntos, ¿qué te parece?

—De acuerdo —aceptó con una mueca—. Pero tendrá que ser rápido, porque tengo que terminar una disertación para el lunes y tengo mucho trabajo.

—Sí, ya lo he oído. No ha estado mal tu intervención de esta mañana.

—¿Qué intervención?

—En la clase de Van Acker.

—¿De qué hablas?

—Estaba allí y lo he oído todo, por las ventanas.

Margot agachó la mirada.

—¿Te… te ha hablado de mí?

—¿Francis? Oh, sí. Todo han sido elogios. Yo que lo conozco, sé que es raro en él. Ha dicho, textualmente, que «la manzana nunca cae lejos del manzano».

Viendo cómo se ruborizaba de placer, tomó conciencia de que su hija era igual que él a esa misma edad, aquejada con la misma ansia desesperada de reconocimiento y aprobación. Y también como él, ocultaba aquella debilidad detrás de una actitud de rebeldía y una fachada de independencia.

—Me voy —dijo ella—. ¡Que te vaya bien la caza, Sherlock!

—¡Espera! ¿Tú conoces a Hugo?

Su hija se volvió con expresión endurecida.

—Sí. ¿Por qué?

—No, por nada. Él también me ha hablado de ti.

—¿Crees que es culpable, papá? —preguntó, acercándose.

—¿Y tú, qué crees tú?

—Hugo es una buena persona, eso es lo único que sé.

—Él ha dicho lo mismo de ti.

Advirtió que resistía la tentación de hacer más preguntas.

—¿Y Claire Diemar? ¿La tenías de profesora?

Margot asintió con la cabeza.

—¿Qué tal era?

—Sabía hacer interesantes las clases… Los estudiantes la apreciaban. ¿No podríamos hablar en otro momento? Voy a llegar tarde.

—Pero ¿cómo se la veía?

—Alegre, exuberante, entusiasta, muy guapa. Un poco loca, pero supersimpática.

Él asintió y ella giró sobre sí, pero su padre advirtió que de nuevo tenía la espalda y los hombros caídos.

Siguió por el pasillo hasta el vestíbulo. Mientras se abría paso entre la multitud, dedicó una ojeada a los paneles de corcho cubiertos de anuncios, de avisos, propuestas de trueque u ofertas de servicios, que tampoco diferían mucho de los de su época… aunque no estaba seguro de si todavía eran frecuentes los anuncios divertidos y poéticos que se podían encontrar antes. Cuando salía, el móvil vibró en su bolsillo. Miró el número de la pantalla: era Samira.

—¿Sí? —contestó.

—Es posible que hayamos encontrado algo.

—¿De qué va?

—Nos has recomendado que no nos centrásemos en el chico, ¿no?

Sintió que se le aceleraba el pulso.

—Desembucha de una vez.

—Pujol se ha acordado de un caso del que se había ocupado hace varios años, la agresión y violación de una joven en su casa. Ha localizado la identidad del agresor y ha recuperado el procedimiento de los archivos.

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