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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (15 page)

—No es él.

Servaz asintió. Recorrían los pasillos en dirección al vestíbulo principal. Tenía unas ganas terribles de fumar, pero los carteles pegados aquí y allá le recordaban que estaba prohibido.

—Ya sé —dijo—. Su coartada se sostiene y, de todas maneras, no veo cómo habría podido vaciar el buzón de correo de Claire Diemar en el instituto ni por qué motivo habría seguido y drogado a Hugo.

—Ese tipo no debería estar en la calle —afirmó Samira en el momento en que pasaban delante de la cafetería.

—No hay ninguna ley que permita meter en la cárcel a alguien por su «peligrosidad» —señaló él.

—Tarde o temprano volverá a las andadas.

—Ya purgó la pena.

Samira sacudió la cabeza mientras cruzaban el vestíbulo.

—La única terapia que funciona con esa clase de individuos es rebanarles los testículos —decretó.

Servaz observó a su ayudante. Aparentemente, no bromeaba. Vio con alivio la proximidad de las puertas y metió la mano en el bolsillo, pero todavía estaba prohibido fumar al otro lado. Le dio la impresión de que volvía a ser aquel adolescente que, con los pulmones inflamados, se decía que nunca llegaría a franquear los veinte últimos metros de la pista de atletismo.

Las puertas se abrieron por fin y el calor y la humedad se abatieron sobre ellos. Servaz se puso rígido. Sus pulmones reclamaban su dosis de nicotina, pero había algo más… ¿Qué? Desde hacía rato, desde que había leído el primer cartel de prohibición, su inconsciente estaba trabajando, pero no conseguía precisar nada.

—Si no es él, volvemos a estar como al principio —comentó Samira.

—¿Qué?

—Hugo…

Servaz se las arregló para consultar el reloj mientras sacaba un cigarrillo.

—Volvemos a la comisaría. Tú presiona a los del servicio de huellas tecnológicas. Quiero un resultado antes de que acabe el día. Si es Hugo, explícame: ¿por qué habría vaciado el ordenador de Claire y no su propio teléfono móvil?

Samira levantó las manos admitiendo su ignorancia cuando él ya se alejaba para atravesar el terraplén en dirección a la pasarela. Una ambulancia llegó precedida del aullido de la sirena y se detuvo a esperar que se levantara la barrera.

De pronto, se esclareció el misterio y entendió por qué lo tenían tan obsesionado aquellos carteles.

Caminando por la larga pasarela suspendida por encima de los árboles, sacó el móvil, buscó el número de Margot y accionó la tecla de llamada. Una música bárbara, a base de guitarras eléctricas y de eructos guturales, le contestó, provocándole una mueca de disgusto. Aunque le alegró comprobar que Margot apagaba el móvil durante las clases, aquello le suponía un contratiempo. Escribió un SMS con un dedo:

¿Hugo fuma? Llámame. Importante.

Apenas había acabado cuando su teléfono vibró.

—¿Margot? —respondió al llegar junto a los ascensores.

—No. Soy Nadia —dijo una voz femenina.

Nadia Berrada dirigía el servicio de huellas tecnológicas. Buscó el botón del ascensor.

—Los ordenadores han cantado —anunció.

—¿Sí? —inquirió, expectante.

—Alguien vació, efectivamente, el buzón de correo. Hemos recuperado los mensajes, tanto recibidos como enviados. El último es del mismo día en que murió. Es la colección normal de
e-mails
dirigidos a los colegas de trabajo, mensajes privados, convocatorias para reuniones pedagógicas o de seminarios, publicidad…

—¿Algún
e-mail
enviado o recibido de Hugo Bokhanowsky?

—No. Ninguno… Sí aparece, en cambio, un interlocutor de manera regular: «Thomas999». Sus mensajes tienen un aire más bien… digamos, íntimo.

—¿Hasta qué punto?

—Con un grado de intimidad como para escribir —se interrumpió para leer—: «La vida será en adelante muchísimo más excitante porque nos queremos». «Enorme. Total. Increíble, cómo te añoro». «Yo soy el candado y tú eres la llave; soy toda tuya para siempre, tu ardilla, ahora y para la eternidad…».

—¿Quién escribía eso, ella o él?

—Los dos. Bueno, ella en una proporción del setenta y cinco por ciento… Él me parece un poco menos expresivo, pero bien enganchado de todas formas. ¡Uf, era muy apasionada esa chica!

Por el tono de su voz, dedujo que lo que había encontrado en el buzón de mensajes había dado que pensar a Nadia. Se acordó de Marianne y de él… En aquella época no había
e-mails
ni mensajes de texto. Se habían escrito cientos de cartas de ese estilo, exaltadas, líricas, ingenuas, fervientes y divertidas, a pesar de que se veían casi cada día. Ellos habían conocido aquella intensidad, aquel ardor. Allí había un detalle importante, lo sentía. «Esa chica era muy apasionada…». Nadia había encontrado las palabras precisas. Observó las copas de los árboles agitadas por la lluvia bajo la pasarela.

—Pide a Vincent que efectúe una movilización de urgencia —dijo—. Necesitamos lo antes posible la identidad de ese Thomas999.

—Ya nos hemos encargado. Esperamos la respuesta.

—Perfecto. Ponme al corriente en cuanto la tengas. Y Nadia, ¿podrías, por favor, ir a echar un vistazo a la lista de las pruebas?

—¿Qué quieres saber?

—Si entre los objetos localizados en los bolsillos del muchacho había un paquete de cigarrillos.

Esperó. Las puertas del ascensor se abrieron, pero no subió, por temor a que las paredes metálicas impidieran el paso de la señal. Nadia volvió a ponerse al teléfono al cabo de cuatro minutos.

—Ni paquete, ni cigarrillo ni porro —informó—. Nada por el estilo. ¿Te sirve de algo?

—Es posible. Gracias.

Mientras imaginaba a Nadia revolviendo en el montón de pruebas, se le había ocurrido algo en relación con el cuaderno que había encontrado encima del escritorio de Claire y la frase que había escrita en él.

«Amigo» es a veces una palabra desprovista de sentido, «enemigo» nunca.

Sintió una especie de hormigueo en la base de la espina dorsal. Claire Diemar había escrito aquella frase en un cuaderno nuevo poco antes de morir y lo había dejado abierto encima de su escritorio. ¿Tendría conciencia de que sobre ella pesaba una amenaza inmediata? ¿Se habría ganado algún enemigo? ¿Tendría siquiera algo que ver aquella frase con la investigación? La idea se precisó, animándolo a efectuar otra llamada.

—¿Estás delante de tu ordenador? —preguntó cuando Espérandieu descolgó.

—Sí. ¿Por qué? —contestó su ayudante.

—¿Podrías escribir una frase en Google?

—¿Una frase en Google?

—Eso es lo que he dicho.

—¿Una especie de cita?

—Ajá.

—Espera… Ya está, dime, te escucho. Servaz le repitió la frase.

—¿Qué es eso? ¿Es para un concurso de televisión? —bromeó su ayudante—. Un momento… Vaya, ¿no eres tú el que hizo una carrera de letras?

—Suéltalo.

—Víctor Hugo.

—¿Cómo?

—Es efectivamente una cita, de Víctor Hugo. ¿Me lo puedes explicar ahora?

—Más tarde.

Guardó el móvil. «Víctor Hugo…». ¿Podría tratarse de una coincidencia? Claire Diemar no había escrito nada más en aquel cuaderno y lo había dejado bien a la vista. Allí hablaba de un «enemigo»… ¿Hugo? Servaz no olvidaba que el lugar era Marsac, una ciudad universitaria, tal como había señalado Francis, que la había comparado a la corte de Elsinor, un lugar donde la gente tenía el sentido de la discreción igual de desarrollado que el de la maledicencia, donde la gente se apuñalaba pero con elegancia, con refinamiento… y donde cualquier acusación directa podía pasar por una imperdonable falta de gusto. Era muy consciente de que tenía que habérselas con eruditos, con personas aficionadas a los enigmas, las alusiones, los sentidos ocultos, a demostrar sutileza, incluso en circunstancias tan dramáticas como aquella. Esa frase no había sido escrita en el cuaderno porque sí.

¿Era posible que Claire hubiera dado, de manera alusiva, indirecta u oblicua, el nombre de su «enemigo»… e incluso el de su futuro asesino?

14
HIRTMANN

De regreso a los locales de la policía judicial, se fue directo a la oficina de Espérandieu.

—¿Cómo está el chico?

Su ayudante se quitó los cascos, en los que el cantante de Queen of the Stone Age cantaba
Make It Wit Chu
, y se encogió de hombros.

—Tranquilo. Me ha preguntado si tenía algo para leer. Le he dado unos cómics manga y no los ha querido. Te recuerdo que la detención termina dentro de seis horas.

—Ya sé. Llama al fiscal y pide una prolongación.

—¿Con qué motivo?

—No sé —respondió Servaz—. Invéntate algo. Recurre a tus reservas de ingenio.

Una vez en su despacho, rebuscó un momento en los cajones antes de localizar lo que buscaba: un número de teléfono de París. Lo contempló, pensativo. Hacía mucho que no había llamado a ese número. Había confiado no tener que volverlo a hacer, haber dejado atrás aquella historia.

Miró la hora antes de marcar el número. Cuando le contestó una cansada voz masculina, se identificó.

—Cuánto tiempo —replicó con ironía el otro—. ¿A qué debo el honor, comandante?

Le contó lo que había ocurrido la noche anterior y terminó con el descubrimiento del CD de Mahler. Servaz temía que el hombre le dijera: «¿Y por eso me ha llamado?», pero se equivocaba.

—¿Por qué no me llamó de inmediato? —le preguntó, por el contrario.

—¿Por un simple CD encontrado en el escenario del crimen? Seguramente no tiene nada que ver.

—¿Un escenario del crimen en el que, como por azar, se encuentra el hijo de una de sus antiguas conocidas, en el que es muy probable que se adjudique el caso a la policía judicial de Toulouse y en el que la víctima es una joven de unos treinta y pico años con el mismo perfil que las otras víctimas? ¿Y como remate, la pieza que Julian había puesto la noche en que mató a su mujer aparece en el equipo de música? ¿Está de broma?

Servaz se percató del uso del nombre de pila «Julian», como si, a fuerza de buscar al suizo, sus perseguidores hubieran acabado por confraternizar con él. Retuvo la respiración. El hombre tenía razón. Él había tenido la misma intuición exacta al descubrir el CD la noche anterior, y luego había pasado a otra cosa. Mirados desde ese ángulo, los elementos encajaban de una manera turbadora. Se hizo la reflexión de que, para haber deducido eso en menos de tres segundos, su interlocutor tenía que ser muy bueno.

—Siempre ocurre lo mismo —se lamentó el hombre—. Nos informan cuando disponen de tiempo, cuando se han guardado el ego en el bolsillo o cuando todas las pistas se han enfriado.

—Y por su lado, ¿tienen alguna novedad?

—Le gustaría que le respondiera que sí, ¿verdad? Siento decepcionarle, comandante, pero tenemos tantas informaciones que nadamos en ellas, nos ahogamos. La mayoría son tan descabelladas que ya no las comprobamos, otras exigen una verificación pese a todo y eso requiere muchísimo tiempo. Lo han visto aquí y allá; en París, en Hong-Kong, en Tombuctú… Un testigo está seguro de que trabaja de corredor de apuestas en el casino de Mar del Plata donde juega todas las noches, otro lo ha visto en el aeropuerto de Barcelona o en el de Dusseldorf, una mujer sospecha que su amante es Hirtmann…

Captaba el desánimo y la lasitud extrema en la voz de su interlocutor. De repente, sin embargo, el tono cambió, como si acabara de ocurrírsele algo.

—Toulouse, ¿no es así?

—Sí. ¿Por qué?

El hombre no respondió. Servaz lo oyó hablar con otra persona. La mano colocada encima del micrófono volvía inaudible lo que decía. Se puso de nuevo al aparato al cabo de unos segundos.

—Últimamente ha ocurrido algo —informó, con un tono de voz distinto—. Pusimos su retrato en Internet. Utilizamos un programa de retoques de imagen para modificarlo y presentar una decena de versiones diferentes: con barba, bigote, pelo largo, pelo corto, moreno, rubio, narices de diversa forma, etc. Ya ve de qué va. Bueno, pues hemos recibido centenares de respuestas. Las examinamos todas, una por una, lo que representa un auténtico trabajo de hormiga… —El desfallecimiento volvió a hacerse manifiesto—. Entre ellas destaca una más interesante: es de un tipo que se encarga de una estación de servicio en un área de autopista que afirma que se paró allí para llenar el depósito y comprar la prensa. Según el hombre, iba en moto, se había teñido el pelo, dejado crecer la barba y llevaba gafas de sol, pero afirma sin margen de duda que se parecía a uno de los retratos puestos
online
. La estatura y la talla corresponden, y el individuo en cuestión hablaba con un ligero acento extranjero, quizá suizo, según el testigo. Por una vez, tuvimos suerte. Pudimos visionar las grabaciones de las cámaras de seguridad de la tienda. Y el gerente estaba en lo cierto: podría ser él, sí, podría…

Servaz notó que comenzaba a latirle el corazón con la contundencia de un tambor.

—¿Dónde está esa área? ¿Cuándo fue eso?

—Hace dos semanas. Le va a gustar, comandante: el área es la del bosque de Dourre, en la A20, al norte de Montauban.

—¿Quedó filmada la moto? ¿Tienen la matrícula?

—No sé si fue por casualidad o hecho a propósito. El caso es que aparcó la moto lejos de las cámaras, pero volvimos a encontrar su huella en uno de los peajes, más al sur, en la dirección Paris-Toulouse. La imagen no es muy nítida. Disponemos del principio de la matrícula y estamos trabajando sobre esa base. ¿Comprende ahora por qué es tan importante lo que me cuenta? Si realmente era Hirtmann el que iba en esa moto, es muy probable que se encuentre en su sector en estos momentos.

★ ★ ★

Servaz contemplaba, aturdido, el resultado de su búsqueda en Google. Había introducido las palabras JULIAN HIRTMANN y había obtenido ni más ni menos que 1.130.000 resultados.

Se recostó en el sillón, pensativo.

Tras la fuga del suizo, había estado pendiente de toda suerte de información que tuviera que ver con él. Había escudriñado periódicos, comunicados, boletines, efectuado decenas de llamadas telefónicas, atosigado a la unidad encargada de seguir su pista, pero se habían sucedido los meses, las estaciones —primavera, verano, otoño, invierno, primavera de nuevo…— y al final había renunciado. Había pasado página. Aquel ya no era asunto de su incumbencia, punto. Había procurado ahuyentarlo de su pensamiento.

Recorrió mentalmente la página de resultados que aparecía en la pantalla. Sabía que la libertad de expresión era uno de los caballos de batalla de los internautas y que a cada cual le correspondía filtrar, seleccionar y armarse de espíritu crítico. Aun así, lo que descubría en la Red lo llenaba de incredulidad. El suizo tenía miles de fans y las páginas consagradas a su gloria eran numerosas. Algunos artículos eran relativamente neutros. Presentaban fotos de Hirtmann tomadas durante su juicio y otras, robadas, en las que se le veía antes en compañía de su encantadora esposa… la misma a la que había electrocutado en el sótano de su casa en compañía de su amante después de haberlos obligado a desnudarse y haberlos rociado de champán. Se comparaba a Hirtmann con otros asesinos en serie europeos, como José Antonio Rodríguez Vega, que había violado y matado a dieciséis mujeres de edades comprendidas entre los sesenta y uno y los noventa y tres años entre agosto de 1987 y abril de 1988 en España, o Joachim Kroll,
el Caníbal del Ruhr
. En las fotos, Hirtmann lucía un semblante firme, bien perfilado, algo severo, de rasgos regulares y mirada intensa, bien distinto del hombre pálido y fatigado que había conocido en el Instituto.

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