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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (36 page)

—Hola, comandante.

La voz tenía la misma firmeza. Presentaba, con todo, un nuevo matiz de hastío, o de cansancio, una entonación un poco cansina. Servaz se preguntó si Lisa Ferney no estaría tomando antidepresivos. Aquel tipo de medicación era moneda frecuente en las cárceles.

—Buenos días, Élizabeth.

—Vaya, ahora me llama por el nombre de pila. No sabía que nos hubiéramos vuelto amigos. Aquí casi siempre me llaman Ferney, o 1614. La zorra que lo ha acompañado me llama la «jefa gilipollas», aunque es solo fachada. En realidad, me viene a ver por la noche y entonces es ella la que se pone de rodillas…

Servaz la escrutó tratando de discernir si decía la verdad, pero fue inútil. Élisabeth Ferney era insondable. Lo único evidente eran las chispas de malsano gozo que bailaban en sus ojos castaños. Servaz había conocido a un director de cárcel que para referirse a sus presas decía «las cerdas» o «las putas». Las injuriaba de manera sistemática, acosaba sexualmente a las más jóvenes y entraba de noche en el pabellón de mujeres para que se la chupasen en compañía de algunos guardianes. Aunque lo habían destituido, no le habían aplicado ninguna sanción penal, porque el juez consideró que la destitución era un castigo suficiente. Desde su experiencia, Servaz sabía perfectamente que en el universo carcelario cualquier cosa era posible.

—¿Sabe lo que más echo de menos? —prosiguió ella, satisfecha al parecer de la reacción que advertía en su cara—. Internet. Todos nos hemos vuelto adictos a esa porquería, qué barbaridad. Estoy segura de que la privación de Facebook va a provocar un incremento de suicidios en las cárceles.

Servaz cogió una silla y se sentó frente a ella, al otro lado de la mesa. A través de la puerta cerrada alcanzaba a oír diferentes sonidos, ecos de voces, llamadas, un carro rodando sobre el suelo y, luego, un ruido especial: el tintineo de metal contra metal. Él sabía qué lo producía. Era la hora del paseo. Los vigilantes aprovechaban para entrar en las celdas y asegurarse de que no habían roto ningún barrote golpeándolo con una barra de hierro. El ruido… No había nada que hiciera sentir con mayor intensidad la soledad a los presos que aquel constante fondo sonoro.

—Un setenta por ciento de las presas de aquí son toxicómanas, ¿lo sabía? Menos del diez por ciento recibe un tratamiento sustitutivo. La semana pasada, una chica se ahorcó con su cinturón. Era su séptima tentativa y había expresado su intención de volverlo a intentar. Aun así la dejaron sola sin vigilancia. ¿Sabe? Si quisiera, me podría fugar, de una manera o de otra.

¿Adonde quería ir a parar? ¿Acaso había intentado suicidarse ella misma? Antes de marcharse, tendría que preguntárselo al personal médico.

—Pero no ha venido solo para interesarse por mi situación, ¿no?

Servaz, que había previsto la pregunta, volvió a acordarse del consejo de su padre. La sinceridad… Aunque no estaba seguro de que fuera la estrategia más adecuada, no tenía preparado nada más.

—Julian me ha escrito un
e-mail
. Creo que está aquí, en Toulouse, o cerca.

Le pareció percibir algo en la mirada de la antigua enfermera, aunque tal vez fuera fruto de su imaginación. La mujer lo miraba con fijeza, con semblante igual de impenetrable.

—Julian… Élisabeth… Pues sí, ahora todos somos amigos. ¿Y qué ponía en ese
e-mail
?

—Que iba a volver a pasar a la acción, que disfrutaba de su libertad.

—¿Y usted lo cree?

—¿Y a usted qué le parece?

La sonrisa que apareció en aquellos labios sin pintar fue como la cicatriz de un navajazo.

—Enséñeme ese
e-mail
y entonces puede que se lo diga.

—No.

La sonrisa se esfumó.

—Se lo ve cansado, Martin… Tiene pinta de dormir poco, si no me equivoco. Es por culpa de él, ¿verdad?

—Usted tampoco parece muy en forma, Lisa.

—No ha respondido a mi pregunta. ¿Es Hirtmann el que lo martiriza? ¿Tiene miedo de que vaya a por usted? ¿Tiene hijos?

Servaz se clavó las uñas en las palmas de las manos, bajo la mesa. Después las desplegó encima de los muslos, descruzó las piernas y trató de relajarse. Élisabeth Ferney tenía algo que lo helaba hasta los huesos, admitió tomando conciencia de la humedad que había aparecido en sus axilas.

—Por otra parte, no sé por qué tendría que tomarla con usted. Si no me falla la memoria, solo lo vio una vez. Me acuerdo de cuando vino al instituto, con ese psicólogo bajito de perilla y esa gendarme. Era guapa esa chica. ¿De qué hablaron ese día con Julian, para que le haya dado esa fijación con usted? Y a usted también le está dando con él, ¿no es así?

Se dijo que no debía dejarle las riendas de la conversación. Élisabeth Ferney era de la misma raza que Hirtmann, una perversa narcisista, una manipuladora, un ser profundamente egocéntrico que trataba siempre de instaurar su influjo en los demás. Se disponía a decir algo, pero ella no le dejó tiempo.

—O sea que ha pensado que quizá se había puesto en contacto con su antigua cómplice, ¿no es eso? Suponiendo que supiera algo, ¿por qué se lo iba a decir a usted en concreto?

Aquella pregunta la había previsto también.

—He hablado con el juez —respondió, afrontando su mirada—. La propuesta es acceso a la prensa diaria y la inscripción en un taller de microinformática, además de acceso a Internet controlado una vez a la semana. Me cercioraré personalmente de que la decisión del juez sea aplicada por la administración de este… establecimiento. Le doy mi palabra.

—¿Y si no tengo nada que decirle? ¿Y si Hirtmann no se ha puesto en contacto conmigo? ¿Todavía hay posibilidad de trato? —contestó con una maliciosa sonrisa.

Él omitió responder.

—¿Qué me garantiza que esto va en serio?

—Nada.

Élisabeth se echó a reír, pero en su risa no había alegría. Servaz supo que había logrado su propósito. Lo vio en su mirada.

—Nada —repitió—. Nada se lo garantiza. Todo depende de si la creo o no. Todo depende de mí, Élisabeth. Pero, de todas maneras, no tiene mucho donde elegir, ¿no?

Los ojos de la mujer se alumbraron con un breve chisporroteo de odio y de rabia. Debía de haber pronunciado tantas veces esa frase que la había reconocido aun en boca de otro. Era la frase típica de quien detentaba el poder. Ahora se habían cambiado los papeles y acusaba el golpe. Debía de haberse realizado mucho cuando dirigía el Instituto Wargnier junto con el doctor Xavier, amenazando y engatusando a sus pacientes, haciéndoles ver lo que podían ganar o perder, diciéndoles exactamente lo que él le acababa de decir, que no tenían opción y que todo dependía de ella.

—A diferencia de usted, yo no he tenido ninguna noticia de Julian Hirtmann —respondió, y él captó en su voz una frustración y una tristeza genuinas—. No ha tratado de restablecer contacto conmigo. Durante mucho tiempo esperé una señal, algo. Usted sabe tan bien como yo que no hay nada más fácil que hacer llegar un mensaje a un preso, pero no me llegó ninguno de él, no. Sí dispongo, en cambio, de una información que seguramente le interesa.

Servaz le sostuvo la mirada, con todos los sentidos en alerta.

—Un ordenador una vez por semana y acceso a la prensa diaria, ¿estamos de acuerdo?

Servaz asintió con la cabeza.

—Alguien se le ha adelantado, alguien que quería saber lo mismo que usted. Y curiosamente, ha venido hoy.

—¿Quién? —preguntó él.

Ella le dirigió una taimada sonrisa.

—De todas maneras, no tengo más que preguntar al director —señaló Servaz.

—Está bien. Vuelva, pero no se olvide de lo que me ha prometido.

★ ★ ★

Aún tenía que ver a alguien más, en el pabellón de menores. Era completamente ilegal y lo sabía, pero él tenía sus «contactos» en la cárcel y el director no llegaría a tener constancia de aquella entrevista. Por eso había pedido al juez la autorización de interrogar a Lisa Ferney en el marco de la investigación sobre Hirtmann: para poder entrar en la cárcel.

Mientras recorría los pasillos, pensaba en lo que Élisabeth Ferney le acababa de decir. Alguien había ido a verla antes que él, una persona que llevaba tiempo sin ver. La imagen del alud volvió a aparecer en su memoria.

Cuando abrieron la puerta, se llevó un susto. ¡Por todos los santos! Las mejillas hundidas, los ojos rodeados de un cerco rojo, la mirada de un ser acorralado… Aunque sabía que a Hugo lo habían puesto en una celda individual, de repente temió por él. Si Marianne viera a su hijo en aquel estado, quedaría aterrorizada.

Servaz volvió a salir y entornó la puerta tras de sí.

—Quiero que se le dispense una vigilancia especial —dijo al guardián—. Quítenle el cinturón, los cordones, todo. Me da miedo que haga una tontería. Este muchacho va a salir pronto de aquí. Es solo cuestión de tiempo.

Se acordó del comentario de Lisa Ferney: «La semana pasada, una chica se ahorcó con su cinturón. Era su séptima tentativa y había expresado su intención de volverlo a intentar. Aun así la dejaron sola sin vigilancia». El guardián lo observaba con una sonrisa.

—¿Me ha entendido, hostia?

El hombre lo miró con indiferencia antes de asentir. Haciéndose el propósito de hablar con el director antes de irse, entró en la habitación.

—Buenos días, Hugo.

No obtuvo respuesta.

Tal como había hecho con Élisabeth Ferney, cogió una silla y se sentó.

—Hugo, siento muchísimo… todo esto. —Abarcó con un ademán la sala y cuanto había a su alrededor—. Hice lo posible por convencer al juez para que te pusiera en libertad, pero parece que… los cargos eran demasiado inculpatorios… al menos por ahora.

Hugo mantenía la vista fija en sus manos. Servaz reparó en sus uñas, roídas hasta hacer visible la sangre.

—Han aparecido nuevos elementos… Es muy posible que no te quedes mucho tiempo aquí.

—¡Sáqueme de aquí!

El grito tomó por sorpresa al policía. Era una súplica, un ruego, que lo hizo estremecer. Miró a Hugo. Tenía los ojos llorosos y le temblaban los labios.

«Sí —pensó—. No te preocupes. Te voy a sacar de aquí, pero tienes que resistir, muchacho».

—¡Escúchame! —le dijo—. Tienes que confiar en mí. Voy a ayudarte a salir de aquí, pero necesito que tú también me ayudes. No tengo derecho a estar aquí, ni a verte. Como te han imputado, solo tiene derecho a hablar contigo un juez en presencia de tu abogado. Me expongo a una severa sanción si se supiera. Han aparecido, sin embargo, elementos nuevos con los que el juez se verá obligado a replantearse su decisión, ¿comprendes?

—¿Qué elementos?

—Paul Lacaze, ¿lo conoces?

Servaz no dejó de captar el tenue pestañeo. No en vano llevaba quince años realizando investigaciones.

—Lo conoces, ¿verdad? ¿Verdad que sí?

Hugo volvía a mantener la vista clavada en sus mortificados dedos.

—¡Vamos, hostia, Hugo!

—Sí… lo conozco.

Servaz aguardó en silencio.

—Sé que se veía con Claire…

—¿Se veía?

—Tenían una relación… en plan supersecreto. Lacaze está casado y es diputado y alcalde de Marsac. Pero usted, ¿cómo lo ha sabido?

—Encontramos
e-mails
en el ordenador de Claire.

Aquella vez, Servaz no detectó ninguna reacción. Hugo no parecía ni sorprendido ni enterado del asunto. Seguramente no había sido él quien vació el buzón de correo.

Servaz adelantó el torso por encima de la mesa.

—Paul Lacaze tenía una relación ultrasecreta con Claire Diemar, una relación de la que nadie estaba el corriente, tal como bien has dicho. Es un asunto supersensible. ¿Cómo es posible entonces que lo supieras tú?

—Ella me lo había dicho.

Servaz lo observó, estupefacto.

—¿Cómo?

—Claire me lo había contado todo.

—¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—Porque éramos amantes.

Servaz lo miró de hito en hito, digiriendo la noticia.

—Ya sé lo que piensa. Yo tengo diecisiete años y ella tenía treinta y dos, pero nos queríamos… Había conocido a Paul Lacaze antes de mí. Había decidido romper con él. Él estaba enamorado de ella y tenía celos. Sospechaba desde hacía tiempo que tenía a alguien más. Ella tenía miedo de que se le cruzaran los cables, de que montara un escándalo si se enteraba de que tenía una relación con uno de sus alumnos y además, menor. Por otra parte, él también estaba atado de manos con su situación. No podía permitirse ventilar aquello.

—¿Desde hacía cuánto? —preguntó Servaz.

—Unos cuantos meses. Al principio, lo que le dije era cierto. Hablábamos de literatura, ella se interesaba por lo que escribía. Creía mucho en mi talento y quería alentarme, ayudarme. Me invitaba a tomar café a su casa de vez en cuando. Sabía que eso daría pie a rumores en Marsac, pero le daba igual. Claire era así. Era libre, estaba por encima de todo eso. Le importaba poco el qué dirán. Después, poco a poco, nos enamoramos. Es extraño, porque al principio no era para nada mi tipo. Claro que… nunca había conocido a alguien como ella antes.

—¿Por qué no hablaste de eso ni con el juez ni conmigo?

Hugo lo miró, con los ojos como platos.

—¿Está de broma? ¡Sabe perfectamente que con eso habría pasado por más sospechoso aún!

Tenía razón.

—¿Cabe la posibilidad de que Paul Lacaze estuviera enterado de lo tuyo con Claire? Piénsalo bien. Es importante.

—Ya sé en qué está pensando —respondió con tristeza Hugo—. Francamente, no lo sé. Ella me había prometido que se lo iba a contar todo. Habíamos tenido una larga conversación sobre el tema. Yo estaba cansado de esa situación, no quería que siguiera viéndolo, pero para serle sincero, no creo que le hubiera dado tiempo de hacerlo. Siempre lo postergaba y encontraba excusas para retrasarlo. Creo que tenía miedo de su reacción.

Servaz evocó los apasionados
e-mails
de Claire Diemar, las declaraciones de amor eterno dirigidas a Thomas999. Luego se acordó del montón de colillas de la orilla del bosque, de la sombra que salió del pub detrás de Hugo, de las declaraciones del chico en las que afirmaba que había perdido el conocimiento y se había despertado en el salón de Claire. Tal vez Paul Lacaze no tenía necesidad de que le revelaran nada, después de todo. Tal vez lo sabía ya.

★ ★ ★

En el aparcamiento de la cárcel, el calor de junio lo golpeó con la contundencia de un puñetazo. El sol estaba suspendido como una lámpara en un cielo de color blanco. Con una sensación de ahogo, abrió las puertas del Cherokee para dejar salir el fuego que reinaba en el habitáculo. A la izquierda, a menos de trescientos metros, se erguían los muros y miradores de la otra cárcel: el centro de detención de Muret. A diferencia del centro que acababa de visitar, allí acogían a quienes purgaban penas largas y entre sus seiscientos reclusos no se contaba ni una sola mujer.

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