El círculo (41 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

Ignoraba que alguien la estaba observando.

★ ★ ★

Primero oyó el ruido del motor y la música. Se acercaba por el bosque, muy deprisa… Elvis Elmaz quitó el volumen de la tele y miró hacia la ventana. Atisbo un parpadeo de luz entre los árboles. Era casi de noche. Eran unos faros… Se levantó de un salto del sofá y corrió a buscar el arma apoyada en la pared, con el corazón desbocado. Nadie lo iba a visitar a esa hora.

Los perros empezaron a gruñir y después a ladrar, a aullar y a sacudir las jaulas con las garras.

Tras comprobar que la escopeta estaba armada, se acercó a la ventana y, de repente, una cegadora ducha de luz blanca lo traspasó, inundando la habitación.

El coche había surgido con las luces largas y se había parado delante del porche. Hizo visera con una mano pero, aun así, se vio obligado a volver la cara para esquivar el agresor haz luminoso que invadía todos los rincones. Aparte, había aquella estruendosa música que salía del coche, con aquellos bajos que hacían vibrar las paredes.

Elvis se precipitó hacia la puerta, con el corazón aún más acelerado. Abrió de un empujón, con la escopeta en alto.

—¡Sé quiénes sois, pandilla de maricas! —vociferó, saliendo al porche—. ¡Al primero que se acerque, le hago saltar el cerebro!

Entonces sintió el frío cañón doble de un fusil apoyado en su sien.

★ ★ ★

—Soy Samira —dijo la voz en el teléfono.

Servaz quitó el volumen del equipo de música y afuera aulló una sirena. Una vez más, se llevó una decepción. Esperaba que fuera Marianne. «¿Por qué no la llamas tú? —se preguntó—. ¿Por qué esperas a que lo haga ella?».

—¿Qué ocurre?

—Es por Margot… Esta tarde ha pasado algo. Ha sido algo no muy guay, pero ella está bien —se apresuró a precisar.

Servaz se puso tenso. Margot, algo no muy guay… ¡Vaya manera de hablar! Esperó a que continuara. Samira le relató la escena que acababa de presenciar. Ella vigilaba la parte de atrás de los edificios y Vincent la de delante. Se habían colocado en sus puestos al final de la tarde. Vincent estaba sentado en su coche, en el aparcamiento, y Samira apostada en el linde del bosque. Había visto a dos chicas que salían de los edificios y bordeaban las pistas de tenis en dirección al bosque. Justo después, Margot había aparecido y se había adentrado tras ellas. Samira la había seguido y había descubierto que espiaba mientras las dos chicas hablaban con un joven llamado David en un claro. Estaba demasiado lejos para oír lo que decían, pero el tal David parecía completamente colocado y se había mutilado el pecho con un cuchillo. Samira había visto después que los tres se iban hacia el instituto mientras Margot permanecía escondida entre los arbustos. Parecía que los otros no se habían percatado de su presencia, pero David había aparecido al cabo de unos minutos. Ella lo había visto meterse entre unas matas y lo había perdido de vista en el momento en que se abalanzó contra Margot. Samira se precipitó hacia allí, pero estaba a más de treinta metros, el maldito bosque estaba lleno de zarzas y se había torcido el tobillo con una raíz con la que había tropezado y luego le dolía horrores. Había debido de tardar más o menos un minuto y medio en intervenir.

—No más, jefe, se lo juro. Al menos, así, el flagrante delito queda asentado —dijo—. E insisto, jefe, Margot está bien.

—¡No entiendo nada! ¿El flagrante delito de qué? —vociferó Servaz.

Se lo explicó.

—¿Dices que David ha intentado violar a mi hija?

—Margot dice que no, que no era su intención. Pero de todas maneras había conseguido… ponerle la mano en… mmm… las bragas…

—Ahora mismo voy para allá.

★ ★ ★

—¡No hagáis eso, joder; parad ya, me cago en la hostia!

Se debatió, para salvar la fachada. Tenía las muñecas trabadas en la espalda y las piernas atadas a las patas de la silla con una ancha cinta adhesiva marrón, de los tobillos a las rodillas. También tenía una parte del torso pegado a la silla por el mismo procedimiento e incluso una parte del cuello. Cada vez que se debatía, la cinta tiraba de su piel y de los pelos. Sudaba como un cerdo. De su cuerpo salían litros de sudor, más de los que habría podido sospechar que contenía. La tela de los vaqueros se había mojado con una enorme mancha oscura que daba la impresión de que se había orinado encima. De todas maneras, no tardaría mucho en hacerlo si aquello seguía así. En la vejiga sentía ya la presión del miedo.

—¡Panda de maricones! ¡Me cago en la madre que os parió! ¡Hijos de la gran puta!

Los insultos lo ayudaban a superar el pánico. Sabía que lo iban a matar, y sabía que no sería una muerte agradable. Solo tenía que pensar en lo que le había pasado a la profe… Eran unos sádicos. Él nunca había sido muy tierno con las mujeres; las había pegado, las había violado, pero lo que había tenido que soportar esa profe superaba hasta la capacidad de entendimiento de alguien como él. Lo recorrió un escalofrío, como un reflejo de autocompasión, al pensar lo que le esperaba.

Olfateó el olor de los perros, el otro, fuerte y avinagrado, que exhalaba su propio cuerpo, y el aroma, más complejo, del bosque. Lo habían atado afuera, en el porche. Le pareció incluso sentir una débil brisa nocturna, como una corriente subterránea en medio del sopor ambiental. Las partículas de polvo y los insectos danzaban en la violenta luz de los faros que le hería los nervios ópticos. Percibía cada detalle con una inaudita agudeza, incluida la nube de salivazos que ascendía desde su boca en la blanca luz cada vez que se ponía a gritar. De pronto, a su alrededor todo adquiría una potencia centuplicada, todo adquiría un valor capital, definitivo.

—No tengo miedo —afirmó—. Matadme. De todas maneras, me da igual.

—¿De verdad? —dijo, con interés, una de las siluetas—. ¡Ah, qué bien!

Llevaba, como los otros, una camiseta empapada de sudor, y su cara permanecía oculta en la sombra de una capucha.

—Vas a tener miedo, créeme —aseguró calmadamente otro.

El aplomo, la flema y la frialdad de aquella voz le produjeron un escalofrío. Mirando cómo desenrollaban en el suelo del porche un rollo de cocina de film transparente y brillante, le entró vértigo. El corazón empezó a aletearle en el pecho como un pájaro enjaulado que buscara una salida.

—¿Qué coño hacéis?

—¡Ah! ¡Ahora sí te interesa!

Comenzaron a enrollarle el film alrededor del torso, de los musculosos brazos desnudos y del respaldo de la silla. Él se esforzó por sonreír.

—¿Qué es esto?

—¿Qué es? —Todos soltaron risas ahogadas—. Es comidita para los perros…

Las figuras desaparecieron de su campo de visión. Los oyó abrir y cerrar la nevera adentro para después volver. De pronto, unas manos recubiertas de látex metieron pedazos de carne fresca y sanguinolenta entre el film alimentario y su vientre, y él se estremeció. Cuando tuvo varios filetes encima de la panza, volvieron a rodear la silla con el flexible film, subiendo un poco más hacia la garganta cada vez, y después introdujeron otros pedazos de pitraco —el barato, que se utilizaba para alimentar a los perros— entre su pecho y su cuello.

—¿A qué jugáis, coño?

De pronto, un cúter le hendió la mejilla. La tibia sangre empezó a chorrearle por la barbilla, el cuello, encima del film de plástico y de la carne.

—¡Ay! ¡Joder, estáis chalados!

—¿Sabías que el PVC de este film está compuesto de un cincuenta y seis por ciento de sal y un cuarenta y cuatro por ciento de petróleo?

Seguían girando a su alrededor como si fuera un explorador capturado por los indígenas, atado a un poste inmolatorio. De nuevo sintió el frío contacto del film contra el cuello y la ardiente nuca, y después el frescor de los pedazos de carne que le metían entre la piel y el plástico. Acto seguido, le frotaron la cara con los últimos filetes. Sacudió violentamente la cabeza de un lado a otro, con una mueca de asco.

—¡Parad! ¡Parad de una vez, pandilla de maric…!

Se fueron otra vez adentro. Los oyó abrir el grifo de la cocina y lavarse las manos mientras charlaban. Probó a moverse. En cuanto se hubieran ido, volcaría la silla e intentaría romperla para liberarse. Aunque igual no le daría tiempo. Por su frente y su barba rodaban goterones de transpiración. Pestañeó para despejar el sudor que le caía desde las cejas y le escocía en los ojos. Había comprendido lo que iban a hacer y estaba aterrorizado. No le daba miedo morir, pero esa muerte no la quería, no. ¡Joder, no!

Se humedeció con la lengua los labios secos y agrietados. El sudor caía, gota a gota, desde la punta de su nariz hasta el film de plástico.

Miró de frente la deslumbrante luz de los faros. Alrededor solo había noche y negro bosque. Oía los insectos que chirriaban entre los árboles. Los perros habían dejado de ladrar y aguardaban, expectantes. Quizá captaban ya el olor que para ellos era señal de comida. Sus verdugos volvieron a pasar por su lado, bajaron los escalones, se subieron al coche y cerraron las puertas.

—¡Esperad! ¡Volved! ¡Tengo dinero! ¡Os lo daré! ¡Tengo mucho! —chilló—. ¡Os lo daré todo! ¡Volved!

Suplicó como nunca había suplicado en toda su vida.

—¡Volved, coño, volved!

Después se puso a sollozar mientras el coche daba marcha atrás en medio de la noche, en dirección a las jaulas.

★ ★ ★

No había tiempo que perder. Abrieron las rejas una por una en la oscuridad. Los perros los conocían. Habían ido a hablarles y a darles de comer varias veces desde que su amo estaba ausente. «Soy yo —dijo uno de ellos con tono tranquilizador—. Me reconocéis, ¿verdad? Seguro que tenéis hambre. Hace más de veinticuatro horas que no coméis nada…». Los animales surgieron de las jaulas uno tras otro, los rodearon y ellos no se movieron, dejándose olisquear por los monstruosos hocicos de aquellas fieras cuyos antepasados no se arredraban a la hora de atacar a los osos. Los canes se frotaron en sus piernas y rodearon el coche. Después detectaron el otro olor que flotaba en el aire y los forasteros vieron a la luz de los faros cómo erguían el poderoso cuello, girándolo hacia la casa. En sus relucientes ojillos percibieron el hambre y la avidez. Los animales se relamieron y luego, de golpe, como si reaccionaran a una señal, echaron a correr juntos hacia la casa ladrando. Oyeron entonces, cuando la jauría saltó al porche, la voz de Elvis, que se alzaba con autoridad.

—¡
Titán, Lucifer, Tyson
, quietos, al suelo! ¡Al suelo, he dicho!

Después volvió a sonar, impregnada de pánico, de puro terror.

—¡He dicho al suelo! ¡
Tyson
, no! ¡Nooo!

Un involuntario escalofrío los recorrió cuando los alaridos desgarraron el silencio y los gruñidos de placer de los perros que devoraban a su amo se propagaron por la noche.

29
BREAKING BAD

—No lo habría hecho.

Los miraba alternativamente, entre sollozos.

—No lo habría hecho… Lo juro… Yo… yo… yo solo quería meterle miedo… ¡No, de verdad, yo nunca he violado a nadie, hostia! Ella nos espiaba… En ese momento me he enrabiado… Quería… quería asustarla, ¡nada más! Hoy… hoy no estaba muy católico… Se lo juro, hostia… Nunca he hecho esto en toda mi vida… ¡Me tienen que creer!

Hundió la cabeza entre las manos, con los hombros agitados por el llanto.

—¿Has tomado algo, David? —preguntó Samira.

Asintió con la cabeza.

—¿Qué?

—Met.

—¿Quién te la proporciona?

Titubeó un momento.

—Yo no soy un chivato —dijo, como si estuvieran en una serie policial.

—Escúchame bien, gilipollas… —empezó a replicar Servaz, rojo de cólera.

—¿Quién? —insistió Samira—. No olvides que tenemos un flagrante delito de tentativa de violación contra ti. Ya sabes lo que eso significa: expulsión definitiva del instituto, juicio, cárcel… Eso sin tener en cuenta lo que dirá la gente, y tus padres…

David sacudió la cabeza.

—No conozco su nombre. Estudia en la facultad de ciencias. Lo apodan Heisenberg, como el personaje de…


Breaking Bad
—lo interrumpió Samira, haciéndose el propósito de indagar el asunto con los de estupefacientes.

—¿Y Hugo, también toma? —quiso saber Servaz.

David asintió de nuevo, sin dejar de mirarse las manos.

—Respóndeme: ¿Hugo había tomado algo la noche en que fuisteis a ver el partido en el pub?

Aquella vez, David levantó la cabeza y miró al policía directamente a los ojos.

—¡No! No había tomado nada.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Intercambió una mirada con Samira. La frase escrita en el cuaderno no correspondía a la letra de Claire y estaba claro que a Hugo lo habían drogado. Al día siguiente llamarían al juez, pero no estaban seguros de que aquello bastara, tal como estaba la investigación, para obtener su puesta en libertad.

Samira lo consultó con la mirada, aguardando a que decidiera. Él observaba fijamente a David, preguntándose si debía respetar el deseo de su hija. Al final, sacudió también la cabeza.

—Ahora lárgate —dijo por fin—. Y haz circular el aviso. Como alguno de tu banda le toque un pelo a mi hija, vuestra vida se va a convertir en un infierno.

David se levantó y salió, con la cabeza gacha. Servaz se puso en pie a su vez.

—Volved a vuestros puestos —indicó a Samira—. Llamad a los de estupefacientes para preguntar si conocen a ese Heisenberg.

Salió de la habitación y enfiló el pasillo. Conocía como la palma de la mano aquel lugar. Cada paso, o casi, suscitaba algún recuerdo. Uno de ellos remontó a la superficie. Era más antiguo que la época del instituto. Francis y él tenían doce o trece años. Francis le enseñaba un lagarto que se calentaba al sol encima de una pared. «Mira». De repente, había rebanado la cola del animal con una pala o un cuchillo oxidado; no se acordaba bien. La cola había seguido meneándose, como si estuviera dotada de vida propia, mientras el lagarto corría a esconderse. No obstante, mientras el joven Martin permanecía fascinado con aquel pedazo de cola que aún vivía separado del cuerpo, Francis había cogido una gran piedra y había aplastado la cabeza del reptil antes de que desapareciera en un agujero.

—¿Por qué has hecho eso? —había preguntado Martin.

—Porque es una estratagema. Mientras el predador queda fascinado por ese pedazo de cola que se agita, el lagarto aprovecha para huir.

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