El círculo (38 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

Servaz giró sobre sí, con un movimiento fluido y rápido. Estaba allí… a unos centímetros apenas… con la mano metida en el bolsillo de su cazadora de cuero. Servaz se vio reflejado en sus gafas de sol. Reconoció la sonrisa, la piel clara y el cabello castaño. Antes de que a Hirtmann le diera tiempo de sacar el arma, el policía atacó con su mano libre.

El gancho que le propinó le causó un horrible dolor en las falanges. Sin dejarle margen para recuperarse, lo agarró por la cazadora y, precipitándolo contra un coche del otro lado del pasillo, le aplastó la cara contra el vidrio de atrás. El suizo profirió una maldición y sus gafas de sol cayeron con un ruido metálico al suelo. Pegado a su espalda, Servaz hurgó en el bolsillo interior de la cazadora. Sus dedos palparon lo que buscaban… aunque no se trataba de un arma.

Era un teléfono móvil.

Obligó a volverse a su adversario. No era Hirtmann. No cabía la menor duda. Ni siquiera la cirugía estética habría podido alterar hasta ese punto su fisonomía. El hombre lo miraba, aturdido y amedrentado, chorreando sangre por la nariz.

—¡Coja el dinero, vamos! ¡Pero no me haga daño, se lo suplico!

¡Mierda! El hombre tenía más o menos su edad y le olía mal el aliento. Servaz recogió las gafas de sol, se las colocó encima de la nariz y le dio una palmada en el hombro.

—Lo siento —dijo—. Le había confundido con otro.

—¿Cómo? ¿Cómo? —graznó el agredido, con una mezcla de alivio, indignación y asombro, mientras Servaz guardaba su móvil en el bolsillo y se alejaba a paso vivo.

Puso el contacto y preparó la marcha atrás haciendo rechinar la caja de cambios. A través del cristal, vio que el hombre había sacado el teléfono y observaba la matrícula. Con la otra mano, trataba de contener la hemorragia de la nariz con un grueso paquete de pañuelos de papel que ya se habían manchado de sangre.

Servaz habría querido reparar los estragos, pero era demasiado tarde. Muchas veces se había dicho que la máquina del tiempo habría sido un fantástico invento para las personas como él, que tenían tendencia a actuar antes de pensar. ¿Cuántas cosas habría podido salvar en su vida de haber dispuesto de un artefacto así? ¿Su pareja, su carrera, Marianne…? Cambió de marcha y arrancó provocando un chirrido de neumáticos sobre el liso revestimiento del párking.

Tal vez se dejaba llevar por la imaginación, pensó mientras se introducía en la rampa de salida. Tal vez complicaba demasiado las cosas. Tal vez Hirtmann no tenía nada que ver en todo aquello. Vincent tenía razón. ¿Cómo habría podido desenvolverse de esa manera? También cabía la posibilidad, no obstante, de que los demás se equivocaran y él tuviera razón, razón para mirar por encima del hombro, para estar prevenido.

Razón para tener miedo también.

27
EL FINAL DEL CAMINO

A Drissa Kanté lo despertó un bocinazo. O tal vez fuera la pesadilla en la que estaba inmerso.

Soñaba que era de noche y se encontraba en alta mar, en algún punto al sur de la isla de Lampedusa, a cientos de kilómetros de la costa. Era una noche de tempestad, con un viento de cuarenta nudos y unas olas de cuatro metros de altura. En su sueño, el mar era una sucesión de inestables colinas coronadas de blanca espuma y el cielo, una vorágine verde y negra compuesta de relámpagos y nubes. Luego el viento se había puesto a aullar como una fiera hambrienta dispuesta a morderles los talones y una cortina de lluvia casi horizontal se había abatido sobre ellos. Aquel temporal, de fuerza diez en la escala de Beaufort, era como el infierno. La frágil embarcación en la que se hallaba en compañía de setenta y seis personas más, entre ellas trece mujeres y ocho niños, oscilaba cabeceando a merced de la marejada. Las olas que pasaban por encima de la borda, de babor a estribor, les helaban hasta los huesos. Todos temblaban de frío, pero también de miedo. Permanecían pegados unos a otros, con el temor de que volcara la barca. Los relámpagos hendían la noche cual enormes corales luminiscentes. El único mástil se había venido abajo hacía rato. El fondo se llenaba de agua a una velocidad mayor de la que ellos podían achicarla y, atrapado entre la turbulencia del oleaje, la embarcación amenazaba con hundirse de un momento a otro. La lluvia los cegaba, el viento rugía con furia, las mujeres chillaban y los niños lloraban, sobre el fondo del implacable bramido del mar.

El motor fueraborda de cuarenta caballos había entregado el alma poco después de la partida; la vieja quilla crujía con cada embate del mar. Entre castañeteos de dientes, Drissa pensaba en aquellos traficantes de personas libios que se habían quedado con sus últimos ahorros a cambio de aquel barcucho sabiendo que los mandaban probablemente a la muerte. También se acordó de los tuaregs de Gao, de los traficantes de esclavos de Dirkou, de los militares y de los guardias fronterizos, de todos aquellos carroñeros que se habían enriquecido a expensas de él en cada etapa de su «viaje», y los maldijo. Una decena de hombres y mujeres habían muerto ya de sed durante la travesía y los habían arrojado por la borda; varios niños tenían fiebre.

Cuando las luces del pesquero maltés aparecieron en el horizonte, en medio de la lluvia, los rayos y la bruma, creyeron estar salvados. Se habían puesto todos de pie, incluso los niños, a riesgo de hacer zozobrar la barca, y habían agitado los brazos gritando, agarrándose desesperadamente cada vez que una nueva ola la levantaba e inclinaba. El pesquero no se había detenido, sin embargo. El gran navío había pasado tan cerca de ellos que habían podido ver las miradas de indiferencia de los pescadores malteses, acodados arriba en la borda. Algunos incluso reían bajo las capuchas de sus impermeables o les hacían señas. Una treintena de hombres se habían arrojado al mar para tratar de llegar a nado, entre las montañas de agua formadas por las olas, hasta la inmensa red llena de atunes que arrastraba la embarcación. Dos de ellos se habían ahogado antes de lograrlo. El barco se había alejado, sin que sus ocupantes se molestaran lo más mínimo por socorrer a los desgraciados que se aferraban en su estela. En el sueño de Drissa, él mismo estaba agarrado a la red, helado, con los dedos entumecidos, el estómago hinchado y mareado a causa del agua salada engullida, y los marineros le disparaban con fusiles mientras los atunes se debatían bajo él, amenazando con rebanarlo en dos con sus grandes aletas caudales. Fue en ese momento cuando se despertó.

Miró en torno a sí, bañado en sudor, con el torso desnudo y la boca abierta, y los latidos de su corazón se fueron calmando mientras reconocía la habitación. Frotándose los párpados, repitió para sí, como un mantra: «Me llamo Drissa Kanté. Nací en Segou, Mali. Tengo treinta y tres años y ahora vivo y trabajo en Francia».

En realidad, sus compañeros habían permanecido agarrados a la red de pesca tres días y tres noches hasta que los socorrió la marina italiana. Se había enterado leyendo el periódico, a bordo del navío en el que finalmente habían hallado refugio. El capitán del pesquero maltes había declarado que no podía acogerlos a bordo y menos aún alterar su ruta por ellos sin arriesgarse a perder su «valioso cargamento de atunes». Drissa, por su parte, había optado por quedarse en la barca con las mujeres y los niños, aunque fuera a naufragar. Había sido una trainera española,
Río Ésera
, la que los había auxiliado cuando estaban a punto de zozobrar. Cuando el capitán español había tratado de hacer desembarcar a sus pasajeros en la isla de Malta, las autoridades se lo habían impedido. El pesquero había permanecido bloqueado frente a las costas maltesas durante más de una semana hasta que aceptaron hacerse cargo de la fortuita carga humana.

Una vez en tierra, en Malta, le habían dicho que cogiera el autobús de la línea 113, que al final de la línea encontraría un centro de acogida donde podría dormir, lavarse y comer. Mientras lo esperaba, se había fijado en un montón de papeles esparcidos cerca de la parada. Eran octavillas. Había desplegado una. En ella estaba escrito, en inglés:

TEMPORADA DE CAZA ABIERTA

PARA TODOS LOS INMIGRANTES ILEGALES

TIRAD A MATAR CONTRA TODO INMIGRANTE NEGRO AFRICANO

NO OS QUEREMOS AQUÍ, SUCIOS NEGROS

HUID MIENTRAS PODÁIS Y DECÍDSELO A VUESTROS AMIGOS

La última línea era una sucesión de calaveras a lado y lado de las siglas «KKK». Había subido al autobús y se había bajado en la última parada. Allí se encontraba el campamento de Hal Far, un antiguo aeropuerto militar reconvertido en centro de acogida. Lo componían diversos contenedores con orificios que hacían las veces de ventanas, un poblado de tiendas y un gran hangar sin aviones. Solo en el hangar se agolpaban más de cuatrocientas personas. Había pasado más de un año viviendo en uno de aquellos contenedores de veinticinco metros cuadrados, donde habían hecho caber ocho literas. En verano, la temperatura alcanzaba los cincuenta grados. En invierno, las «calles» del campamento se convertían en barrizales. Una treintena de cabinas de plástico, repugnantes hasta lo indecible, servían a un tiempo de duchas y de váter. Muchos emigrantes lamentaban haber abandonado su país. Después, en 2009, vieron un atisbo de esperanza: el embajador de Francia en Malta, Daniel Rondeau, propuso acoger algunos refugiados en suelo francés y otros países europeos, como Alemania y el Reino Unido, apoyaron la iniciativa. De este modo Drissa Kanté fue a parar a Francia, en el mes de julio, junto con varias decenas de personas.

El trabajo estaba mejor pagado que en Malta, donde la gente como él abandonaba cada mañana el campamento de Hal Far para concentrarse en torno a una rotonda del lado de Marsa, lugar donde las empresas negociaban los precios de una jornada de trabajo sin bajarse del coche. Al principio, las condiciones también habían sido las mismas allí, hasta que Drissa obtuvo un puesto en una empresa de limpieza. No estaba descontento. Se levantaba cada día a las tres de la madrugada para ir a limpiar oficinas. No era una labor penosa. Se había acostumbrado al ruido del aspirador, al olor artificial de las moquetas y los sillones de cuero, a los productos de limpieza y a la rutinaria sencillez de sus funciones, pese a que él tenía un diploma de ingeniero. Formaba parte de un equipo de cinco mujeres y dos hombres que se desplazaban de un edificio a otro. Por la tarde descansaba. Por la noche salía a reunirse con personas como él en los bares de la ciudad y a soñar con otra existencia, aquella que podía entrever al pasar delante de los escaparates de las tiendas y observando a los clientes del otro lado de las ventanas de los restaurantes.

Había algo, no obstante, que turbaba el sosiego de Drissa. Él no se había conformado solo con soñar. También había querido probar el sabor de aquella otra vida y, para ello, había aceptado hacer algo de lo que ahora se arrepentía. Aquello lo atormentaba. Drissa Kanté era una persona honrada en el fondo y sabía que, si aquello se llegaba a descubrir, perdería su trabajo y tal vez mucho más. Ya no quería tener que irse de allí.

Las calles de Toulouse vibraban con aquella energía propia de las tardes de verano cuando él llegó a la acera, entre el tumulto de los coches. Eran las siete y la temperatura todavía rozaba los treinta y cinco grados. Normalmente, en la ciudad solo reinaba un calor así en julio y en agosto. Él se alegró, con todo, porque le gustaba el calor. A diferencia de la mayoría de los habitantes de aquel lugar, que se asfixiaban con aquel ambiente, él respiraba mejor.

Se sentó en la terraza del café L'Escale, en la plaza Arnaud-Bernard, y tras saludar a Hocine, el propietario, pidió un té con menta mientras esperaba la llegada de sus dos amigos, Soufiane y Boubacar. En la mesa de al lado se puso de pie un cliente, que se acercó a él. Drissa levantó la vista y descubrió a un individuo de unos cuarenta años, de pelo moreno y grasiento, una panza que tensaba la camisa de un blanco desvaído complementada con una americana ajada y un rostro inescrutable escudado tras unas gafas de sol.

—¿Puedo sentarme?

—Espero a unos amigos —advirtió, con un suspiro, el maliense.

—Me quedaré solo un momento, Driss.

Drissa Kanté se encogió de hombros. Zlatan Jovanovic se instaló en una exigua silla coja, que parecía demasiado frágil para su metro noventa y tres de estatura y sus ciento veinte kilos de peso, con la copa de cerveza en la mano. Drissa se puso a remover el azúcar en su humeante vaso de reborde dorado, como si nada.

—Necesito que me hagas un favor.

Drissa guardó silencio, con una sensación de vacío en el estómago.

—¿Me has oído?

Adivinó que el hombre lo observaba a través de las gafas negras.

—No quiero seguir haciendo ese tipo de cosas —respondió con voz firme y la mirada clavada en el mantel de cuadros—. Eso se acabó.

La estruendosa carcajada que saludó aquella declaración le provocó un sobresalto. Drissa lanzó una inquieta ojeada a los otros clientes del bar, que habían concentrado las miradas en él.

—¡No quiere seguir haciendo ese tipo de cosas! —exclamó con recia voz Zlatan, echando hacia atrás el torso—. ¿Han oído eso?

—¡Cállese!

—Cálmate, Driss. Aquí nadie presta atención a los asuntos de los otros, ya deberías saberlo.

—¿Qué quiere de mí? Ya le dije la última vez que se había acabado.

—Sí, ya sé, pero hay… digamos, novedades. Un nuevo cliente, para ser exactos.

—Eso no es asunto mío. No quiero saberlo.

—Me temo que nos necesita, Driss —prosiguió, imperturbable, el hombre, como si fueran dos socios que hablaran de negocios—. Y paga bien.

—Ese es su problema. ¡Búsquese a otro primo! Yo ya no estoy para esas cosas.

A medida que hablaba, Drissa se afianzaba en su resolución. Quizás el hombre que tenía enfrente acabaría por comprender que no debía contar más con él. Solo tenía que mantenerse firme, sin vacilar, toda la noche si hacía falta. Así el hombre acabaría dándose por vencido.

—Nadie puede renunciar por completo a ese tipo de cosas, Driss. Nadie decide así como así parar de la noche a la mañana. Nadie me hace eso a mí. Soy yo quien decide cuándo se acaba la cosa, ¿entendido?

Drissa sintió un escalofrío.

—No me puede obligar a…

—Vaya que sí. Todas esas fotocopias que hiciste, esos papeles que mangaste en las papeleras… ¿qué pasaría si fueran a parar a manos de la policía?

—¡Usted caería conmigo, eso es lo que pasaría!

—¿Y tú me denunciarías? ¿De verdad harías eso? —preguntó Zlatan haciéndose el ofendido, mientras encendía un cigarrillo.

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