Revisaron las páginas siguientes y encontraron otros artículos y fotos en blanco y negro de la catástrofe. Se distinguía la forma alargada del autocar volcado en mitad de la pendiente, antes de que cayera al lago. Entre las luces de los faros y los proyectores se recortaban siluetas de personas. Los bomberos pasaban gritando y gesticulando delante del objetivo. Después apareció otra foto… El lago estaba iluminado con una extraña claridad, proveniente del fondo. Servaz se estremeció. Miró a Espérandieu. Su ayudante parecía petrificado.
Servaz retiró la microficha del lector y seleccionó otras en la caja. Los artículos publicados los días posteriores aportaban más detalles:
Los funerales de los diecisiete niños y los dos adultos fallecidos en el trágico accidente de autocar ocurrido anteayer en el lago de Néouvielle se celebrarán previsiblemente mañana. Las diecisiete víctimas, de once a trece años, asistían al mismo instituto de Marsac. De los dos adultos fallecidos, uno es un bombero que intentaba socorrer a los niños que quedaron atrapados en el vehículo y el otro un profesor del instituto que los acompañaba. Otros diez niños pudieron salvarse, no obstante, gracias a los esfuerzos desplegados por los bomberos y por dicho profesor. Entre los adultos presentes en el autobús en el momento del accidente a quienes se pudo prestar socorro se encuentran el chófer del vehículo y dos de los acompañantes, un vigilante y otro profesor. Los investigadores han descartado por el momento la velocidad como motivo del accidente y los análisis efectuados han permitido demostrar la ausencia de alcohol en la sangre del conductor.
Los artículos siguientes describían los funerales y evocaban el dolor de los padres, apelando a la fibra sensible del lector. Otras fotos, tomadas con teleobjetivo, mostraban patéticos planos de las familias reunidas en torno a los ataúdes y después en el cementerio.
Emoción y recogimiento ayer en Marsac en los funerales de las diecinueve víctimas del accidente de autocar que se celebraron en presencia de los ministros de Transportes y de Educación.
La mayoría de los miembros de los equipos de salvamento han quedado traumatizados después de la terrible noche vivida en el lago de Néouvielle. «Lo más horrible —declaró uno de ellos— eran los gritos de los niños».
Después, una vez pasados los primeros momentos de emoción, el tono de los artículos comenzaba a cambiar. No había que ser un as para comprender que los periodistas habían captado el olor de la sangre.
Dos artículos ponían en entredicho la actuación del conductor.
ACCIDENTE MORTAL EN EL LAGO DE NÉOUVIELLE.
INTERROGAN AL CONDUCTOR
ACCIDENTE DE AUTOCAR MORTAL.
SOSPECHAS EN TORNO A LA RESPONSABILIDAD DEL CONDUCTOR
Según el fiscal de Tarbes, actualmente se barajan dos hipótesis principales en torno al accidente de autocar que costó la vida a diecisiete niños y dos adultos la noche de 17 al 18 de junio en el lago de Néouvielle: la causa técnica vinculada a un mal estado del vehículo y el error humano. De acuerdo con el testimonio de varios niños, el chófer del autocar, Joachim Campos, de treinta y un años, perdió el control del vehículo en un momento de distracción cuando estaba conversando animadamente con uno de los profesores que acompañaban a los niños, precisamente en un momento en que la estrecha y sinuosa carretera del lago reclamaba una constante atención. El fiscal, no obstante, ha desmentido este último supuesto, explicando que existían varias pistas, «entre las cuales se cuenta el error humano», pero que aún había que comprobar los testimonios.
—¿Por qué lo hiciste, Suzanne?
Paul Lacaze metía la ropa en una maleta abierta encima de la cama. Ella lo observaba desde la puerta. Cuando Lacaze volvió la cabeza hacia ella, la mirada que surgió desde el fondo de sus órbitas hundidas por la enfermedad lo hizo vacilar como si fuera un puñetazo. Era como si toda la energía que le quedaba a la mujer se concentrase en aquel minúsculo estallido de puro odio.
—Cabrón —le espetó.
—Suzanne…
—¡Cierra el pico!
Observó con dolor la cara de cóncavas mejillas, la piel gris, los dientes que resaltaban como los de una calavera bajo los labios exangües, la peluca sintética.
—Iba a dejarla —dijo—. Iba a poner fin a nuestra relación. Le había hablado de ello…
—Mentiroso.
—¡No me creas si no quieres, pero es la verdad! —Entonces, ¿por qué te niegas a decir dónde estabas el viernes por la noche?
Adivinó que tenía ganas de creerle todavía un poco. Le habría gustado tanto convencerla de que la había amado y de que lo que habían compartido no lo había tenido con ninguna otra… para que se llevara al menos aquella certeza. Habría querido recordarle los buenos momentos, todos aquellos años en los que habían formado una pareja perfecta.
—No puedo decírtelo —respondió a su pesar—. Ahora ya no. Ya me traicionaste una vez. No puedo fiarme de ti. ¿Cómo podría fiarme cuando voy a ir a parar a la cárcel por tu culpa?
Vio que vacilaba, mientras perdía fuerza el brillo de sus ojos. Durante una fracción de segundo, estuvo tentado de abrazarla y, después, la tentación pasó. Como dos boxeadores en un ring, se devolvían los golpes. ¿Cómo habían llegado a esa situación?
★ ★ ★
—¡Dios santo! —exclamó Espérandieu, leyendo el artículo siguiente.
Servaz, que no tenía tan buena vista como su ayudante, no leía tan deprisa como él los borrosos y pequeños caracteres de las microfichas, pero al percibir la excitación de su voz, se le aceleró el pulso. Le dolían los ojos y tenía ganas de estornudar a causa del polvo acumulado en aquel reducto. Después de frotárselos, se inclinó hacia la pantalla luminosa y leyó:
Pese a que aún no se han determinado las causas del accidente, la hipótesis de un error humano parece confirmarse. Los testimonios de los niños supervivientes parecen coincidir en ese sentido. Joachim Campos, el conductor del autobús, de treinta y un años, mantenía según ellos una animada conversación con una de las profesoras, Claire Diemar, en el momento de los hechos, y no dudó en desviar la vista de la carretera en varias ocasiones para dirigirse a ella. Claire Diemar es, junto con el chófer del autocar y un vigilante de veintiún años llamado Elvis Konstandin Elmaz, uno de los tres adultos que salieron con vida de la tragedia. Otro adulto que también acompañaba a los niños halló la muerte intentando salvarlos.
—Qué historia, ¿eh? —comentó alguien tras ellos.
Servaz se volvió y observó al hombre de unos cincuenta años que permanecía en el umbral, con su pelambrera encrespada, una barba de cuatro días y las gafas apoyadas en el pelo, mirándolos con una sonrisa. Incluso si no se hubieran encontrado en el sótano de la redacción de un periódico, Servaz habría podido pegarle un Post-it fluorescente con la palabra «periodista» en la frente.
—¿Fue usted quien cubrió el caso?
—En efecto. —El hombre dio un paso hacia ellos—. Créanme que esa fue la única vez en mi vida profesional en que habría preferido dejarle la exclusiva a otro.
—¿A qué se refiere?
—Cuando llegué al lugar, el autobús estaba ya en el fondo del agua. En mi vida he visto bastantes cosas, pero nada comparable a eso. Los bomberos del valle estaban allí. Había incluso un helicóptero de salvamento en la montaña. Los pobres estaban destrozados. Habían hecho todo lo posible para sacar el máximo de niños antes de que el autobús se hundiera en el lago, pero no habían conseguido salvarlos a todos y uno de ellos había quedado atrapado en el fondo con los chavales. Otros dos bomberos, que se encontraban en el autobús cuando cayó al lago, lograron llegar a nado a la superficie. Después volvieron a sumergirse en el agua, pese a que el idiota de su capitán se lo había prohibido, y todavía consiguieron sacar a uno, pero los demás estaban ya muertos, ahogados o aplastados. Y durante todo el tiempo que duraron las operaciones o casi, ese puñetero faro siguió funcionando pese a todo y contra todo. Con todos los golpes que había recibido el autocar, ¿se figuran? Parecía, qué sé yo, una especie de ojo luminoso… Sí, eso es, el ojo de un puñetero animal mitológico bobalicón, como el monstruo del lago Ness, vamos… con niños en el vientre, allá, en el fondo de ese lago. Se vislumbraban los contornos del autobús. Hasta me pareció atisbar… ¡agh, qué horrible! —añadió.
La última exclamación la pronunció con un nudo en la garganta.
Servaz se acordó de la linterna hundida en la garganta de Claire, ahogada en su bañera, y en la extraña postura torcida que le había hecho adoptar el asesino, y le costó muchísimo disimular su turbación. El hombre se acercó y, colocándose las gafas de recia montura en la nariz, se puso a leer lo que había escrito en la pantalla.
—Pero lo peor fue cuando los cuerpos de algunos niños empezaron a subir a la superficie —prosiguió—. Las ventanas estaban rotas y el autobús volcado de costado. Más de la mitad de los niños quedaron atrapados allí, pero los otros, pasadas unas horas, acabaron soltándose de los cinturones o de las prendas que los retenían y siguieron el proceso que siguen todos los ahogados que no tienen un quintal de cemento en los pies. Subieron… como unos globos, joder, como unos peleles que se quedaron flotando en la superficie.
«Como muñecas en una piscina», pensó Servaz. ¡Virgen santísima! El hombre pareció sustraerse a los recuerdos y, de repente, adoptó el aspecto del perro que ha olido un hueso enterrado en el suelo.
—Y díganme, ¿por qué, de pronto, hay dos policías que se interesan por ese viejo suceso? —Servaz vio cómo, tras haber observado primero a su ayudante y luego a él, al periodista se le iluminó la mirada a la manera de una bengala—. ¡Huy, mierda! ¡Claire Diemar! La profesora asesinada… ¡Ella también iba en el autobús!
«Mierda, sí», pensó Servaz, que ya percibía cómo el reportero ponía en marcha la maquinaria y se formaba una visión de conjunto.
—¡Hostia puta! ¡Muerta ahogada en su bañera! ¿Creen que fue uno de los niños el que lo hizo, es eso? ¿O bien un padre? Pero ¿por qué seis años después?
—Váyase —dijo Servaz.
—¿Cómo?
—Váyase.
—Se lo advierto —replicó, con expresión ensombrecida, el periodista—, mañana mismo saldrá un artículo en
La República
. ¿Están seguros de que no tienen nada que declarar?
—¡Fuera!
—Estamos listos —comentó Espérandieu cuando se hubo ido.
—Sigamos buscando.
Los artículos siguientes informaban de la puesta en libertad del conductor, por falta de pruebas. A medida que transcurría el tiempo, los artículos se hacían menos frecuentes, relegados por temas de mayor actualidad. De vez en cuando, una hoja evocaba el drama, de manera cada vez más breve, cuando aparecía algún elemento nuevo. De este modo, toparon con el siguiente artículo:
TRISTE IRONÍA DEL DESTINO:
EL JEFE DE BOMBEROS DEL AUTOBÚS MALDITO
SE AHOGA EN EL GARONA
—Por lo visto la Parca mantiene las cuentas al día —comentó doctamente Espérandieu.
Al leer el artículo por encima, a Servaz se le activaron, no obstante, todas las alarmas.
Esta noche, uno de los actores del drama de Néouvielle ha hallado la muerte en circunstancias que guardan un extraño parecido con la muerte que él mismo consiguió evitar a otros hace un año. Si bien la investigación se encuentra todavía en su primera fase, todo indica que el antiguo responsable de los bomberos que, en el mes de junio pasado, trataron de prestar socorro a los niños del autobús siniestrado en el lago de Néouville, en cuyo accidente perecieron diecisiete niños, se enfrentó por motivos que aún no se han esclarecido a una banda de vagabundos que merodeaban por el Pont-Neuf de Toulouse. Un testigo que asistió de lejos a la escena ha declarado que el altercado subió rápidamente de tono por un asunto de un cigarrillo y que después «todo se precipitó muy deprisa». Después de ensañarse con él a golpes, los indigentes han arrojado al jefe de bomberos desde lo alto del puente. Su cuerpo fue recuperado después de que un testigo avisara a la policía, pero ya era demasiado tarde, puesto que la víctima se golpeó al caer contra uno de los pilares del puente. Las fuerzas del orden buscan activamente a los agresores. Bertrand Christiaens, de cincuenta y un años, acababa de ser trasladado a Toulouse hacía tan solo un mes.
—¡Mierda! —exclamó Servaz, levantándose de un salto—. ¡Llama a la división! ¡Quiero a todo el mundo en pie de guerra! ¡Buscad la lista de todas las personas que participaron de cerca o de lejos en el drama y cotejad sus nombres con los archivos! ¡Diles que es urgente, que la prensa ya está sobre la pista! ¡Diles que tenemos a los periodistas pisándonos los talones!
★ ★ ★
Una vez conectada en el ordenador de su oficina, Irène Ziegler tardó menos de tres minutos en averiguar la identidad del propietario del vehículo con la matrícula cuyo número le había proporcionado Drissa Kanté. Dos segundos más tarde, conocía ya su profesión.
«Zlatan Jovanovic, agencia de detectives privados. Vigilancias/ Investigaciones. A su disposición las 24 h, todos los días de la semana. Declarado en Jefatura».
La dirección se encontraba en Marsac…
Irène se echó atrás en el sillón, con la vista fija en la pantalla. «Marsac…». ¿Y si su hipótesis inicial era errónea? ¿Y si no era Hirtmann el que había pagado para espiar a Martin? Un detective de Marsac… La investigación que dirigía Martin se concentraba en esa ciudad. Consultó el reloj. Tenía cita en el tribunal de Auch por un caso de violencia conyugal en el que estaba citada como testigo. Después la esperaban en el despacho del comandante de la compañía. Aquello suponía dos horas perdidas, como mínimo, seguramente más. Después iría a Marsac a ver a ese tal Zlatan.
No tenía una orden judicial, pero ya se le ocurriría algo.
Se levantó, cogió la gorra y cepilló algunas motas de la camisa del uniforme. En la pared, un cartel representaba a una pareja de gendarmes que posaban para gloria y orgullo del cuerpo. Seguro que eran unos modelos salidos de un dosier de prensa. Se parecían a Barbie y Ken. Ziegler bajó la vista hacia su uniforme con un suspiro.
★ ★ ★
—Ya tenemos los primeros resultados —dijo Pujol por teléfono—. El conductor del autobús, Joachim Campos, consta en el registro de personas desaparecidas.
Servaz notó la descarga de adrenalina en la sangre.
—¿Con qué detalles?
—Desaparición inquietante. El 19 de junio del 2008.