Servaz volvió a ver, por centésima vez, la luz rasante del atardecer que entraba por la ventana del estudio acariciando los lomos de los libros, como en una película de Bergman, y el polvo que flotaba en el aire. Oyó la música de Mahler. Vio a su padre muerto, sentado en su sillón, con la boca abierta por la que salía una espuma blanca que le resbalaba hasta el mentón. Veneno… Igual que Séneca, que Sócrates. Había sido su padre quien le había transmitido la afición por aquella música y aquellos autores, por el tiempo en que todavía era un profesor sobrio y apreciado por sus alumnos. Su padre había sobrevivido a la muerte de su madre; más concretamente a la violación y asesinato de su madre, acaecidos allí mismo, ante su vista… Había sobrevivido durante diez años de lento descenso a los infiernos, diez años en los que se castigó por no haber podido hacer nada mientras permanecía atado a una silla, suplicando que parasen a aquellos dos lobos hambrientos que se habían presentado en su casa una tarde de julio… Y después, un buen día, su padre había decidido acabar de una vez por todas, terminar aquel lento suicidio de alcohólico. Eligió un final a la antigua, con veneno. ¿Por qué había previsto las cosas de tal forma que fuera su hijo quien lo encontrase? Servaz nunca había hallado una respuesta satisfactoria a aquella pregunta. En cualquier caso, unas semanas después de haber descubierto el cadáver, había dejado los estudios y se había inscrito en las oposiciones de la policía. «¡Concéntrate! —se dijo, reaccionando—. ¿Qué es lo que buscas aquí? ¡Concéntrate, por Dios!». Comenzaba a vislumbrar una parte de la personalidad de Claire Diemar. Una persona que vivía sola, pero no solitaria; una persona amante de la belleza, elitista, original y un poco bohemia. Una artista frustrada que había acabado en la enseñanza.
De repente, advirtió un cuaderno abierto encima del escritorio y se inclinó para leer:
«Amigo» es a veces una palabra desprovista de sentido, «enemigo» nunca.
Estaba escrito en la primera página.
Pasó las otras. Estaban en blanco… Se acercó el cuaderno a la nariz. Nuevo… Todo indicaba que Claire Diemar acababa de comprarlo. Releyó la frase, perplejo. ¿Qué habría querido decir con aquella frase? ¿A quién iba destinada? ¿A ella misma o a otra persona?
Tras anotarla en su bloc, volvió a acordarse del móvil de la víctima.
Si Hugo fuera el culpable, no tenía ningún motivo para hacerlo desaparecer, teniendo en cuenta que todo lo demás estaba ya en su contra: su presencia en el lugar de los hechos, su estado y también su propio teléfono, que había conservado en su bolsillo y que atestiguaba las numerosas llamadas que había dirigido a Claire. Era absurdo. Y si el asesino no era Hugo y había hecho desaparecer el móvil de la víctima, la conclusión es que era un idiota, porque tanto con el teléfono como sin él, en cuestión de horas, los técnicos de comunicaciones les suministrarían la lista de las llamadas que había efectuado y recibido la joven. Bueno, también era verdad que la mayoría de asesinos eran imbéciles. Lo que no encajaba era que, suponiendo que a Hugo lo hubieran drogado y colocado allí para servir de chivo expiatorio, el asesino no podía ser tan estúpido como para haber cometido un error tan burdo.
Cabía una tercera posibilidad, que Hugo fuera efectivamente el culpable y el teléfono hubiera desaparecido por motivos que no guardaban relación con el crimen. En las investigaciones había a menudo un pequeño detalle pertinaz que seguía importunando como una espina clavada en el pie de los detectives, hasta que se daban cuenta de que no tenía absolutamente nada que ver con lo demás.
Agobiado por el calor acumulado en la habitación, abrió la ventana central. Un soplo de humedad le acarició la cara. Se instaló delante del ordenador. El vetusto aparato gimió y rechinó un instante antes de que cobrara vida la pantalla. No había necesidad de contraseña, pero cuando accionó el icono de la cuenta de correo, sí le reclamó una. Consultando sus notas, probó varias combinaciones con la fecha de nacimiento y las iniciales del derecho y del revés. No obtuvo resultado. Escribió la palabra «muñecas» y tampoco. Puesto que Claire enseñaba lengua y cultura grecorromanas, pasó media hora introduciendo nombres de filósofos y poetas griegos y latinos, títulos de obras, nombres de dioses y personajes mitológicos… e incluso términos como «oráculo» o «retras», que designaba la respuesta dada por un oráculo, y cada vez le salía «contraseña incorrecta».
Iba a renunciar cuando miró de nuevo la pared cubierta de imágenes y la frase prendida entre ellas. Escribió «André Bretón» y la lista de mensajes se abrió por fin.
Estaba vacía. Ante sí tenía una pantalla en blanco, sin ningún mensaje.
Apretó en «Mensajes enviados» y en «Papelera». Lo mismo. Se recostó en el sillón.
Alguien había vaciado el buzón de correo electrónico de Claire Diemar.
Aquello confirmaba su intuición de que el caso era menos sencillo de lo que parecía. Había un ángulo muerto, demasiados hechos que no encajaban. Sacó el móvil y llamó al servicio de huellas tecnológicas. Una voz le respondió casi enseguida.
—¿Había un ordenador en casa de Claire Diemar? —preguntó.
—Sí, un portátil.
A aquellas alturas era ya una práctica rutinaria analizar las comunicaciones y los discos duros de las víctimas.
—¿Lo han examinado?
—Todavía no —respondió la voz.
—¿Puedes echar un vistazo a los mensajes?
—De acuerdo. Acabo una cosa y lo miro.
Se encorvó por encima del viejo PC y desconectó todos los enchufes. Luego hizo lo mismo con el teléfono fijo, después de haber levantado una montaña de papeles para seguir el trayecto del cable. Guardó el cuaderno abierto en una bolsa para pruebas que llevaba en la chaqueta.
Entonces fue a abrir la puerta del despacho, volvió y, colocando el teléfono fijo y el cuaderno encima del ordenador, se lo cargó entre el pecho y los brazos. El aparato era pesado y voluminoso y tuvo que efectuar dos paradas para depositarlo en las escaleras antes de llegar abajo. Después recorrió el largo pasillo en dirección al vestíbulo.
Tuvo que empujar la puerta con la cadera para salir a la escalinata, donde volvió a desprenderse un momento de su carga para sacar el mando electrónico de su coche. Una vez desbloqueada la puerta, se apresuró hacia el automóvil viendo cómo las gotas se abatían sobre la bolsa hermética en la que había guardado el cuaderno. Iba a confiar el ordenador y el teléfono al servicio de huellas tecnológicas y mandar examinar la libreta al departamento de identificación judicial. No bien los hubo dejado en el asiento de atrás, se enderezó y encendió un cigarrillo.
La lluvia le había empapado el cuello de la chaqueta y de la camisa, pero no se percataba de ello. Estaba demasiado absorto en sus pensamientos. Dio una calada al cigarrillo y la estimulante caricia del tabaco se manifestó en sus pulmones y en su cerebro. La lluvia depositaba en su cara un fino velo de frescor. La música… La volvía a oír. Los
Kindertotenlieder
… ¿Cómo era posible?
Miró en torno a sí, como si él pudiera encontrarse allí, y de repente, percibió un atisbo.
Había alguien.
Una silueta, envuelta en un chubasquero de color verde botella. Bajo la sombra de la capucha, vislumbró un rostro juvenil. Era un alumno.
Observaba a Servaz desde un montículo situado a una decena de metros, bajo una agrupación de árboles, con las manos hundidas en los bolsillos de su capa plastificada. En sus labios flotaba una tenue sonrisa. Como si se conocieran, se dijo el policía.
—¡Eh, tú! —lo llamó.
El joven dio tranquilamente media vuelta y se encaminó sin prisa a la zona de aulas.
—¡Eh, espera! —gritó Servaz, corriendo tras él.
El estudiante se volvió. Era un poco más alto que Servaz, con un mechón y una barba rubias que brillaban en la sombra de la capucha. Tenía los ojos claros, de mirada inquisitiva, y una boca de labios finos. Servaz se preguntó de manera instantánea si Margot lo conocía.
—Perdón. ¿Me habla a mí?
—Sí, buenos días. ¿Sabes dónde puedo encontrar al profesor Van Acker? ¿Da clases el sábado por la mañana?
—En la sala 4, en ese cubículo de allá… Aunque yo, en su lugar, esperaría a que acabe. No le gusta que lo molesten.
—Ah.
Servaz observó, divertido, al joven, que le dirigió una franca sonrisa.
—Usted es el padre de Margot, ¿verdad?
Servaz puso cara de sorpresa. En su bolsillo vibró el móvil, pero no lo quiso consultar.
—Y tú, ¿quién eres?
El joven sacó una mano de la capa y se la tendió.
—David. Estoy en los cursos de
prépa
. Encantado.
Servaz le dio la mano, mientras deducía que estaba en la misma clase que Hugo. El chico se la estrechó con gesto franco.
—¿Así que conoces a Margot?
—Aquí la conoce todo el mundo. Margot no pasa inadvertida.
La misma frase que Hugo.
—Pero tú sabes que yo soy su padre.
El joven clavó su mirada dorada en la del policía.
—Yo estaba presente el día en que vino por primera vez con ella.
—Ah, entiendo.
—Si la busca, debe de estar en clase.
—¿Tú tenías de profesora a Claire Diemar?
El joven tardó un momento en responder.
—Sí. ¿Por qué?
—Me encargo de la investigación sobre su asesinato —explicó, mostrándole la insignia.
—Ay, vaya por Dios. ¿Es policía?
Lo dijo sin animosidad, con estupor más bien.
—Exacto —confirmó Servaz, sonriendo.
—Todos estamos muy afectados. Era una profe muy simpática. Todo el mundo la apreciaba, pero…
El joven bajó la cabeza, posando la mirada en sus zapatos. Cuando la levantó, Servaz advirtió en sus ojos un brillo familiar, el mismo que solía tener la mirada de los allegados de los inculpados: una mezcla de nerviosismo, de incomprensión y de incredulidad, como si se negaran a admitir lo impensable.
—No puedo creer que Hugo haya podido hacer eso. Es imposible. Él no es así.
—¿Lo conoces bien?
—Es uno de mis mejores amigos —respondió con los ojos húmedos, casi a punto de llorar.
—¿Estuviste anoche con él en el pub?
—Sí —confirmó David, mirándolo con franqueza.
—¿Te acuerdas más o menos de a qué hora se fue?
El joven lo miró con más prudencia esa vez y se tomó un momento antes de responder.
—No, pero recuerdo que estaba indispuesto, que se sentía… raro.
—¿Eso fue lo que dijo? ¿Raro?
—Sí. No se encontraba bien.
Servaz contuvo la respiración.
—¿No os dijo nada más?
—No. Solo que se sentía mal y que… que prefería irse. Todos nos quedamos… sorprendidos, porque el partido estaba a punto de empezar.
El muchacho había titubeado al final, consciente de que aquella información podía perjudicar a su amigo. A Servaz aquello le planteó una disyuntiva: ¿Se trataría de un pretexto que había utilizado Hugo para ausentarse e ir a casa de Claire Diemar… o bien se encontraba realmente mal?
—¿Y después?
—¿Cómo después?
—Después de que se fuera, ¿no lo volvisteis a ver?
El joven vaciló de nuevo.
—Sí, así es…
—Muchas gracias.
Advirtió que David estaba inquieto, preocupado por la interpretación que pudiera darse a sus palabras.
—No es él —afirmó—. Estoy convencido. Si lo conociera tan bien como yo, lo sabría también. —Servaz asintió con la cabeza—. Es muy inteligente —insistió con fervor, como si con aquello pudiera ayudar a Hugo—. Es una persona entusiasta y llena de vida, un líder, alguien que cree en su buena estrella y que sabe contagiar sus aficiones. Es un amigo fiel y no tiene problemas psicológicos. ¡Es imposible que él tenga algo que ver con lo que pasó!
El joven se enjugó la gota que despuntaba en su ojo y después giró sobre sí para alejarse cabizbajo.
Servaz lo siguió con la vista un momento.
Sabía lo que había querido decirle David. Siempre había habido un Hugo en Marsac: un individuo todavía más dotado, más brillante, más eminente y más seguro de sí mismo que los demás; una persona que atraía las miradas y que disponía de una corte de admiradores. En su época, ese individuo se llamaba Francis Van Acker.
Viendo que le habían llamado los del servicio de huellas tecnológicas, devolvió la llamada.
—Su contraseña está registrada —dijo la voz—. Cualquiera habría podido ver su lista de mensajes. Y alguien la vació.
Se detuvo cerca del cubículo de hormigón y sacó otro cigarrillo del paquete, apoyándose en un árbol. Por las ventanas abiertas le llegó, inalterado, el sonido de su voz. Era la misma que quince años atrás. Bastaba con oírla para saber que se trataba de alguien ingenioso, temible y arrogante.
—Lo que leo aquí son las deyecciones de una banda de adolescentes incapaces de ver más allá de su minúsculo universo emocional. Pedantería, sentimentalismo, masturbación y acné. ¡Buenos estamos! ¿Os creéis unos ases, o qué? ¡A ver si espabiláis! No hay ni una sola idea original en todas estas páginas.
Servaz encendió el cigarrillo y aguardó a que Francis Van Acker hubiera agotado su impulso declamatorio.
—La próxima semana empezaremos a estudiar tres libros:
Madame Bovary, Ana Karenina y Effi Briest
, tres novelas publicadas entre 1857 y 1894 que definieron el molde del género. ¿Habría por milagro alguien que hubiera leído las tres? ¿Existe acaso esa
rara avis
? ¿No? ¿Alguien tiene al menos una idea de lo que tienen en común esos tres libros?
Se produjo un silencio, que quebró alguien.
—Son tres historias de mujeres adúlteras.
Servaz se estremeció. Era la voz de Margot.
—Exacto, señorita Servaz. Bueno, veo que hay al menos alguien en esta clase que no dejó de leer después de
Spiderman
. Tres historias de mujeres adúlteras, que tienen la particularidad de haber sido escritas por hombres. Tres maneras magistrales de tratar un mismo tema. Tres obras capitales, con lo cual queda demostrado que lo que decía Hemingway de que hay que escribir solo sobre lo que se conoce era una bobada, una de las tantas fórmulas erróneas de nuestro querido Ernest. Bueno, ya sé que algunos de vosotros debéis de tener proyectos para este fin de semana y que el año escolar está prácticamente terminado, pero quiero que leáis esos tres libros antes de finales de la semana próxima. Y no olvidéis tampoco que espero vuestras disertaciones para el lunes.