El círculo (42 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

—¿Qué necesidad tenías de matarlo?

—Yo soy un predador más inteligente que los otros —había respondido Francis.

Empujó la segunda puerta a la izquierda. Era la de una antigua aula, donde Margot lo aguardaba mordiéndose las uñas, sentada delante de un pupitre. Cuando entró se quitó los cascos de los oídos.

—¿Lo habéis dejado ir?

Servaz confirmó con la cabeza.

—Qué vergüenza —dijo—. Ahora todo el mundo me va a mirar como a una apestada.

—No es culpa tuya.

—Se supone que voy a estudiar el segundo curso aquí, papá. ¿Cómo voy a hacer amigos con la etiqueta de «la chica que no se puede ni tocar porque está protegida por la policía»?

—¿Te suena el nombre de Heisenberg?

—¿El tipo que creó la mecánica cuántica o el personaje de la serie
Breaking Bad
?

Servaz se tranquilizó al ver que respondía sin la menor vacilación ni sospechoso parpadeo. Era evidente que nunca había oído hablar de un camello apodado Heisenberg.

—¿De qué va esa serie?

—Es la historia de un profesor de química que descubre que tiene un cáncer avanzado y que, para asegurar el porvenir de su familia cuando él ya no esté, se embarca en la fabricación y tráfico de drogas. ¿Ahora te interesan las series de la tele?

Era lógico el apodo, pensó preguntándose cómo se podía desarrollar una serie de televisión a partir de semejante argumento.

—Has escuchado su conversación —señaló de repente—. ¿De qué han hablado?

Vio que fruncía el entrecejo, pensando.

—No lo sé… Era bastante disperso… y extraño. David ha dicho que estaba harto de todo esto… que no quería continuar.

—¿Continuar el qué?

—No tengo ni idea. Y después, Virginie ha dicho que no podía dejarlo en la estacada, que Hugo los quería a todos… Ah, sí, y después ha hablado de algo todavía más extraño, del Círculo… Ha dicho que el Círculo se iba a reunir pronto.

—¿El Círculo?

—Sí.

Estuvo a punto de decirle que el Círculo debía reunirse el 17 de ese mes, pero se retuvo. ¿Por qué? ¿Por qué omitir aquello? «¿Qué te pasa?». Eran dos los que estaban al corriente, Elias y ella. ¿Qué se proponía obrando así?

—¿Tienes idea de qué es?

Negó con la cabeza.

—Ve a acostarte —dijo, vencido él mismo por el cansancio.

—¿Cuánto tiempo se van a quedar Vincent y Samira? —preguntó, a punto de colocarse los cascos.

De improviso, a Servaz se le ocurrió algo.

—El tiempo que haga falta —repuso—. ¿Qué es esa música que escuchas?

—¿Qué? ¿Por qué quieres saberlo? No lo conoces, se llama Marilyn Manson. No es precisamente tu estilo —añadió con una risita.

—¿Me lo puedes repetir? —pidió él.

—¿Qué?

—El nombre de ese grupo.

—Marilyn Manson. ¿Por qué? ¿Qué pasa, papá?

Servaz tuvo la sensación de que bajo sus pies se abría un abismo. «El cibercafé…». La boca se le quedó reseca mientras la cara se le cubría de un velo de sudor. Los dedos le temblaban cuando cogió el móvil y buscó a Espérandieu y Samira en el menú.

Samira Cheung volvía a estar tendida entre las matas, detrás del instituto, como un comando. Se estaba arrepintiendo de haberse puesto aquella ropa. Con los vaqueros
stretch
y la exigua blusa sin mangas, la hierba le raspaba el ombligo y no hacía más que rascarse. Por suerte, el negro de la blusa y el azul oscuro del pantalón le servían, al menos, para camuflarse mejor.

Desde su punto de observación, la franco-chino-marroquí disponía de una panorámica general de la parte posterior de los edificios, desde los cubículos de hormigón y la tribuna deportiva de la izquierda hasta la entrada de las cuadras, el pabellón de los dormitorios a la derecha, las pistas de tenis, el parterre de césped y la entrada del laberinto. La ventana de la habitación de Margot tenía la luz encendida… y estaba abierta. Le había parecido incluso percibir el punto rojo de un cigarrillo y una cinta de humo. «Eso está prohibido por el reglamento, muchacha». Por su parte, se había tomado un café y una pastilla de Modafinilo para no dormirse, pese a que los acontecimientos de la velada le habían procurado suficiente adrenalina para mantenerla despierta. Con gusto habría consumido un poco de
death metal
por los oídos para despertarse todavía más, Cannibal Corpse por ejemplo, cuyo disco
Butchered at Birth
, reeditado en 2002, contenía títulos tan evocadores como
Living Dissection
(Disección en vivo),
Under the Rotted Flesh
(Debajo de la carne putrefacta). o
Gutted
(Destripado). No obstante, como no tenía ningunas ganas de que la sorprendiera alguien por la espalda, había renunciado a los cascos. En realidad, no le gustaba nada tener detrás aquel denso y profundo bosque.

Se mantenía inmóvil tanto como le era posible. Quería evitar que los internos la vieran, para no convertirse en la atracción de los dormitorios. De vez en cuando, realizaba con todo algunos estiramientos entre los arbustos. También pensaba en las futuras mejoras que iba a efectuar en la ruina que le servía de casa, en las afueras de Toulouse. Estaban a martes y el amigo que debía instalarle la ducha aún no había llamado.

El
walkie-talkie
chisporroteó y la voz de Espérandieu surgió en medio del silencio nocturno.

—¿Qué tal va por ahí?

—Todo está calmado.

—Martin acaba de irse. Está asustadísimo. Quería quedarse aquí. Los gendarmes han instalado una patrulla en la carretera, en la entrada del instituto, a raíz de su demanda. Margot ha recibido órdenes de encerrarse con llave en su habitación y de no abrir bajo ningún concepto a alguien que no conozca. Se ha ido a acostar.

—No exactamente. La veo fumando un cigarro, pero está en su habitación. Lo confirmo.

—Espero que no estés escuchando música.

—Lo único que oigo es un dichoso búho. Y por ahí ¿está tranquilo?

—Hay una calma mortal.

—¿Realmente crees que podría tener las narices de aparecer por aquí?

—¿Hirtmann? No sé… Me extrañaría… Pero ese asunto de la música de Marilyn Manson da que pensar.

—¿Y si nos descubre?

—Hombre, eso lo incitará a volver por donde ha venido. No creo que tenga ganas de volver a una celda. Si quieres que te diga, para mí debe de estar lejos de aquí. Y no hay que olvidar que estamos aquí en primer lugar para proteger a Margot, no para pegarnos a él.

Samira guardó silencio.

Ella pensaba, de todas maneras, que, si se le presentaba la ocasión de echarle el guante al suizo, tampoco la iba a desperdiciar.

★ ★ ★

A los diez años, Suzanne Lacaze estaba convencida de que el mundo era un maravilloso parque infantil y que todo el mundo la quería. A los veinte, descubrió que el mundo es un sitio cortante e hiriente donde la mayoría de la gente miente —a los demás y a sí misma— cuando su mejor amiga le quitó al joven del que se había enamorado locamente. Se había disculpado con lágrimas en los ojos y frases como «nos queremos», «estamos hechos el uno para el otro» o «lo siento muchísimo, Suzie», eso sí, la muy cerda. En la actualidad, a sus cuarenta y pico, sabía con una certeza absoluta que el mundo es el parque de juego preferido de los granujas, un infierno para los demás y Dios el campeón del mundo de lucha de los cabrones.

Acostada en la cama, con la mirada fija en el techo, lo oía roncar a su lado. Había vuelto hacía apenas una hora y, pese a que el fantasma que se había instalado en su cuerpo hubiera mitigado su olfato, había olido aun así el perfume de otra mujer. Ni siquiera se había tomado la molestia de ducharse.

Últimamente se había vuelto tan atento, tan paciente, tan bueno con ella… ¿Por qué no había sido siempre así?

«No te dejes engañar, guapa. No actúa por amor, sino para tener la conciencia tranquila tan solo. Ni siquiera se ha molestado en ducharse. ¿Qué más pruebas necesitas?».

Ella quería morir en paz… De repente, comprendió que la venganza era la condición para «morir en paz». Con una claridad cegadora, como si su propia madre hubiera vuelto de la tumba para decirle «Tienes que hacerlo», comprendió que, al día siguiente mismo, iba a llamar a aquel policía para decirle la verdad.

Intermedio 3
CONFRONTACIÓN

La inyección. Antes de caer inconsciente, en el momento en que la aguja se hundió en su brazo, apeló a su voluntad. «Sé fuerte. Ahora es el momento…».

Volvió a abrir los ojos en el gran comedor anticuado. Igual que las anteriores veces. Estaba sentada en el sillón de alto respaldo, en el extremo de la gran mesa, con una ancha correa de cuero en torno a la cintura y otras dos en los tobillos.

Los platos, los candelabros, los vasos, el vino, la música, Mahler, por supuesto… No estaba segura de si lograría hablar lo bastante fuerte después de todos aquellos meses durante los cuales se había parapetado en el silencio. No sabía si el edema de sus cuerdas vocales se había curado.

No tenía más arma que esa, su voz…

—¡Salud! —dijo alegremente él, levantando su copa.

Normalmente, ella le seguía la corriente. Le gustaba el sabor del vino, su aroma, su liberadora ebriedad. También le gustaba el vestido recién planchado, el olor a jabón y a limpio prendido a su cuerpo, el delicioso sabor de los platos, después de todos aquellos días pasados en el fondo de su sótano, engullendo una papilla insulsa e incolora. Como las otras veces, había pasado las últimas veinticuatro horas sin comer. Él quería que estuviera hambrienta, y bien sabía Dios que así era. El estómago y el cerebro le reclamaban que se abalanzara sobre el vino, sobre el humeante plato. Miró el vaso de plástico mientras el aroma del vino penetraba, tentador, en su nariz. Tenía unas ganas terribles de beber… casi tantas como de la droga de la que se había sentido privada, al principio, en el fondo de su sótano, con un síndrome de abstinencia tal que había temido volverse loca.

Mantuvo las manos apoyadas en la mesa, limitándose a observarlo con una tenue sonrisa irónica en los labios.

Advirtió que fruncía el entrecejo, con cara de perplejidad.

—¿No bebes? —dijo, sin dejar de sonreír—. ¿Qué te pasa? ¿No tienes sed?

Se moría de sed… Tenía la garganta seca como la estopa.

—Vamos, ya sabes que eso no lleva a nada —la animó con voz melosa—. Bebe. Ya verás, este vino es excepcional.

Ella emitió una sonora carcajada, burlona y desdeñosa, y aquella vez captó un asomo de duda en sus ojos. Después él la examinó como el científico que aprecia una reacción inesperada en una cobaya.

—Ah, ya entiendo —dedujo—. Has decidido provocarme.

Se echó a reír, pero sin malicia, sin animosidad.

—Tu madre se dedica a chupar pollas en el infierno —dijo ella con voz fría y carrasposa.

Él se mesó la oscura perilla, con creciente perplejidad. Su cabello rubio, cortado al rape, brillaba con la luz de las velas y de la araña. Después volvió a recuperar la sonrisa.

—Esa manera de hablar no te va —dijo con indulgente tono.

Ella lo siguió mirando, con un rictus en los labios.

—Esa manera de hablar no te va —repitió, remedando su acento, su manera de hablar esnob y gangosa.

En los ojos de él asomó un breve destello de cólera, pero la sonrisa volvió a aparecer enseguida.

—Cerdo gilipollas vicioso, hijo de puta, pobre impotente…

Él calló, limitándose a mirarla.

—Tu madre era una puta, ¿verdad?

Él sonrió con ganas, esa vez.

—Tienes toda la razón.

Aquella reacción la desestabilizó un instante, pero se recuperó y emitió una risotada.

—¿Qué te da risa?

—Tu polla minúscula. La otra vez no estaba dormida del todo y la vi.

Advirtió que su expresión se ensombrecía de nuevo en la otra punta de la mesa y se estremeció. Sabía muy bien de qué era capaz.

—Para ya.

—Para ya.

Una nube de negra tinta pasó una vez más por su mirada y luego se disipó. Entonces se volvió y alargó el brazo hacia atrás para subir el volumen de la minicadena de música de encima del aparador. Los violines tomaron alas, las percusiones retumbaron, los metales se desataron. Ella se puso a imitar, sonriente, a un director de orquesta, levantando los brazos, haciendo revolotear las manos, cabeceando, con los párpados entornados. No tenía ni cuchillo ni tenedor. Tenía que comer con las manos. Y el plato era de cartón. Sin interrumpir su representación de frenético director de orquesta, cogió el plato de sopa y lo arrojó al otro lado de la sala antes de ponerse a cantar, desafinando, elevando la voz por encima de la música. La sopa provocó una mancha en la pared. Había recuperado la voz… Siguió cantando, más alto todavía.

—¡¡¡Ya basta!!!

Había quitado el volumen y la miraba fijamente, con dureza. Ya no sonreía.

—No deberías jugar a eso conmigo.

Aquella vez, la amenaza era explícita y, durante una fracción de segundo, sintió que la invadía un miedo apabullante. Captaba la ira que impregnaba su voz y, como a un perro bien entrenado, le aterrorizaba la ira de su amo. «No te desinfles… Vas por el buen camino…». Por primera vez, había tomado ventaja sobre él y ello le produjo un breve sentimiento de triunfo.

—Vete a jalar tu mierda y revienta —dijo.

—¡Para! ¡No soporto esa manera de hablar!

Ella se echó a reír, con la cara deformada por una mueca.

—¡Ja! ¡Ja! ¿O sea que no eres más que un gilipollas impotente, verdad, cariño? Incapaz de empalmarte normalmente… De decir «polla», «coño», «cojones»… Seguro que tu madre te toqueteaba el pito cuando eras pequeño. ¿Tienes un problema con las palabrotas y con las mujeres, bonito? ¿O no será que a veces eres un poco mariquita?

Comprobó que lo había desestabilizado. No había empleado semejante lenguaje en toda su vida, ni siquiera en los momentos más agudos de cólera, ni hablado en un tono tan vulgar, y se sentía próxima a la náusea.

—Cabrona —espetó, apretando los dientes—. Cabrona, más que cabrona. Me la vas a pagar.

Hizo correr la silla y se levantó. Su aprensión se transformó en pánico cuando vio lo que tenía en la mano. Un tenedor… Se encogió en su sillón, mientras la sonrisa se esfumaba lentamente de sus labios. Si él captaba el miedo en su cara, si ahora se desinflaba, él habría ganado.

Cuando lo tuvo lo bastante cerca, carraspeó de manera ruidosa y escupió en dirección a él. Aunque no le acertó en la cara, sí alcanzó a darle en la camisa. Él no se tomó siquiera la molestia de secarla. Solo le clavaba una mirada fija y extraviada.

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