Stehlin lo invitó a callar con un ademán.
—He hablado con el comisario Santos. Acepta aplazar tu interrogatorio hasta que se resuelva esta investigación.
Servaz miró con sorpresa a uno y a otro. Allí había ocurrido algo… No podía ser de otro modo. San Antonio jamás habría aceptado un trato semejante sin una situación de fuerza mayor. En todo caso, él era una de las variables de la ecuación. «¡Margot!», pensó con un nudo en el estómago.
—Hay novedades —anunció el director, confirmando su intuición.
Servaz aguardó con el miedo en las entrañas. El rumor de la calle entraba por la ventana abierta; el aire acondicionado seguía estropeado.
—¿Te acuerdas de Elvis Elmaz, el tipo que interrogasteis en el hospital?
Servaz confirmó mudamente.
—Lo han agredido esta noche. Está entre la vida y la muerte.
—¿Qué pasó?
—Por lo visto, alguien lo ató a una silla con carne y lo dio como comida a sus perros.
Servaz miró a su jefe, tratando de captar el sentido de lo que decía e imaginarse la escena, pero enseguida renunció a ello.
—Está en el hospital —prosiguió Stehlin—, con la mitad de la cara arrancada, los brazos y el torso mordidos y devorados hasta el hueso en algunos puntos y varios órganos gravemente afectados. Ha perdido mucha sangre. Está tan mal que lo han puesto en una unidad de quemaduras de tercer grado con cámara de oxígeno. Parece que impresiona verlo… y que tiene pocas posibilidades de salir de esta. Ha entrado en coma en mitad de la noche. Si aún está vivo, es gracias a su vecino, que vive a cinco kilómetros de allí y que vio pasar un coche en plena noche y oyó ladrar como locos a los perros, pero antes de que perdiera el conocimiento, en la ambulancia, pasó algo…
Ahí quería ir a parar… ¿Qué era ese algo?, preguntó a gritos el cerebro de Servaz. Stehlin alargó la mano hacia un punto de su escritorio. Servaz siguió su gesto con la mirada y advirtió una bolsa transparente para pruebas con una etiqueta.
—Consiguió hacerle comprender a uno de los enfermeros de la ambulancia que quería escribir algo. Ya no tenía… labios, ni tampoco lengua en ese momento y no podía por lo tanto hablar… Además, llevaba una máscara de oxígeno en la cara. Pero parece que, ante la agitación e insistencia del hombre, el enfermero acabó dándole un cuaderno y un bolígrafo… —Stehlin cogió la bolsa de pruebas y se la tendió—. Esto es lo que consiguió escribir.
El policía lo cogió y miró la nota, escrita con mano temblorosa, torpe y febril.
Servaz hurgar pasado
Ahora comprendía por qué Santos había aceptado, excepcionalmente, aplazar su interrogatorio. Experimentó a un tiempo un intenso alivio y una devoradora curiosidad.
—¿Hurgaste en su pasado? —quiso saber Stehlin.
Servaz efectuó un gesto negativo, reflexionando a vertiginosa velocidad.
—Abandonamos la pista de Elvis cuando se comprobó que su coartada era válida —respondió.
—Entonces, creo que se trata de una falta de ortografía —opinó Stehlin.
—«Servaz, hurgue pasado» —rectificó el policía—. ¿A qué pasado se refiere? ¿El suyo?
—Probablemente.
Servaz sentía cómo todos los mecanismos de su cerebro se ponían precipitadamente en marcha.
—Quizás abandonamos demasiado deprisa esa pista. Quizá deberíamos habernos asegurado de que Claire Diemar y Elvis Elmaz no se conocían.
—Martin, hace tan solo cuatro días que estáis con esto. Habéis hecho lo que debíais.
Servaz comprendió que aquella observación iba destinada ante todo a Santos.
—Y hay algo más —añadió el director—. París quiere resultados. Quieren sobre todo exculpar a Lacaze antes de que todo se filtre a la prensa y les estalle en las manos. Han preguntado en qué fase estábamos y esta mañana han aplicado presión a los de estupefacientes. Ese Heisenberg es uno de sus confidentes y nos han revelado su identidad. Por una vez, no se han hecho de rogar. ¿Crees que puede haber algo interesante por esa vía?
—Tal vez. No deben de ser muchos en el mercado de la droga de Marsac, ¿no? ¿Quién sabe? Quizá fue él el que proporcionó la mercancía al que drogó a Hugo.
★ ★ ★
Al salir del despacho de Stehlin, Servaz sudaba a mares. Incluso a la sombra, los átomos del aire vibraban lo bastante para producir una cantidad de calor impresionante, y aún no eran más que las diez de la mañana. Estaba dudando entre las dos nuevas pistas que había que explorar. ¿Por dónde valía más empezar? Indagar en un pasado tan «denso» como el de Elvis Konstandin Elmaz podía llevar bastante tiempo, pero la última frase que había escrito el albanés antes de entrar en coma brillaba en su mente como un anuncio de neón.
Un individuo en su estado, que sabe que quizá no saldrá vivo del hospital, invierte sus últimas fuerzas en enviar un mensaje. Ese mensaje tenía que ser, por consiguiente, de máxima importancia. Lo que le decía era: la persona a la que busca está allí.
Y ese mensaje iba dirigido a él, Servaz.
Elvis Elmaz sabía quién había matado a Claire.
Y se trataba de la misma o las mismas personas que lo habían ofrecido a él como comida para sus perros…
Pasó la puerta cortafuegos. En el pasillo se había congregado un grupo y, sin proponérselo, Servaz creyó comprender que hablaban de fútbol. Aunque procuró pasar de largo, alcanzó a captar algunos retazos de la conversación.
—¡Mierda, qué calor! ¡Cualquiera diría que estamos en Sudáfrica! —exclamó alguien.
Varias carcajadas celebraron el comentario.
—¡Pues no estamos lejos ni nada del Pezula Resort! —contestó otro—. Y además, allá es invierno.
Por más que se esforzara por mantenerse al margen de los chismes, los rumores y los innumerables artículos, reportajes de televisión o de radio y las bromas diversas relacionadas con el Mundial de Fútbol, Servaz se había enterado de que la selección de Francia ocupaba el hotel más lujoso de todas las delegaciones en competición y que sus gastos de desplazamiento y alojamiento superaban el millón de euros, una suma que él, por su parte, encontraba absolutamente chocante e injustificada. Ni siquiera una ministra y una secretaria de Estado habían considerado oportuno inmiscuirse en el asunto.
—Martin, ¿qué opinas tú? ¿Crees que Francia va a ganar mañana contra México?
En la policía nacional nadie ignoraba su aversión por el deporte televisado e incluso por el deporte en general. Advirtió algunas sonrisas socarronas.
—Espero que no —replicó, sin detenerse—. Así, al menos, podremos hablar de otra cosa.
Hubo algunas carcajadas, pero débiles. Era evidente que aquella perspectiva no les hacía ninguna gracia.
★ ★ ★
Margot caminaba por los pasillos con la sensación de que todas las miradas se pegaban a ella como la cola. Cuanto más avanzaba, más sentía su peso en los hombros. También adivinaba los murmullos, los codazos, las miradas intercambiadas a su espalda. Menos mal que faltaba poco para acabar el curso. Marilyn Manson le confiaba al oído: «Quiero desaparecer». «Ay sí, colega, yo también. Tú y yo nos comprendemos, Brian Hugh…».
Se preguntó qué sabían en concreto, si solo habían oído rumores o si alguien se había ido de la lengua. ¿Quién se había chivado? Seguro que no habían sido ni su padre, ni Vincent, ni Samira. ¿David? ¿Sarah? Ya cerca de su taquilla, volvió a ver una nota colgada encima y se le formó un nudo en las tripas. Era eso pues… Imaginó el frenesí de las malas lenguas y la noticia expandiéndose a la velocidad del sonido por el instituto. «¿Has visto? ¡Han vuelto a dejar algo en la taquilla de Margot!». «¡Mierda! ¡Pandilla de gilipollas!». Hay veces en que un jodido Armageddon se le presentaba como la solución ideal.
Precipitándose hacia su taquilla, vio que no se trataba de una nota, sino de un dibujo. Más concretamente, alguien había modificado el célebre cartel de reclutamiento del ejército americano en el que el Tío Sam apuntaba con el dedo al observador diciendo I WANT YOU. En ese, habían sustituido la cabeza del Tío Sam por un retrato bastante borroso de Julian Hirtmann.
«¡Serán imbéciles! ¿Es que no tienen otra cosa que hacer?».
Arrancó el papel, formó una bola con él y lo arrojó al suelo. Después abrió la taquilla. Dentro había otro… Reconoció la letra. «Joder, Elias, ¿quién te ha dado permiso para abrir mi taquilla y cómo lo has conseguido?». La nota decía: «Creo que he encontrado el Círculo».
★ ★ ★
Servaz buscó, sin éxito, una aspirina en sus cajones. Entonces se fue a la oficina de Samira y de Vincent, y abrió el cajón de este. Paracetamol, ibuprofeno, codeína, tramadol… Vincent y sus moléculas… Habrían tenido que colgar una gran cruz luminosa en la entrada de aquella habitación y aceptar las tarjetas de la seguridad social.
De regreso a su despacho con un comprimido efervescente y un vaso de agua, advirtió que en su teléfono fijo parpadeaba el indicador de mensajes. Había recibido una llamada. Miró el número, que no identificó. Lo marcó y enseguida le respondió una voz de mujer.
—Suzanne Lacaze.
Frunció el entrecejo, extrañado.
—Buenos días, señora Lacaze, ¿ha intentado ponerse en contacto conmigo?
Siguieron unos segundos de silencio.
—Sí…
La voz sonaba aún más tenue que la otra vez, y tensa. Era un murmullo estirado como una goma elástica, a punto de romperse. Servaz vaciló, intentando pensar en cómo debía enfocar la conversación, pero ella no le dejó tiempo.
—Es a propósito de mi marido.
La tensión era palpable. Era una tensión extrema, la de quien se dispone a cometer un acto que puede acarrear graves consecuencias. A Servaz se le aceleró el pulso.
—La escucho.
—La otra noche le mintió… sobre su coartada.
Servaz tragó saliva. La mujer volvió a guardar silencio.
—Mi marido no estaba en casa la noche en que mataron a esa mujer, y yo no sé dónde estaba. Si es necesario, lo repetiré delante de un juez. Espero que descubra a quien hizo eso. Adiós, comandante.
Había colgado. Servaz respiró a fondo. ¡La hostia! Iba a tener que hacer varias llamadas. Pensó en la cara que pondría el fiscal de Auch y, de repente, sintió que se le alegraba el día.
Servaz le agradaba aquella sensación de acercarse a la meta, la constatación de que, de golpe, todas las piezas empezaban a encajar, una tras otra. Su pecho albergaba un sonido como el de un redoble, un soplo, una cabalgata, un ruido triunfal. Mantenía el pie en el acelerador mientras circulaba por la autopista entre un aire tan caliente que temblaba como un espejismo en el horizonte, bajo un cielo pálido y lechoso.
Se acordó de Santos y de su convocatoria. Sabía que, si resolvía rápidamente aquel asunto, el comisario se vería obligado a tomarlo en cuenta y soltar lastre. ¿Qué pasaría, en cambio, si ponía en chirona al niño mimado de la tele y la radio, al futuro heraldo del partido gubernamental, precisamente la persona designada como intocable? ¿Acaso no sentirían la tentación de hacérselo pagar? Sí, desde luego que sí. Y él mismo les había ofrecido su cabeza en bandeja de plata en ese párking. De todas maneras, en ese momento le daba igual. Entonces solo lo movía la excitación del cazador cuando un zorro cae en la trampa.
★ ★ ★
El zorro tenía una cara horrible. El boxeador de la vez anterior parecía grogui, apagado. Aun así, esbozó una de aquellas sonrisas suyas, pero esta se transformó en una mueca que no llegó a afectar a sus ojos. Había escuchado a Servaz sin rechistar, sin expresar la menor emoción por la traición de su esposa.
—Usted también estuvo en Marsac, comandante —señaló el diputado—. Eso me dijo, ¿no? ¿Se acuerda de las clases de lengua y civilización grecorromanas? Eran mis preferidas… Con la opción de teatro. —Servaz pensó en Marsac. Lacaze toqueteaba un abrecartas, tentando la punta con el dedo índice—. Seguro que habrá oído hablar de la
hybris
…
Servaz no confirmó ni negó. Se mantuvo inmóvil, mirando fijamente a Lacaze. Aquella era una historia de machos dominantes como tantas, en las que siempre se trataba de dirimir quién la tenía más larga, quién meaba más lejos. Esa vez, sin embargo, Lacaze sabía que había perdido y solo trataba de salvar la cara.
—Aquel que quería elevarse demasiado se exponía a la envidia y a la cólera de los dioses. Parece pues que los dioses han elegido a mi mujer para hacer de brazo vengador… Decididamente, las mujeres son imprevisibles.
Aunque estaba de acuerdo con Lacaze en eso, Servaz no lo demostró.
—¿Su mujer me ha dicho la verdad? —preguntó con cierta solemnidad.
Estaban, como la otra vez, sentados en la ultramoderna residencia de aquel barrio señorial rodeado de bosques. A demanda de Lacaze, con quien Servaz había logrado contactar en el ayuntamiento, se habían reunido allí. En aquella ocasión, no obstante, la esposa se había hecho invisible. El sol entraba por los ventanales, a través de los estores verticales, cubriendo de rayas las paredes de ébano con fotos exhibidas para gloria del dueño del lugar.
—Sí.
—¿Mató usted a Claire Diemar?
—Supongo que debería recordarle que no puede inculparme sin detención preventiva y, por lo tanto, sin anulación previa de mi inmunidad, y también que debería llamar sin tardanza a mi abogado, pero, para responder a su pregunta, no, comandante; no la maté. Yo amaba a Claire y Claire me amaba a mí.
—No es eso lo que dijo Hugo Bokhanowsky. Según él, Claire se disponía a dejarlo.
—¿Por qué motivo?
—Claire y Hugo eran amantes.
—¿Habla en serio? —preguntó, sorprendido, Lacaze.
Servaz asintió y entonces vio un asomo de duda en la cara del diputado.
—Ese chico se lo ha inventado. Claire nunca me habló de él. Además, estábamos forjando planes para el futuro.
—El otro día me dijo, sin embargo, que ella no quería que dejara a su mujer.
—Exacto. Mientras ella no estuviera del todo segura de lo que quería. Y seguramente también, mientras Suzanne estuviera… en ese estado.
—¿Viva, quiere decir?
Una negra sombra veló los ojos del político.
—Lacaze, ¿había espiado usted a Claire últimamente? ¿Albergaba dudas sobre ella?
—No.
—¿Estaba al corriente de su relación con Hugo Bokhanowsky?
—No.
—¿Estuvo usted con ella el viernes por la noche?
—No.
Las tres respuestas habían sido pronunciadas sin titubeos.