Los dos millares de mujeres encarceladas en Francia cumplían condena en 63 centros penitenciarios de los 186 existentes y solo seis de estos estaban exclusivamente reservados a ellas.
Servaz sacó el móvil y marcó un número.
—Ziegler —le respondieron.
—Tenemos que hablar.
★ ★ ★
—Estás muy morena.
—Es que he vuelto de vacaciones.
—¿Dónde has estado?
La respuesta no le interesaba lo más mínimo, pero habría sido de mala educación no formularla.
—En las Cícladas —respondió ella, dando a entender con el tono que no se dejaba engañar—. Haciendo el vago; tomando el sol, esquí acuático, submarinismo, dando paseos, viendo monumentos…
—Habría debido llamarte antes —la interrumpió él—. Para saber ver cómo te iba la vida, pero ya sabes cómo son las cosas. He estado… hum… ocupado.
Ella paseó la mirada por la multitud instalada a la sombra de los árboles en la agradable terraza del bar Vasco, de la plaza de San Pedro… no la de Roma sino la de Toulouse.
—No tienes por qué justificarte, Martin. Yo también te habría podido llamar. Y lo que hiciste… ese informe tan favorable que escribiste después de lo que ocurrió… Me lo dieron a leer, ¿sabes? —mintió—. Debería haberte dado las gracias por eso.
—Me limité a decirles lo que había pasado.
—No. Explicaste las cosas desde un determinado punto de vista, de una manera que me exoneraba de culpa. Los mismos hechos podrían haberse presentado con una versión totalmente opuesta. Todo es siempre una cuestión de punto de vista. Tú al menos cumpliste tu promesa.
Él se encogió de hombros, incómodo. Una camarera llegó sorteando las mesas para servirles un café y una Perrier.
—¿Y tu nuevo destino?
Entonces le tocó a ella encogerse de hombros.
—Controles de carreteras, alguna que otra pelea de borrachos en un bar, robos, actos de vandalismo o algún tipo sorprendido vendiendo hachís a la salida del instituto… Aunque eso me permite reconocer lo privilegiada que era en la sección de investigación. Instalaciones decadentes, viviendas insalubres, decisiones absurdas tomadas por una jerarquía desconectada de la realidad… ¿Conoces el síndrome del «gendarme que se retuerce»?
—¿Cómo?
—Los cabezas de chorlito que nos dirigen decidieron que lo más urgente era equipar nuestras oficinas con sillones nuevos. El problema está en que los brazos no están lo bastante separados para acoger un gendarme con un arma en la cadera. Como consecuencia de ello, todos los gendarmes de este país se pasan el tiempo retorciéndose en su nuevo uniforme para poder sentarse.
La imagen lo hizo sonreír, aunque de manera breve.
—Ayer fuiste a visitar a Lisa Ferney en la trena —dijo—. ¿Por qué?
Lo miró fijo a los ojos y él se acordó de aquella noche de tormenta en aquella gendarmería de montaña en la que ella le había contado cómo la habían violado de joven los mismos individuos que habían violado a Alice Ferrand y a los otros adolescentes de la colonia de las Gamuzas. Tenía casi la misma mirada, sombría, que aquella noche.
—Eh… leí en el periódico que Hirtmann se había puesto en contacto contigo, que te había escrito ese
e-mail
… Eh… —Abrió una pausa para ponderar lo que iba a decir—. Desde lo que pasó en Saint-Martin, no he parado de… pensar en él. Tal como te contaba, no hay mucho interesante que hacer en la brigada, o sea que, para entretenerme, reúno toda la información que puedo sobre Hirtmann. Desde la investigación de Saint-Martin, se ha convertido en una especie de obsesión, de… pasatiempo, como los trenes eléctricos, las colecciones de sellos o de mariposas, ¿entiendes? La diferencia está en que la mariposa que me gustaría clavar en mi expositor es un asesino en serie.
Se llevó el agua a los labios mientras Servaz la observaba. Todavía tenía aquel diminuto tatuaje en el cuello —un ideograma chino— y el discreto
piercing
en la parte izquierda de la nariz. No era, desde luego, una presentación muy clásica para una gendarme, aunque a él no le disgustaba. Apreciaba a Irène Ziegler. Le había agradado trabajar con ella.
—¿Quieres decir que coleccionas todo lo que se dice y escribe sobre él?
—Sí, algo así. Intento cuadrar los datos, para ver si saco algo. Hasta ahora no ha habido resultados. Es como si se lo hubiera tragado la tierra. Nadie sabe si está vivo o muerto. Entonces, cuando al volver de vacaciones vi que se había puesto en contacto contigo, pensé enseguida en Lisa Ferney y fui a verla.
—Puede que sea un bromista o un copión —apuntó.
Irène vio que dudaba.
—Aunque hay algo más —añadió él.
Ella guardó silencio. Creía saber lo qué iba a decir, pero no podía hablarle de lo que había descubierto en su ordenador.
—En un área de autopista de la A20 vieron a un tipo en moto que encaja con la descripción de Hirtmann y hablaba con un acento que podría ser suizo. Las imágenes de una cámara de vigilancia de un peaje situado un poco más al sur confirmaron el testimonio del hombre de la tienda. Si es él, se dirigía a Toulouse en ese momento.
—¿Hace cuánto de eso? —preguntó, pese a conocer ya la respuesta.
—Unas dos semanas.
Miró en torno a sí, como si el suizo pudiera encontrarse allí en medio del gentío, espiándola. La mayoría de los clientes eran estudiantes. Con sus paredes de ladrillo rosa, su viña virgen y la fuente de piedra, la terraza tenía aires de plazoleta provenzal. Irène recordó el texto exacto del
e-mail
. Habría querido decir lo que pensaba pero, como antes, no podía hacerlo sin confesarle que había entrado en su ordenador.
—¿No tendrás una copia de ese
e-mail
? —preguntó con desenfado.
Él metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una hoja plegada en cuatro. Ella releyó pausadamente el texto que se sabía ya de memoria.
—Esta historia te pone los pelos de punta, ¿verdad?
Él asintió en silencio.
—¿Qué te parece? —inquirió.
—Mmm. —Fingió proseguir la lectura.
—¿Es Hirtmann o no?
Hizo como si reflexionara.
—Yo diría que sí.
—¿Qué te lleva a pensarlo?
—Como te he dicho, llevo meses estudiando su personalidad, su comportamiento. Sin querer vanagloriarme de ello, creo que lo conozco mejor que nadie. Ese mensaje suena a verdadero, tiene algo. Es como si oyera su voz cuando fuimos a su celda…
—Y sin embargo fue una mujer quien lo envió, desde un ciber-café de Toulouse.
—Una víctima o una cómplice —dedujo ella—. Si ha encontrado una mujer que tiene las mismas perversiones que él, es muy inquietante —agregó, mirándolo fijamente.
Servaz sintió que el frío se apoderaba de él a pesar del calor reinante.
—¿Y dices que te aburres en tu nuevo destino? —comentó él con una media sonrisa.
Ella lo observó, preguntándose adonde quería ir a parar.
—Digamos que no fue para eso para lo que ingresé en el cuerpo de gendarmes.
Pareció que Servaz reflexionaba antes de decidirse.
—Samira y Vincent se ocupan de reunir toda la información disponible sobre Hirtmann. Lo que ocurre es que también les he pedido que protejan a mi hija. Margot estudia en el instituto de Marsac. Como la mayoría de los alumnos, está interna allí, lejos de su madre y de mí. Constituye un blanco ideal. —Se dio cuenta de que había bajado la voz, como si temiera que diciendo las cosas en voz alta contribuyera a que se hicieran realidad—. ¿Qué te parecería si te hiciera llegar toda la información que obtenemos sobre Hirtmann? Me gustaría que me dieras tu opinión al respecto.
Vio que se le iluminaba la expresión.
—Como asesora, ¿es eso?
—Exacto. Te has convertido en experta en asesinos en serie suizos —le confirmó, sonriendo.
—Por qué no… ¿No temes que te traiga complicaciones?
—No estamos obligados a pregonarlo a los cuatro vientos. Los únicos que estarán al corriente serán Vincent y Samira. Ellos te comunicarán la información. Tengo confianza en ambos, y me interesa tu punto de vista. El pasado invierno hicimos un buen trabajo juntos.
Advirtió que el halago le había llegado al corazón.
—¿Quién te ha dicho que había ido a ver a Lisa Ferney a la cárcel? —quiso saber.
—Ella misma. La fui a visitar más o menos dos horas después de ti. Tuvimos la misma idea.
—¿Y qué te dijo de Hirtmann?
—Que no había tenido ningún contacto con él. ¿Y a ti?
—Lo mismo. ¿La crees?
—Me pareció que está muy deprimida.
—Y frustrada.
—O si no, es que es una actriz excelente.
—También es posible.
—¿Cómo se comportaría si Hirtmann estuviera por aquí y se hubiera puesto en contacto con ella?
—Haría como si no hubiera tenido ninguna noticia… y fingiría estar deprimida…
—… y frustrada…
—¿Crees que…?
—Yo no creo nada, pero quizá valdría la vena no perderla de vista.
—No veo cómo —objetó Ziegler.
—Ve a verla con regularidad. Me ha dado la impresión de que se aburre mucho. Intenta intimar con ella. Quizás acabe soltando algo, aunque solo sea para darte algo a cambio de tus visitas y para estar segura de que volverás a verla. No te olvides, sin embargo, de que es una manipuladora, una narcisista, igual que Hirtmann, y que va a tratar de explotar tus puntos débiles, de engatusarte. Es posible que solo te diga lo que tienes ganas de oír.
—Sí —concedió ella, con cara de preocupación—. Tampoco soy tan bisoña. ¿De veras crees que Margot corre algún riesgo?
Servaz tuvo la impresión de que en sus entrañas empezaba a hormiguear un paquete de gusanos.
—
Expressa nocent, non expressa non nocent
—repuso. Y tradujo: «Las cosas expresadas son nocivas, las no expresadas no lo son».
★ ★ ★
Conducía por la campiña, en su Suzuki GSR600, a una velocidad muy superior a la autorizada, dejando atrás los coches. El sol brillaba en las colinas rebosantes de verdor y ella se sentía rebosante de energía y de impaciencia. Volvía a estar en la brecha.
«Hirtmann en la zona…».
Aunque la idea debería asustarla, el reto que contenía la excitaba, sin embargo, como al boxeador que se entrena para el combate de su vida y que se entera de que, después de una larga ausencia, su adversario más temible ha vuelto al circuito, listo para enfundarse los guantes.
★ ★ ★
—Tenemos el resultado del análisis grafológico —anunció Espérandieu.
Servaz siguió con la mirada la silueta de una mujer que cruzaba la calle, recortada a contraluz con la puesta de sol. Era un hermoso atardecer, pero él se sentía decepcionado. Cuando el teléfono vibró en su bolsillo, por un instante confió en que fuera Marianne. Había estado esperando todo el día su llamada.
—No fue Claire Diemar la que escribió la anotación en el cuaderno.
Servaz dejó de prestar atención a la silueta femenina. El recalentado paisaje urbano desapareció de repente.
—¿Están seguros?
—El grafólogo lo asegura. Ha dicho que no hay ni la más mínima duda. Incluso ha dicho que se jugaría su reputación a que así es.
Servaz cavilaba a gran velocidad. Las cosas se estaban precipitando. Su mente funcionaba a todo tren, como las bielas de una locomotora cargada de carbón. Alguien había escrito en un cuaderno una frase de denuncia contra Hugo y la había dejado, bien a la vista, en el despacho de Claire Diemar. Hugo era el chivo expiatorio ideal: inteligente, drogata, guapo. Y, sobre todo, era el amante de Claire. Iba a menudo a su casa. Servaz se planteó lo que aquello implicaba. No era seguro que el que había tratado de hacerle cargar con la culpa estuviera enterado de su relación. Quizás estaba tan solo enterado de las visitas del joven. Tanto Marianne, como Francis, como el vecino inglés le habían dicho lo mismo: las noticias circulaban deprisa en Marsac.
También había la otra opción, se dijo mientras se aproximaba a la entrada del párking y se adentraba en el subsuelo. Paul Lacaze…
—Lo que sí es seguro —prosiguió Espérandieu— es que la persona que escribió eso es muy retorcida.
—Si quisieras procurarte una muestra de la letra de Paul Lacaze sin que él lo sepa, ¿dónde buscarías? —consultó Servaz, consciente de la advertencia que le había dado el fiscal de Auch esa misma mañana.
—No sé. ¿En el ayuntamiento? ¿En la Asamblea Nacional?
—¿No tienes nada más discreto?
—Un momento —dijo su ayudante—. ¿Cómo se las habría arreglado Paul Lacaze para dejar ese cuaderno en el instituto? En Marsac lo conoce todo el mundo. No se habría arriesgado de esa manera si tuviera intención de matarla…
—¿Quién más pudo ser? —inquirió Servaz, reconociendo que no le faltaba razón.
—Alguien que puede circular libremente por el instituto, sin llamar la atención. Un alumno, un profesor, un miembro del personal… Eso suma muchas personas.
Servaz volvió a acordarse del misterioso montón de colillas de la orilla del bosque, mientras introducía su tarjeta de crédito en la caja del párking.
—Una vez más, eso excluye a Hirtmann del panorama —señaló Espérandieu.
Servaz empujó la puerta acristalada del párking y avanzó en su vasto espacio sonoro, entre las hileras de coches. Él había aparcado el suyo en la columna B6.
—¿Por qué?
—Hombre ¿cómo podría tener ese suizo tanta información sobre Marsac, sobre Hugo y sobre el instituto?
—¿Y las iniciales? ¿El
e-mail
? ¿El CD? ¿Ya te has olvidado?
En el teléfono se hizo el silencio.
—Quizás hay alguien que trata de desestabilizarte, Martin.
—¡Por el amor de Dios, el disco de Mahler estaba en el equipo de música antes de que nos hubieran confiado siquiera la investigación!
Había dado en el clavo. Esa vez no hubo respuesta. A su espalda sonó un ruido de pasos sobre el cemento.
—No sé, es bastante raro —admitió Espérandieu—. Hay algo que no encaja.
Servaz dedujo por la voz de su adjunto que había llegado a la misma conclusión que él. Aquel caso no tenía pies ni cabeza. Era como si tuvieran todas las llaves ante sí, pero no hubiera la cerradura correspondiente. Aminoró la marcha. Había llegado a la altura del Cherokee. Los pasos sonaban más cercanos… Apretó el mando a distancia y el vehículo emitió un doble pitido al tiempo que parpadeaban las luces.
—En cualquier caso, ándate con cui… —quiso aconsejarle su ayudante.